Acto 13

El edificio de Angie estaba a la vuelta. Dejé el Mustang en el mismo lugar de la noche anterior y caminé despacio. Hoy no quería que el venerable Gregory fuera un hombre adinerado, elegante y erguido como un palo de escoba, sino un abuelo campechano y agobiado por los años. A veces jugaba con la suerte, y quise probar suerte encarando a los agentes del FBI. ¿Era exceso de confianza en mi mismo o exceso de estupidez? Sea lo que fuera, es lo que me permitió salir airoso en muchas situaciones peligrosas. Aunque en este caso creo que era una mezcla desigual de ambas cosas.

     La noche estaba fría. Abrigado con mi suéter de punto colmena policromático y una gorra de lana, me acerqué al patrulla de los oficiales y, modulando mi mejor tono y timbre de pobre anciano, les pregunté por la dirección del edificio de Angie.

     —Vengo a ver a mi nieto —dije—. Verá, es que vengo de muy lejos y él me mandó una carta con esa dirección, pero no estaba seguro —siseé por la forma irregular de los incisivos de la prótesis dental. En esto no fingía.

—Ese edificio es, abuelo —replicó con amabilidad el oficial desde el asiento del conductor, apartando de la boca la tasa de café.

—Gracias. —Tosí un par de veces para acentuar la parte dramática del papel de anciano desvalido. Apreté el mango curvo del bordón y dispuse a cruzar la calle.

Anduve pocos pasos, cuando el agente salió del coche y me llamó pidiendo que lo esperara. Pronto me alcanzó y tomó mi brazo para ayudarme a cruzar la calle mojada por el cernido de la tarde.

—Permítame que le ayude —dijo con afecto el hombre trajeado de azul quemado y con la cabeza encapotada con el sombrero de pana azul oscuro. Era bastante joven para portar la identificación del FBI.

—Es usted muy amable —le agradecí por su gesto—. Usted me recuerda a mi nieto, Alf...Alfred. —Tartamudeé al no inventar de inmediato un buen nombre.

Me llevó al otro lado de la calle.

—Cuídese, abuelo, y cójase bien del pasamano. Las gradas podrían estar resbaladizas —dijo y, en lugar de regresar a la patrulla, se quedó en la acera a un lado de las gradas.

Subí remiso las gradas esperando que el hombre se fuera. Al llegar al descanso de los peldaños le miré de reojo. Pulsé el timbre del apartamento de Angie.

—«¿Sí?» —sonó la voz de Angie por el altavoz ubicado arriba de los timbres de los apartamentos.

—Ya vine —susurré con mi propia voz. Miré a mis espaldas por encima del hombro, el chico permanecía en la acera esperando que yo entrara. Seguro que le recordaba a su abuelo.

—«¿Cómo? ¿Eres tú, Snow?» —Al escuchar mi nombre, temí que el volumen del altavoz estuviera muy fuerte y el agente pudiera escuchar la voz de Angie, y mi nombre.

—Soy tío Gregory —dije, levantando la voz de viejo para evitar que volviera a pronunciar mi nombre.

—«¡Tío Gregory, eres tú!... ¡Pasa! —Se apresuró a seguirme el juego—. ¡Pasa pronto, no te vayas a resfriar!»

     El solenoide quitó el pestillo del cerrojo de la puerta, y yo entré luego de ofrecerle una venerable sonrisa de gratitud al muchacho. Este dio la vuelta y cruzó la calle para desaparecer dentro del coche patrulla.

     Una vez seguro que en las gradas de acceso no había una sola alma, las remonté más aprisa de lo que un pobre anciano como Gregory lo hubiera hecho.

     Angie se asomaba por el pasamano del corredor del tercer piso; no pudo refrenar su curiosidad por saber quién era el famoso tío Gregory.

     —Dije que vendría a verte. —Debió causarle confusión el escuchar mi voz en la boca de un hombre bastante mayor y muy diferente a mí—. Y sabes que me gusta cumplir mis promesas.

     Ella se llevó la mano a la boca para evitar reírse duro al verme.

     —Barry, te ves..., te ves... increíble —dijo y rio.

     Por fin llegué a su lado. La abracé por el talle e intenté en vano darle un beso en la boca. Desistí y me reí por su actitud.

