Acto 12

Tomé la maleta y le di un envión para montar las correas en mi hombro.

     —¿Cómo has podido levantar esto? —le pregunté sorprendido.

     Ella respondió:

     —El hombre del taxi era muy fuerte... y muy amable. Fue él quien trajo la maleta hasta aquí. —Y sonrió con cierta picardía.

     Descendimos al parqueo subterráneo del Centro Comercial. Ella abordó el asiento del acompañante del Mustang mientras yo guardaba la maleta en el baúl.

     Las ruedas del coche chillaron al ir ascendiendo por la calzada en forma de caracol del parqueo. Tres niveles arriba y unos metros después, dejábamos la circunscripción del Chicago Ridge Mall.

     —Te dejaré cerca de la oficina. Sé que está de sobra decirte cómo volver.

     Angie asintió con la cabeza.

     —Lo haré del mismo modo como salí.

     —Toma —le di uno de los celulares—. Uno es tuyo. Así podremos estar en contacto sin peligro de que sea rastreada la llamada.

     A las dos menos un cuarto, me estacionaba en la parte trasera de la cuadra de la oficina. Antes de deslizarse por el asiento y salir del coche, ella, se estiró para despedirse con un beso.

     —¡Cuídate, Snow! —lo dijo de una forma cariñosa y preocupada.

     Me parecía extraño que la mujer que tan solo unas horas antes era mi secretaria, ahora se perfilaba como mucho más. Algo en mi interior seguía preguntándome si fue buena idea haberle mostrado mis sentimientos en estas circunstancias. Espero no haberme equivo­cado feha­cientemente.

     Iba por la carretera y, en ese momento, solo llevaba en mente descubrir por qué el cuerpo de la misteriosa mujer no fue encontrado.

     El mirador estaba próximo, a cuarenta minutos, y valía la pena darle un vistazo. Tal vez encontraría algo esquivo que al bombero se le había pasado por alto.

     Mientras esperaba en una intersección, una patrulla se detuvo a mi izquierda. Contuve la respiración. Si los uniforma­dos me veían no tardaría mucho en tener a todo un ejército de patrullas persiguiéndome. Deslicé el sombrero de modo de cubrirme la mayor parte de la frente, me agaché fingiendo que recogía algo del piso. No sé con certeza si en esos momentos alguno de los dos tripu­lantes del coche policial miró en mi dirección; tuve la sensación de que así fue. Con el rabillo del ojo, vi cuando el patrullero se puso en marcha. Dejé que se adelantara un poco antes de continuar. Por buena fortuna, la patrulla tomó la izquierda, sentido contrario a mi destino.

     Estando en la autopista el viaje fue rápido. En menos de cuarenta minutos cruzaba el portón de acceso del parque turístico y me estacionaba. No era bueno que la policía, si por mala suerte me detuviera, encontraran un arma en mi poder; saqué la Beretta del cinto y la eché den­tro de la guantera del tablero.

     Abrí el cofre del auto y saqué algunas cosas de la maleta de lona dejando en su interior la soga y el arnés de seguridad, y la llevé conmigo.

     Pasé por las puertas de cristal, las que daban a la cafetería donde aquella tarde esperé a la misteriosa mujer. El amplio mirador yacía a la vista; bastaba con solo andar unos cuantos pasos para llegar a él. Caminé al lugar de los hechos. Las bandas amarillas de la policía, impidiendo el paso a la zona del crimen, habían sido retiradas luego de las experticias de los técnicos de criminología, y el piso lavado por los especialistas de limpieza de las escenas de crímenes. Como era de esperar, no existía ni rastro de la sangre de Land Scolato.

     Las tablas del piso sonaban a cada paso de los transeúntes. Estando en la orilla, apoyé las manos en las barandas de madera, mismas desde donde cayera sin vida la mujer. El aire helado soplaba con cierta calma, una de esas calmas que, lejos de ofrecerme paz, me intranquilizaban porque son como presagios de calamidades.

     Vinieron los recuerdos de la mujer siendo alcanzada por la bala de Scolato y, luego, precipitándose como un saco de arena al vacío. Me recliné por encima de la baranda; el lecho de rocas alejaba cualquier posibilidad de sobrevivencia de quien cayera en su mortal regazo. Vacié el contenido de la maleta en el piso, luego, me amarré el arnés y me enganché a la soga cuyo extremo había atado a la baranda. Sin ser un perito en el montañismo, estaba decidido a exponer mi vida en tan descabellado acto, todo para librarme de una injusta condena. Me pasé al otro lado del cerco de seguridad que me separaba del barranco de casi veinte o treinta metros, con la intención de bajar hasta el fondo si era necesario. Inspiré profundo y comencé el descenso deslizando la soga suavemente entre mi mano y el gancho del arnés. Quedé colgado en el va­cío sin ningún sustento aparte de la delgada cuerda, como un arácnido en medio de la nada. Recordé cuando hace años, muy joven y antes de entrar a la academia policial, practicaba la escalada junto con los amigos. Era como andar en bicicleta: si una vez lo aprendiste bien, nunca lo olvidas aunque quedas fuera de forma si no lo practicas seguido.

