Acto 15
A pesar de haber encontrado a la misteriosa mujer del mirador, era insuficiente. Todavía quedaba demostrar su participación en el ardid.
Aparte de Lucy, existía una testigo de cargo, la que aseguró que yo jalé el gatillo primero, y asesiné a Scolato a sangre fría.
—¿La seguiremos? —preguntó Angie.
La miré a los ojos y por lo que vi supe que en verdad ella quería hacer trabajo detectivesco.
—¿Qué harías en mi lugar? —la interrogué.
—Si la investigación dependiera de mí, la seguiría —replicó con mucha seguridad.
Me lamí los incisivos, y dije:
—Correcto..., correcto. La seguiremos. Pero eso lo harás tú porque ella ya me conoce. Y no queremos asustar a nuestra única clave. ¿Verdad?
Angie observó a la mujer atravesar la calle delante del club, a varios metros de nosotros.
—Cielos, Snow. Debiste traer el disfraz de Gregory. Bien, bien. ¿Qué debo hacer? —Inspiró profundo—. Estoy algo nerviosa. Es la primera vez que sigo a alguien. —Y sonrió nerviosa.
—Eso está bien, respira hondo. —Y quise darle unos consejos exprés—. Primero debes calmarte. El resto es fácil: camina siempre a pocos metros por detrás de ella. Si camina rápido, tú también; si se detiene, tú también y finges que miras una vitrina o lees un periódico. Ya se te ocurrirá algo... Y nunca la mires a los ojos porque te descubrirá. —Angie bajó del coche, y a punto de cerrar la puerta, la detuve y le dije—: Yo iré en el coche. Si me necesitas, estaré cerca.
Angie comenzó la persecución en una acera poco concurrida; cosa desfavorable para un aprendiz de ojo fisgón, quien debe ser muy sutil en la persecución silente.
Yo esperé a que ellas anduvieran un buen espacio y arranqué el motor. Avancé a vuelta de rueda en el exiguo tráfico de la zona. No obstante, bastó unos minutos para darme cuenta que la situación se pondría difícil. Ya no podía seguir la persecución en coche, entonces aparqué y continué a pie.
Algo terrible ocurrió: perdí de vista a Angie, y, por ende, a nuestro objetivo. Ella ya no se encontraba en el punto en donde la vi por último: al pie del escaparate de un pequeño almacén. Al llegar al mismo lugar efectué una búsqueda visual en los portales próximos, y al otro lado de la calle. El problema era que no sabía si la mujer volvería al gimnasio, y que por la poca experiencia de Angie podría ser descubierta, ahuyentando a la presa.
—Angie, ¿dónde estás? —Susurré para mis adentros. Me quité el sombrero y abaniqué el aire con él. Pensé en llamarla por el móvil como último recurso. Después de resoplar un par de veces me volví encapotar con el sombrero, y cuando estuve a punto de correr al negocio contiguo la voz de Angie me detuvo en seco.
—Snow —dijo con lasitud—. Ella está aquí. Entra pronto.
Observé mejor el escaparate, el almacén era una farmacia. Entramos y caminamos ocultos tras los estantes. Lucy se encontraba pagando en el mostrador del cajero.
Angie se mostraba relajada.
—¿Qué encontraste? —le pregunté.
—Solo vino a comprar unos tampones —replicó—. A parte de eso, no ha hecho nada más.
Contemplé a la mujer, podía jurar que era ella, la misma del mirador.
—No tengo dudas, es ella. Pero se ve distinta, más joven y atractiva. —Mi compañera emitió un pequeño pujido. Yo lo pasé por alto, conocía de su código de sonidos también y ese significaba que no estaba de acuerdo—. Ven —dije.
Volvimos afuera de la farmacia y la esperamos en la acera del otro lado. Minutos más tarde, Lucy salía y tomaba la ruta de regreso al club. La escoltamos hasta su trabajo sin que sospechara.
—Esto solo es el comienzo. Si quieres irte a casa, puedo dejarte cerca, pero yo tengo que volver. Mira allá. —Le señalé con un movimiento del mentón, un rótulo con el horario de servicio del club, pegado en la pared del local—. Ella sale hasta las 6 de la tarde.
—Barry, mejor me quedo contigo —respondió mi secretaria con aspiraciones a detective privado.
—Entonces, será mejor que compre algunas golosinas, la espera será larga —dije—. ¿Deseas algo especial?
—Tráeme cualquier cosa. Solo es para estar ocupada. Quizá unas galletas de avena dietética y una soda dietética.