     —No, así no. —Ella se mostró esquiva y renuente—. Lo siento, Barry, pero... es que... estás muy anciano. Yo nunca he besado en la boca a un hombre mayor, y esta no será la primera vez.

     Y cuando me daba a la idea de recibir solo un beso en la mejía, ella me besó en la boca.

     —Creí que no besarías a un hombre mayor —le increpé y seguí besándola.

     En un respiro que dio, ella replicó:

     —Pero sí a ti, Snow. —Y continuó embelesada con mis labios.

     En lo mejor de besarnos, una mujer de mediana edad que venía de un piso superior por las gradas, no desprendió su mirada de nosotros y haciendo muecas de desagrado siguió escalones abajo hasta el recibidor.

     Reímos y entramos en el apartamento.

     —Hay un tipo que jura haber reconocido a la mujer del mirador —dije. El rostro de látex de Gregory, su cuerpo y ropas pendían del perchero donde Angie colgaba su abrigo a la entrada del apartamento. Ella estaba sentada a mi lado en el sofá de su pequeña sala, sí, allí donde me quedé dormido la noche que entré por su ventana y me atacó con toda clase de objetos—. Quedamos en vernos en el parqueo del Bar del Pescador para darme información.

     Angie intercambiaba la mirada entre el piso y mis ojos. Después de un momento, dijo:

     —¿Te has puesto a pensar que puede ser una trampa? ¿Una emboscada? —aunque especulaba podía tener razón—. Sé que me dirás que tu vida es el peligro y que estás acostumbrado a él. Y sé que por más que te insista siempre irás... Entonces, Snow, al menos deberías ir con un apoyo.

     Sabía que aquella chica estaba preocupada por mí, a pesar de no demostrarlo en sus ojos, pero aquellas cosas que sus ojos callaban, sus ademanes corporales lo delataban. En los cinco años que llevamos de conocernos, tanto ella como yo, habíamos llegado a saber mucho el uno del otro con solo ver los gestos. Cuando ella fruncía la comisura derecha de su boca, era que algo la molestaba o estaba en total desacuerdo; si lo hacía del lado izquierdo, estaba pensando y tenías serias dudas. Por su parte, ella sabía por simple observación cosillas acerca de mí: si yo llegaba al despacho con el nudo de la corbata torcido, sabía que estaba malhumorado o algo me aquejaba. Pero ella tenía una técnica infalible para sosegarme: me traía una taza de café americano acompañado de una dona y me masajeaba los hombros y el cuello. Muy efectivo. ¿Qué no os dije que ella es una joya?

     —No quisiera involucrar a más gente en este problema. Y mucho menos a ti —dije—. Si no logro demostrar mi inocencia y llegan a descubrirme aquí, hasta tú podrías afrontar una acusación de encubrimiento por darme refugio en tu apartamento.

     Ella levantó las cejas y sus ojos se detuvieron en mi cara.

     —Sabes que también soy poco cauta... —Angie dejó inconclusa la frase—. ¡Dios Santo, Snow! Me he hecho como tú... Pero la culpa es tuya. No, la culpa es mía por pasar tanto tiempo trabajando para un detective medio loco. —Sus palabras me alagaban—. Es por eso que tú estás aquí y, yo, estoy encubriendo a un acusado de asesinato. A pesar de todo, creo en ti. Así que no creas que no sé lo que hago. Conozco los riesgos, y lo único que espero es que salgas bien de este lío y metas a los verdaderos culpables tras las rejas.

     Sus palabras me fueron tan inspiradoras como relajantes aquellos masajes.

     La miré a los ojos celestes marino, y un segundo después nuestros labios se encontraban unidos. No fue un beso apasionado, fuera de control, sino uno fríamente calculado. Am­bos lo deseábamos.

     —Pero, aun así, no irás conmigo —le dije, luego de reclinarme sobre ella en el sofá y de besarle el cuello con alevosía—. No..., no sabría qué hacer si te llega a pasar... —Seguí besando las finas curvas de su cuello. Mi voz perdió fuerza.

     Ella me empujó y contraatacó. Deslizó sus manos por mi pecho y volvió una andanada de besos en mi cuello.

