Acto 16
La vi desde el otro lado de la vitrina cuando se aparcó. Le hice una seña con la mano para que me ubicara y entrara.
Ella vino y se paró delante de la mesa dispuesta junto al escaparate, en cuyo cristal se reflejaban las luces rojas y verdes del letrero de "ABIERTO 24 HORAS" del cafetín.
—Siento venir tan tarde y no haberte llamado —intentó disculparse. Se sentó del otro lado de la pequeña mesa, dejó el bolso a un lado del asiento, y dijo—: Pero no podía llamarte. Déjame contarte...
—Te pedí un trozo de Lasagna de queso. Sé que te apetece.
Terminaba de mencionarlo cuando la camarera llegó con las dos órdenes de Lasagna, dos copas altas y una botella de vino rosado. No era mucho, pero sirvió para distender los ánimos.
—¡Eh! Qué lindo detalle de tu parte, Snow. Pero, ¿qué celebramos?
Descorché el vino y serví las copas de cristal hasta la mitad.
Pensé, esperando que se me ocurriera alguna buena excusa.
—No sé. Anda, solo come y disfruta de este momento. Luego me dirás cómo te fue.
Ella iba apenas por el segundo bocado cuando la impaciencia por contarme la venció.
—La seguí hasta una fiesta en una mansión de lujo, no como en la que ella vive, sino mucho más grande —dijo con alguna ironía; según percibí, motivada por cierta envidia hacia Lucy. Y prosiguió con su informe—: Pero era una de esas fiestas a las que no cualquiera entra, solo con invitación y traje de etiqueta y vestidos de noche. Traté de colarme, pero había mucha gente cuidando... Y estoy segura que llevaban armas debajo de sus trajes. —Angie hizo una pausa para beber despacio de la copa. Apenas tragó siguió relatando—: Entonces recordé que podía entrar haciéndome pasar por alguien del servicio de alimentos, así que me fui a la entrada del servicio, y esperé la llegada de un transporte de comida, o de cualquier otro. Veinte minutos después llegó uno. Era una vagoneta de comida. Mientras se identificaba con el tipo que cuidaba la entrada, corrí por atrás de la vagoneta, abrí la portezuela y me subí... Así de sencillo.
—¡Espera! ¿Así nada más? ¿Solo te saltaste dentro de la vagoneta y entraste? —le interrumpí tan increíble historia.
—Sí, no fue nada difícil. Adentro encontré un mandil con el logo del lugar y una gorra, así que me los puse y esperé a que paráramos. Cuando se detuvo, yo bajé con cuidado de no hacer ruido, me escondí en unos setos cercanos y aguardé a que los dos hombres del servicio bajaran. Ellos vinieron atrás poco después y sacaron unas bandejas con alimentos. Por mi parte, aproveché para darles una mano y poder entrar en la cocina. Como la cocina era un lugar grande y había muchos cocineros y meseros dando vueltas, me mezclé entre ellos. Para mi buena suerte, en la cocina, en la sala y en la terraza, a la orilla de la piscina, en donde se reunían los invitados, no había ninguna vigilancia. No al menos que yo pudiera ver. Así que tuve cuidado de no llamar la atención. Pensé que si alguien me descubría, les diría que andaba buscando el baño. —Lo último que dijo me recordó a mis fórmulas en caso de ser descubierto en territorio comprometedor.
Bebí de la copa un poquín de vino mientras trataba de imaginar cómo le hizo para no llamar la atención. Sería como una oveja blanca en medio de un montón de ovejas negras.
—Sí, esa táctica nunca falla —dije mientras trataba de convencerme a mí mismo que solo era suerte de novata. Pero me conformé con cortar un trozo más y engullirlo—. Anda, ¿qué más?
—Bueno, le pregunté a una de las invitadas que quién era el dueño de la casa y me respondió que su actual dueño era un tal... Xavier Ventura.
Dejé de masticar y dije:
—¿Xavier Ventura? Ese nombre se está volviendo popular. Pero continúa, soy todo oídos. —Empezaba a volverse interesante su historia.
—Seguí caminando entre la multitud y logré encontrar a nuestra Lucy, pero un hombre que debía ser otro invitado, me cogió por el brazo y me preguntó qué hacía ahí, y yo le respondí que buscando el baño. —Angie hizo otra pauta para mojarse la boca con vino. Luego de beberlo, prosiguió—: Está rico... Bueno, aproveché para preguntarle quién era la elegante mujer junto al hombre delgaducho, y él dijo que si tanto me importaba, era la querida del delgaducho, y que ese hombre se llamaba Xavier. Y me previno de mejor ya no seguir preguntando cosas que no me importaban. Me dijo que volviera al área de servicio, pues ahí había baños para nosotros. —Angie se metió un poco más de Lasagna y masticó sin remordimientos de quebrantar su tan preciada dieta—. Le di las gracias, di la vuelta y tan pronto se alejó de mi lado saqué el móvil y... tengo esto para ti.