—¿Nada más?
—Solo eso. Gracias, Snow.
Al volver, Angie ocupaba el puesto del conductor. Al verme sonrió soñolienta, con los ojos encogidos por la modorra. Yo entré.
—¿Qué hay? —pregunté.
—Sin novedad, jefe. La chica no ha salido.
—Bueno. Come. —Le entregué la bolsa con las cosas que pidió.
Para no atraer la atención de algún curioso y no parecer sospechosos, movimos el coche en varias oportunidades estacionándolo aquí y allá. Angie daba la vuelta a la cuadra, mientras yo me quedaba oculto en los pórticos de las tiendas cercanas, o fingía observar los escaparates, o leía un periódico arrimado en un poste. Las rondas de los coches policiales se daban cada cuatro horas, y debíamos tener el cuidado de no cruzarnos en su camino.
Así transcurrieron las horas. En la última media hora, Angie yacía distraída, contemplando por la ventanilla unos vestidos de las vitrinas de al lado, mientras escuchaba la canción Wannabe de las Spice Girls.
—Aquí viene de nuevo —dije.
Entonces, yo me encontraba al timón; giré la llave del encendido. La ignición del motor interrumpió la música fugazmente.
Observamos que Lucy iba al parqueo del club en compañía de un hombre caucásico de mediana edad, y se separaron a continuación. En el parqueo, a un lado del edificio del club, ella abordó un Corvette modelo 80 ocre. Reculó el coche y salió a la calzada tomando el mismo sentido en que estábamos estacionados. Pasó a nuestro lado sin reparar en nosotros y aceleró. Nos pusimos en movimiento a varios metros de distancia. Poco a poco, en medio del tránsito de la hora pico nos alejamos del este de la ciudad, hacia el norte. Por una hora fuimos la sombra del Corvette. Lucy nos condujo a un barrio de clase media, en la avenida Kenmore, con casas de fachadas neoclásicas, de dos pisos y altillo de doble agua. Bajó la velocidad y se detuvo delante del garaje a la izquierda de la casa. Llevó menos de un minuto que la puerta se elevara hasta su punto más alto. Luego, maniobró para introducir el coche en el hangar.
—¿Es su casa? —Angie se veía impresionada por la mini mansión—. Debe ser una rica... ¿Cuándo tendré una igual?
—Algún día. No pierdas la fe, amiga —Traté de infundirle consuelo.
—No pierdo la fe, aunque con lo que me paga mi jefe, será en cien años.
Fingí reír por su comentario punzante en este preciso momento. No perdía su buen sentido del humor.
—¿Cómo es posible que una mujer que trabaja en un club de tiro pueda pagarse algo así? Un Corvette, una mansión...
—Tal vez una herencia —dije. Sabía que esa posibilidad era poco probable. Y con seguridad había dinero sucio involucrado.
Decidí cambiar de tema.
—¿No estás arrepentida de estar aquí? —le pregunté, imaginando que debía estar cansada por tanta espera y vueltas.
—No, aún aguanto... No sé cómo pude perderme de todo esto. Es genial y fascinante.
Me sentí cautivado por sus palabras, por su ingenuidad, o por su tenacidad. Apreté los labios mientras le daba una fugaz mirada. Ella no sabe que este trabajo implica, algunas veces, poner la vida en el filo de la muerte. Yo no sabía cuándo saldría de la oficina y, tal vez, ya no retornaría, o terminaría, en el mejor de los casos, con un agujero de bala pero vivo. Muchos expedientes de infidelidades implicaban a individuos con cierto poder económico, u hombres y mujeres con mentalidades ásperas y peligrosas, y con algo o mucho que perder.
—Angie, no quiero que se te suba a la cabeza lo que te diré: pero creo que tienes madera para este trabajo. De verdad me sorprendes —resultó oportuno el momento para un poco de lisonja.
—¿Tu lo crees? ¿Crees que sería buena para esto?
Lo pensé con cautela antes de responderle.
—Bueno, para esto se necesita de una intuición —dije; ella asintió—. Saber deducir las implicaciones de los hechos, deducir las posibles causas de los sucesos. —Angie volvió a menear la cabeza de la misma manera—. Pero, además, debes tener los cojones bien puestos porque, tarde o temprano, el peligro llama a tu puerta. Y cuando estás en una situación de vida o muerte puede suceder que debes decidir quitarle la vida al agresor para salvar la tuya. Es algo duro, pero necesario.
Lo último le quitó la inflexión de alegría de los labios.