     —Sé usar bien un arma —reiteró en medio de un suspiro—. Además, ya estoy metida hasta el cuello en esto y... soy tu cómplice... y los cómplices se apoyan entre sí.

     La empujé con delicadeza, tomé su rostro con mis manos y besé sus labios.

     —Angie, Angie Blake..., debes demostrarme que puedes defenderte —le susurré al oído, y la besé debajo del lóbulo de la oreja izquierda.

     —¿Cómo? —susurró.

     —Ponte de pie —musité. Me levanté y ella me siguió. Ángela quedó con el sofá a sus espaldas—. No basta con que solo sepas usar una pistola —dije—. Si alguien te ataca, debes saber en­frentar la agresión.

     Yo tenía la clara idea de mostrarle lo peligroso de la aventura de venir conmigo. Intentaría hacerla desistir de su loca y osada idea.

     —Tú dirás. ¿Qué quieres que haga? —respondió.

     —Okey. Digamos que soy un matón y de alguna manera te he desarmado, y te encuentras en mi poder. Ven, date la vuelta. —La tomé por los hombros y la giré hacia el sofá. Crucé mi ante­brazo derecho por delante de su garganta mientras ella permanecía dócil. Procuré no lasti­marla—. Es lógico que un agresor lo hará con fuerza, siempre con un solo brazo, tratando de inmovilizarte, poniéndote bajo su control. Esto es una llave callejera. En este caso, debes su­jetar mi muñeca derecha con tu mano iz­quierda y pones la mano derecha bajo mi axila.

     —¿Así? —Ella me sujetó tal como le expliqué.

     —Exactamente. Luego, doblas tu cuerpo para adelante mientras giras, jalas con la izquierda y empujas con la derecha con fuerza.

     —¿Así?

     Volé sobre el hombro derecho de Angie y caí acostado en el sofá, delante de ella. Al patinar las patas del mueble en el piso de madera produjeron un chillido. Si las paredes y pisos del edificio hubiesen sido más delgadas, sin duda, las quejas de los vecinos habrían dado lugar a una corta espera.

     Me levanté aprisa de entre los cojines que amortiguaron mi caída. Estaba sorprendido de la facilidad con que ella se deshizo de mí.

     —¿Estás bien? —interrogó asustada.

     —Defíneme "bien". ¿Supongo que también fuiste a un curso de defensa personal? —interrogué asombrado por su destreza.

     Intenté disimular el desconcierto pasándome la mano por la nuca.

     —Lo siento por no avisarte. Fue Larry quien me enseñó un poco de defensa personal.

     —No puedo imaginar cómo se divertían los dos —repliqué—. Está bien, tú ganas. Pero te mantendrás en lugar se­guro. Y si hay problemas no intervendrás a menos que te lo pida. ¿Está claro?

     Ella pareció reflexionar.

     —Está bien, como digas —respondió satisfecha del acuerdo.

     Confieso que fue su lindo cuerpo lo primero que me atrajo de ella: sus curvas sensuales, su pelo de seda, sus ojos celestes como los océanos, su boca de labios delgados. A medida que uno va conociendo a una persona se descubren sus virtudes y sus defectos, y se aprende a querer a esa persona como un todo. Con el tiempo me di cuenta que, Angie Blake, no solo era un lindo cuerpo, sino una mujer muy inteligente y habilidosa, y no me refiero a habilidades como tejer bonitas ropas u otras manualidades; ella es una mujer valerosa, una faceta que no conocía hasta ahora.

     Esa noche dormimos abrazados en su cama. Y enfatizo: "dormimos".

     Me había vuelto a poner la falsa piel de Gregory, y estábamos a punto de partir.

     —Temo que no me acostumbraré a verte así —advirtió ella—. Con todas esas cosas encima...

     —Son prótesis corporales. No tienen nada de espectacular y nada más sirven para darle el físico al buen Gregory.

     —Oye, pero ¿por qué tengo la idea que ya había visto esa cara antes?

     Ella recordaba un suceso de unos años atrás que nunca le mencioné.

     —¿De qué hablas? ¿Qué recuerdas?