La audaz chica me mostró una foto tomada con el móvil.
—¡Excelente, Angie! —exclamé—. Te has llevado el premio Pulitzer.
En la foto aparecían juntos Xavier Ventura y Lucía Angly, alias Lucy Corvino.
Pensé que comenzaban atarse cabos. El motivo estaba establecido: dinero y poder, pero aun así, faltaba demostrar su participación. ¿Y la testigo de cargo? Porque yo también tenía motivos para despachar a Scolato, y existía una testigo en mi contra. Por tanto, necesitaba una confesión de Lucy que me eximiera de culpa. Eso desvirtuaría lo dicho por la testigo, pues lograría obtener una duda razonable sobre lo que ella creyó ver.
—Yo tengo algo para ti —dije—. El verdadero nombre de nuestra Lucy Corvino es Lucía Angly, y es una experta en el tiro de precisión. Es excampeona, aunque nunca llegó a las olimpiadas por un intento de asesinato. Y si sabe disparar a alguien, también sabe cómo recibir balazos. Además, es buena para subir montañas.
—Ambos hemos hecho un buen trabajo. —Ella sonrió.
Volví a llenar las copas. Subí la mía y dije:
—Esto merece un brindis.
—Sí —replicó con emoción.
Ella levantó su copa y la hizo tintinar con la mía.
—Pero tengo una duda, cariño —le dije—. ¿Cómo se te ocurrió entrar así a la casa de Xavier? ¿La vagoneta? ¿El servicio de comida?... —Encogí los hombros—. ¿Cómo?
—Sencillo. Lo vi en la tele. ¿No sabes que muchas cosas que salen en la televisión, se pueden hacer en la realidad?
Me encogí de hombros.
El viento arremolinaba los cabellos de Angie. En poco tiempo llegaríamos al motel donde me alojaba.
—Esta es la primera vez que dormiré fuera de mi casa, aparte de las veces que visito a mi madre —dijo ella, pasándose la mano por el cuero cabelludo para contener un poco la rebeldía de la melena atizada por la ventolera.
—Puedes dejarme en el motel, luego te vas al apartamento en el coche —repliqué.
—No, no, está bien, Barry. Todo el día ha sido una aventura para mí. Quizá también la noche lo sea. —Explayó una tímida sonrisa de lado—. La verdad es que me siento tan emocionada que no creo poder dormir.
La volví a ver.
—Si quieres, puedes cerrar la ventanilla —dije.
—Así está bien. Aunque no lo creas, me gusta este viento frío, así como también me gustan los días lluviosos. —Ella pegó la mirada al parabrisas y, luego de contemplar por unos segundos el solitario asfalto que se extendía por delante, volteó a la ventanilla de al lado, y veía en silencio pasar las luces de las casas y los postes lejanos—. Cuando era chica —dijo como volviendo de un corto ensueño—, después de las lluvias, me gustaba salir al patio descalza y meter los pies en los charcos. Mi madre se enojaba porque decía que me enfermaría, pero eso nunca pasó. ¿Sabes, Snow? Todavía me sigue gustando meter los pies en los charcos, aunque ya no pueda hacerlo por ser inapropiado. Era toda la emoción de entonces. Durante muchos años, mis únicas emociones solo han consistido en viajar del trabajo a la casa y viceversa...
De ella, yo solo conocía algunas cosas: que tenía una madre querida a la que todos los meses le mandaba algo de dinero, a pesar de recibir una pensión; y una hermana que vivía en otra ciudad. Pero, por alguna razón, no solíamos conversar de cosas más íntimas como su predilección de mojarse los pies en los charcos de las lluvias. Lo irónico del asunto es que, de todo lo que me confió, nada más se me ocurrió decirle:
—¿Viceversa? Son pocas las personas que usan esa palabra.
Ella me escrutó extrañada por mi rara pregunta y mi posterior afirmación.
—Sí, es que soy muy vieja para ser joven. Es lo que dice mi madre.
—No, no lo creo. Eres bella y sutil. Nunca te lo dije, pero siempre me gustaste.
—¿Por qué lo dices hasta ahora?
—Creí que, por nuestra relación de trabajo, podía echar a perder cualquier otra relación. Y me importas mucho, Angie Blake, como para alejarte de mi lado.
Ella me sonrió.
Entramos en la habitación. Amontonamos y tiramos al suelo todos los trapos del camastro y pusimos cobertores nuevos y calientes. Luego de ducharnos por separado, nos arropamos bajo las colchas.