—Oh... Yo nunca le he disparado a nadie. No creo poder hacerle daño a una persona.
—Es parte del riesgo de lo que lleva la caza de criminales, o de ciertos casos en apariencia nada relacionados con el crimen, sino con problemas domésticos. Nunca sabes cuándo te saldrá un desquiciado delante y se querrá desquitar contigo, con causa o no, por las consecuencias de sus propios errores; por haber metido tus narices en sus chuecos asuntos.
Al ver muy silenciosa a la chica, le pregunté del por qué, y ella respondió:
—¿Le has disparado...? Digo, ¿Cómo te sentiste la primera vez que mataste a alguien?
Hace muchos años me habría costado responder a esa pregunta.
—No lo recuerdo ya —dije. Claro que lo recordaba muy bien—. Te aseguro que no es una grata experiencia, y vives apesadumbrado por algún tiempo... Debes convencer a tu conciencia que fue necesario o serías tú la que queda dentro del féretro. Pero el tiempo te ayuda a superarlo y... tú mismo también debes hacerlo porque, de lo contrario, no podrás seguir adelante. Si logras superarlo, las demás veces que te cargas a alguien, sabes que es por una imperiosa necesidad, nunca por placer.
Quería mostrarle que los detectives privados también teníamos nuestra parte oscura.
—Entiendo. Espero no tener que llegar a ese punto, pero estoy segura que sabré qué hacer si eso pasa. Desde muy joven, todo esto me apasionó y cuando vine a trabajar contigo, aunque solo como tu secretaria, me sentí bien... Y si tú me dejas, estoy segura de hacerte de mucha ayuda.
—El hecho de que estés aquí conmigo y no en la comodidad de tu apartamento, quiere decir que te he ascendido de cargo..., por el momento —le aclaré—. Pero no olvides hacer lo que te pida, en el momento que te lo pida, y cómo te lo pida. Aunque nunca debí de involucrarte en esto porque es cosa de vida o muerte, así que solamente será esta vez, este momento.
Después de llevar un aproximado de treinta minutos esperando y conversando, eran casi las nueve de la noche cuando Lucy volvió a levantar la puerta de la cochera y salió a bordo del Corvette. Iba con un traje de noche de color negro ajustado y escotado en V por la espalda. Ella dejó su casa con las luces encendidas.
—¿Dejarás que se vaya? —interrogó apresurada Angie, al verme impávido.
—Necesito saber más de ella —dije—. Ve tú, yo entraré en su casa.
—¿Yo sola?... Claro que sí —dijo con firmeza.
—Pero ya sabes, Angie, sea que lo hagas a pie o en coche, a distancia siempre. Si te sorprende, desaparece pronto. Y recuerda, lleva la Beretta contigo siempre, y no dudes usarla si estás en peligro.
—Sí. —Ella siseó por la duda.
—Es en serio, Angie —mis palabras surgieron intencionalmente graves—. Aunque, quizá no tengas que usarla en muchas veces —repuse para consolarla.
Bajé del carro y ella se pasó a tomar el timón cambiándose de un asiento al otro. Asomó la cabeza por la ventanilla.
—Deséame suerte —dijo.
Me agaché y la vi a los ojos, y le dije:
—Sé que no la necesitas, pero... suerte. Y serías tan amable de pasarme el pequeño estuche de la guantera. —Ella no tardó en localizar la cajita y pasármela con primor, como si se tratara de un objeto frágil.
—¿Este?
—Sí, cariño. —Tomé su delicado mentón con el pulgar y el índice, y lo acaricié—. No olvides mis consejos. Y vete ya, que la perderás.
Sobé y palmeé el capote del coche mientras, dentro de mi cabeza, le deseaba mucha suerte. Ella arrancó y partió en persecución de la sospechosa.
Antes que desapareciera de mi vista, me trasladaba al otro lado de la calle.
No había controles de entrada de claves ni cámaras a la vista. La casa no tenía un sistema electrónico de seguridad. Lucy era una mujer muy confiada por lo visto, al igual que Angie. Sustraje de la cajita un par de guantes y me calcé las manos con ellos, después extraje una ganzúa y la introduje en la cerradura. Con unos cuantos movimientos dentro del ojo de la llave, y el tiempo que te tomas en decir "Whisky", abrí la puerta.
Me acomodé el sombrero encapotándome bien con él, para no ser reconocido en caso de haber alguna cámara en el interior y di unos pasos adentro.
—¿Hola? —dije en voz alta—. ¿Hay alguien aquí? —Pero nadie respondió.