     —Ah. Déjame pensar. Mmm. Sí, hace años, recuerdo a un hombre que llegó al despacho... —Angie plisó el ceño como un acto reflejo—. Sí, ya lo recuerdo. Llegó al despacho y dijo que se llamaba Mr. Hanover, o algo parecido... Pero, entonces, andabas fuera..., en una misión encubierta y no llegaste por unos días al despacho. —Ella hizo un poco más de memoria—. Era una misión acerca de unos robos que se estaban dando dentro de un Club exclusivo para Hombres de la Sociedad Austríaca de Norteamérica. Mr. Hanover preguntó por ti, pero casi no le entendía porque hablaba con un acento extranjero muy marcado. Dijo que volvería otra vez, pero ya no lo hizo. Te marqué al móvil, pero no me respondías... —Angie llevó el índice hasta el huequito entre el labio inferior y su barbilla, arqueando las cejas para arriba, y añadió—: ¿Sabes que creo? Que ese hombre eras tú con este disfraz. Ahora veo más claro por qué ese hombre tenía los mismos gustos tuyos cuando me pidió la taza de café y la dona. —Angie cambió su gesto a uno hosco—. Eres un malvado, te burlaste de mí.

     Ah, sí, debo agregar que ella también suele recordar bien las cosas, tiene una gran retentiva.         Aunque, en ocasiones, comete errores al deducir.

     —Estás infiriendo mal —dije—. Nunca traté de burlarme de ti. Ya sabes cómo soy: no podía perder la oportunidad de ponerme a prueba. ¿Y qué mejor prueba que tú?

     Ese pequeño incidente no resultaba ser un obstáculo para nuestros juicios centrados.

     —Bien, olvidemos el pasado —propuso ella con tono grácil—. Haré de caso que te creo... —Yo levanté los hombros, y preferí dejar hasta ahí la situación—. No podemos salir juntos —agregó.

     —Okey, ve primero. Nos veremos más tarde.

     —Y no olvides que yo iré contigo. No me engañes o no volveré a creer en ti, Barry. —Ella salió apresurada por la puerta sujetando su cartera, pero un segundo después regresaba para darme un beso en la mejía—. No tomes en serio lo que te dije, sí te creo —y dicho esto, volvió sobre sus pasos a la salida.

     Esperé unos minutos para irme. Cuando estuve fuera, vi la calle solitaria. Me dirigí al coche, llevaba entre cejas hacer una visita a Jerry y saber qué nuevas me tenía.

     Me parqué en el callejón donde Jerry acostumbraba dejar el Mus­tang, supuse que se alegraría ver de nuevo su clásico. El bar, como siempre, tenía varios parroquianos, los consuetudina­rios que gustan del trago mañanero.

     Entré al bar. Al verme, sus ojos no se apartaron de mí. Jerry debió creer que yo era un vagabundo en busca de tragos y no esperó en decir:

     —Lo siento, viejo, pero se ha equivocado de lugar. —Levantó la tabla de acceso a la barra y caminó a mi encuentro como quien se apresura hacer un conjuro y alejar la mala suerte—. No, viejo, lo siento pero este no es un buen lugar para usted. Este no es un asilo de ancianos, eso está al otro lado de la ciudad... Yo no sirvo bebidas alcohólicas ni a menores, ni a ancianos ni a mujeres embarazadas. Así que puedes buscarte otro lugar.

     Jerry me tomó por el brazo con pesada delicadeza y comenzó a escoltarme a la salida.

     —No, muchacho —le dije con la voz de anciano—. No me he equivocado, estoy en el lugar correcto. Vengo de parte de Mr. Snow Barry.

     Al escuchar mi nombre, Jerry, quedó inmóvil.

     —¿Snow Barry? —replicó asombrado—. ¿Lo conoce usted?

     —Sí, soy un buen amigo de él y me pidió que viniera a verlo.

     Los labios carnudos de Jerry dibujaron una diminuta O cerrada.

     —¿Snow lo mandó aquí?... ¡Demonios! Debe estar en graves problemas. —Su actitud hacia mí, el anciano, cambió, tornándose dúctil—. Venga por aquí, por favor —dijo y comenzó a llevarme a la trastienda—. Ah, ya vengo. Tengo que hablar algunas cosas con él... Es un buen amigo. Cuiden el negocio un momento, que este montón de vagos no se beban todo el whisky —instruyó a Joe y a la chica de cabellos cenicientos y labios azules. Aquellos asintieron y continuaron charlando.

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