Yo la abracé con fuerza, le acaricié los brazos y los hombros y cuando la volteé hacia mí, me di cuenta que el sueño y las emociones del día pudieron más que su voluntad de permanecer despierta. La besé con suavidad en los labios y la abracé, y me dormí también.
Despertar fue lo mejor que me sucedió. Sus labios me besaban en el cuello y sus manos me rodeaban el contorno del mentón.
—Lo siento mucho, pero es que tenía tanto sueño que me dormí —dijo entre cortando la frase.
Yo le atrapé por las sienes y dirigí mis labios a los suyos.
—No importa, yo también me dormí —dije, llenando sus mejía de tórridos besos.
Un repentino golpeteo en la puerta nos interrumpió.
—¡Viejo! —Era el administrador del motel—. Si no va al día con el pago, tendrá que irse ahora mismo —amenazó con tono áspero y rudo.
Volvió a golpear a la puerta. El sujeto quería una pronta respuesta.
—Es el idiota del motel —le expliqué a Angie—. Un abusivo que se aprovecha de un anciano... Y eso ya no puede seguir siendo así.
Angie recogió aire y gritó fingiendo otro timbre de voz:
—Váyase al cuerno, hombre aprovechado y malo. —Pero Angie no aguantó la risa, cosa que enfureció al administrador, y fue suficiente para hacerlo porracear la puerta con mayor ahínco.
—Viejo maldito, si no se va ahora mismo, yo lo sacaré a la fuerza.
Sonaron un montón de artilugios metálicos, a todas luces el hombre buscaba la llave del cuarto.
—Quédate aquí —le dije a Angie.
Me levanté de un salto de la cama y me enrollé una de las sábanas en la cintura, pues estaba en paños menores.
—¿Qué vas hacer? —interrogó ella.
—A defender a tu tío —dije.
El hombre regordete empujó la puerta y se detuvo delante de un hombre semi desnudo, cubierto con una sábana al cinto y una sobaquera con un arma enfundada.
—¡Mierda! ¿Quién demonios es usted? —balbuceó asustado.
—Soy el sobrino del hombre a quien usted alquiló este basurero —respondí adusto—. Él me cedió su habitación porque vine tarde a la ciudad y no tenía donde dormir. Espero que eso no le moleste. —Deslicé "sin querer" la mano cerca de la pistola, para rascarme la axila.
—No, claro que no. Solo venía a recordarle de los treinta y cinco dólares del alquiler al viejo... Quiero decir: a su tío.
—Creo que dijo que eran, ¿veinte dólares por este basurero? Si eso fue lo acordado, espere afuera un momento. —Lo empujé con una mano hasta atrás del umbral de la entrada, y cerré la puerta en sus narices. Saqué la cartera del pantalón doblado en la silla junto a la cama, y extraje un billete de veinte.
—Dijo que eran treinta y cinco. —Quiso rectificarme Angie, acabando de ponerse el jersey azul con el que vino la noche anterior.
—Escuchaste mal, cariño, dijo veinte dólares. —Le contradije con malicia. Fui a la puerta de regreso y extendí la mano con el dinero—. Tenga buen hombre. ¿Sabe? Suelo venir por estos lugares y no quisiera enterarme que usted ha abusado de alguien más. Algunas personas, como los abusivos, se accidentan con mucha frecuencia —le amenacé—. Seguro que usted me entiende. ¿Verdad amigo?
El hombre tragó grueso, y balbuceó:
—No, digo sí. Sí entiendo. Solo fue un pequeño exabrupto de mi parte, pero no volverá a pasar... nunca—dijo con una repentina humildad.
El sujeto con el rostro marcado por la frustración, por el billete de veinte en su mano, dio la vuelta y desapareció de mi vista.
—¿No crees que pueda llamar a la policía? —preguntó Angie con el labial en la mano.
—Sí lo creo —repliqué—. Así que no esperes a ducharte.
Mientras Angie recogía mis pertenencias y las empacaba, yo me enfundé la ropa, y abandonamos el motel de mala vida.
—Yo conozco un hotel a varias calles de mi apartamento. ¿Si quieres te puedo llevar?
—Siempre que esté dentro de las posibilidades financieras de Gregory —repliqué echando una mirada a la caja en donde yacía el disfraz en el asiento trasero.
Volvimos a la parte de la ciudad donde ella vivía. El hotel era un modesto lugar. Era un antiguo edificio de ladrillos desnudos, con un rótulo vertical trabado en la fachada.
—¿Qué te parece? —interrogó ella.
El cuarto del hotel, de nimias dimensiones, era conforme para un hombre solitario como yo. Me resultó aceptable.
Por las ventanas cerradas penetraba una claridad que lo inundaba todo.