Repetí en tres ocasiones el saludo como una treta por si acaso me sorprendían. Yo tenía frases preparadas como: "Encontré la puerta abierta. Yo toqué pero nadie respondió. Y busco a Mr. Smith o a Mrs. Smith", alguien inventado. Es un hecho que me dirían que esa persona no vivía ahí. Entonces, me disculparía y me marcharía como si nada sucedió.
Tras asegurarme de que la casa estaba vacía, continué con el plan. Cualquier cosa podría ser una pista importante. Un documento, una foto o un objeto cualquiera pueden encerrar historias ocultas, valiosa información. Y solo un ojo especializado, como el de un detective experto, es capaz de descubrirlos.
La sala contenía variedad de mobiliario vintage y una decoración conservadora, así como constaté después en el resto de la primera planta. Yo sabía que la casa de un individuo dice bastante de él, y ésta decía que Lucy Corvino es una mujer de gusto refinado, y muy ambiciosa.
No tardé mucho en encontrar lo que buscaba. En el privado había un anaquel con libros, fotos y trofeos. Las fotos y los trofeos me proporcionaron mucha información. Por una de las fotos, supe que la mujer se llamaba Lucía Angly, no Lucy Corvino. Ella aparecía en compañía de otros tiradores, era una celebridad en el círculo de las competiciones de tiro olímpico. Con razón su rostro me era familiar: la había visto en la sección deportiva del Chicago Tribune, la misma tarde de su supuesta muerte, antes de fijar la atención en la sección financiera. En la sección deportiva, el encabezado rememoraba a las ex estrellas de tiro olímpico de los últimos veinte años.
Los demás estantes contenían más retratos y decenas de trofeos de diversos tamaños, de competencias locales de tiro y montañismo.
A pesar de la novedad, la evidencia no era bastante sólida. Faltaba el motivo que impulsó a Lucía a engañarme para deshacerme de Land Scolato, el mafioso más poderoso del Este de Chicago.
Quise llamar a Charles y darle la nueva información para que averiguara algo más de ella. Así lo hice.
—Tendrás que esperar un poco —respondió Charles—. Debo llamar a mi nuevo contacto dentro de la corporación. ¿Qué te parece si te llamo tan pronto sepa algo?
—Coge lápiz y anota este número —repliqué. Le dicté mi número pues sabía que no lo tenía a la vista, y corté la llamada.
Lucy era una excampeona de tiro y era fácil deducirlo porque la última fecha en las copas, los títulos y fotografías databa de hace cinco años, luego de eso, nada. ¿Qué vínculo existía entonces entre una excampeona de tiro y montañismo con el bajo mundo? La respuesta a la pregunta me guiaría, posiblemente, al motivo de la muerte de Scolato. De alguna manera Lucía Angly y Land Scolato estaban relacionados. La mejor hipótesis, por lo que vi en el mirador y por las mismas declaraciones de ella, seguía siendo la de amantes. Pero ¿por qué Lucy querría eliminarlo? ¿Por celos? ¿Por dinero? ¿Por miedo? O quizá ¿por poder? Quizá fuera por todo.
Comenzaba a explorar la segunda planta de la casa cuando vibró el móvil, era Charles.
—¿Qué más sabes, Char?
— Lucía Angly, 35 años, de Nueva Jersey. Fue una campeona de tiro durante tres años consecutivos, pero no pudo llegar a las internacionales, debido a que hace cinco años fue condenada a cuatro años de prisión por agresión no premeditada con arma de fuego en contra de su exmarido, Jim Torang, otro compañero de competencia. Pero no tan bueno como ella. Fue él quien puso la denuncia. Ella fue inhabilitada para seguir participando en cualquier campeonato, al menos dentro de los Estados Unidos. Luego de salir de prisión, no hay más información.
—Gracias Charles.
—Un placer, camarada.
Terminé la minuciosa exploración pero sin encontrar nada a mi favor.
Cerré la puerta, todo quedaba intacto y pulcro como al principio.
***
Esperé con impaciencia en una cafetería de 24 horas a que Ángela me llamara o hiciera acto de presencia. Llevaba sin saber de ella alrededor de dos horas. Por fin, el aparato vibró.
—¿Dónde estás? —interrogué evitando cualquier atisbo de preocupación, o impaciencia en el tono de mi voz.
—A cinco minutos de la mansión de Lucy —replicó ella.
—Ven por mí —dije—. Estoy a tres cuadras al norte de la casa de Lucy, sobre la avenida Kenmore, en la cafetería "Gran Luna".
—Voy.
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