—De haber conocido este sitio no habría tenido que aguantar las groserías de aquel sinvergüenza —repliqué usando la voz de Gregory. Angie se reía de mis estupideces—. ¿Qué puedo decirte, Angie? —dije usando mi propia voz—. Desde la primera vez que te vi, cuando te contraté, sabía que llegarías a ser mi brazo derecho. —Y aproveché el momento para besarla, a lo que ella no ofreció la menor resistencia aunque sí se mostró sorprendida. La temperatura subió. Ella pasó sus dedos entre mis cabellos y me despeinó. Deslizó sus labios por mi cuello de forma seductora. Nunca creí que ella fuera capaz de demostrar tanta pasión.
—No creo que hacer estas cosas con mi jefe sea tan malo como decías —musitó entre beso y beso.
Y yo repliqué:
—Ni con mi secretaria. —Y nos seguimos besando.
Una hora después.
—Bien, Angie —dije, sentándome en la cama, a un lado de ella—. Quiero poner todo lo que sé en la mesa, y dime lo que piensas. —Angie se ladeó hacia mí, se arropó con la sábana, disponiéndose a escuchar—. Yo tenía unas dudas y una sospecha, y no fue hasta que bajé por el mirador que pude aclarar esas dudas y confirmé la sospecha. Como pensé, se trató de una trampa, y por mi falta de cordura ante el odio que sentía hacia Scolato, me dejé llevar como un tonto. Su estrategia fue simple: la muerta, nuestra Lucy, experta en tiro y montañismo, recibió un tiro directo de Scolato...
—Pero ella llevaba un chaleco antibalas —dijo Angie.
Vi que ella quería entrar en el juego de la deducción.
—Exacto —repliqué—. Por sus conocimientos en armas de fuego sabía que al usar una pistola siempre se busca la parte del cuerpo más fácil de atinar: el tórax.
Ella continuó:
—Y Land Scolato al verse en peligro, claro, le convenía matarla con la primera bala, dándole justo en el corazón.
—Correcto. Al recibir el disparo, Lucy, se arroja al vacío, pero el arnés y la cuerda de seguridad detienen su caída ocultándola bajo la plataforma del mirador.
—Y ella baja sin ningún problema antes de que llegue la policía. —Angie está animada. Una luz brilla en sus pupilas.
—Sí, para eso, ella ha colocado una serie de ganchos a lo largo de la viga que le facilitan llegar hasta las rocas y poder descender por ellas sin ser vista. Así, cuando los bomberos buscan el cuerpo en la escena, este no existe... Lucy sabía que, por el carácter explosivo de Scolato, trataría de asesinarme y yo me defendería. Pero también sabía que yo no le dejaría vivir... Resulté ser el asesino perfecto.
Ella solo guardó silencio. Estiró la mano y cogió la mía para acariciarla.
—No eres un asesino —dijo empática—. Solo te protegías de un asesino.
Apreté con cariño su mano.
—Puede ser —repliqué—. Pero te confieso que... quería verlo muerto.
En verdad no me sentía acongojado, ni frustrado, ni tan siquiera arrepentido. Únicamente ocurrió.
Angie hizo un giro de conversación.
—¿Y el motivo? ¿Por qué matarlo? —levantó las cejas para enfatizar la importancia de las interrogantes.
Pensé.
—El poder, Angie. Lo único que mueve a las almas negras: El poder. Xavier Ventura era el hombre que cuidó el negocio del bajo mundo de Scolato. Cuando Scolato salió libre, Xavier, quien ya había probado el sabor del poder, vio en peligro su dominio. Y así, maquinó deshacerse de Land.
—Ya comprendo. Y como Lucy es la amante de Xavier, por eso ella intervino en todo esto.
—Así es. Por ese motivo, aquel día en el mirador, la seguridad de Scolato no estaba con él. Así ocurrieron los hechos... Y en conclusión, y hasta donde yo veo, la única manera de salvarme de ir a prisión es obtener la confesión de ella.
—La pregunta es: ¿Cómo?
El móvil sonó de improviso, era Samuel.
—Fui a tu oficina esta mañana e hice una revisión. No creerás lo que encontré.
—¿Si? ¿Qué descubriste?
—Un derivador digital. Con razón la llamada no apareció registrada. La llamada fue hecha en forma directa a tu teléfono sin pasar por las centrales de la compañía. Pero no quise quitarla todavía hasta preguntarte qué hacer... Quien lo hizo con seguridad es un genio... Bueno, aunque no tanto como yo..., Claro. Ah, también tengo la cámara. Parece muy dañada, así que no te doy muchas esperanzas... ¿Qué quieres que haga con el derivador?
—Déjalo donde está, Sam. Luego veré qué hacer. En cuanto a la cámara. Qué mala suerte... Haz lo que puedas. Te agradezco tu ayuda, amigo.
—Bien, Snow. Cualquier cosa, ya sabes... Hasta pronto.
Samuel colgó.
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