     Las rocas de la pared del barranco se encontraban a tres metros con relación a la orilla del mirador. Abajo del piso de la plataforma, una serie de vigas de acero formaban un entramado, apuntalado por columnas de hierro empernadas a la escarpada, en bases de concreto.

     Yo creía que la respuesta estaría bajo el piso del mirador.

     Corrí la cuerda y la aseguré al arnés con el mosquetón. Estando a la altura correcta, me columpié y sujeté una de las vigas. Inmovilizado con la ayuda de los ganchos, y las manos libres, tuve mayor libertad para examinar el entorno debajo de las vigas.

     —«¿Qué tenemos aquí?» —dije.

     Había descubierto algo importante. Levanté la vista más allá, buscando las rocas del muro. Sonreí porque sabía lo que le sucedió al cuerpo de la mujer.

     Emergí del barranco por las barandas ante la mirada de unos transeúntes curiosos.

     —¡Por Dios! ¿Qué hace usted allí abajo? —dijo una mujer gorda y entrada en años, acompañada de un hombre igual de mayor.

     —Trabajos de mantenimiento —repliqué.

     Solté la cuerda y la enrollé alrededor de mi brazo y hombro derecho, y me fui del lugar.

     Volvía a la urbe, y mientras recorría la autopista veía ocultarse a mis espaldas el disco amarillo del sol entre las nubes carmesíes del ocaso.

     Una tonada sonó en el bolsillo izquierdo del interior de mi chaqueta. Cogí el aparatico y lo llevé a mi oído, pero no respondí.

     —«¿Barry, eres tú?» —Sonó una voz de mujer.

     —¿Angie, estás bien? —la reconocí pronto—. ¿Cómo supiste a qué número llamar?

     —«Solo habían dos números en la lista de contactos. Eres el primero al que llamo».

     —Ya veo. Sam piensa en todo.

     —«¿Vendrás a casa?»

     —Verifica si todavía te vigilan.

     —«Sí, Barry, aún están allí fuera. Tendrás que entrar por la escalera de emergencia».

     —Son persistentes. Pero no dudes que llegaré... Te recomiendo que estés atenta a la llegada de tu tío Gregory.

     —«¡Tío Gregory...! Barry, no tengo ningún tío llamado así».

     —Pronto lo tendrás. Te veo esta noche.

     Concluí la llamada y dejé el móvil en el asiento del acompañante. En poco debería de hacer una llamada.

     Hace ratos, desde antes de entrar en la ciudad, las luces de los distantes faroles y rótulos iluminaban como un sembradillo de estrellas artificiales la metrópoli. Los múltiples carteles de neón colgaban parpadeantes en los comercios de las ave­nidas y calles del centro. Sobresalían de las fachadas de las abarrote­rías, de los pequeños supermercados, de las tiendas, las cafeterías y almacenes, bañando la reluciente carrocería del Mustang rojo con dinámicos brochazos sicodélicos. Después, en las zonas menos atractivas y más desdichadas, los rótulos palpitaban llamando la atención para llevar la clientela a los burdeles, bebederos y moteles de mala muerte. Sin embargo, vivían personas comunes y corrientes entre ellos.

     Conduje por varias cuadras en busca de la zona industrial donde vivía mi amigo Samuel MacNamara.

     Cogí el celular del asiento del conductor, y seleccioné el otro número de la lista de contactos. Luego de sonar una vez, alguien respondió:

     —«Si el otro número es de Angie Blake, tú eres Snow. Puedes hablar con toda libertad, amigo —dijo con la voz atiplada—. No me digas que ya vienes para acá».

     —Necesito de tu ayuda, Sam —respondí.

     —«Claro. Ya casi estás aquí».

     Sabía que no estaba adivinando.

     —No quiero preguntarte cómo sabes que voy... Claro. Estás usando el GPS del móvil.

     —«No te enfades, es por el bien de ustedes dos. Si enviaste a tu linda secretaria, supuse que estabas en dificultades. Bueno, la verdad es que lo sé porque he visto las noticias y más lo que me contó ella... Son una mierda tus ex camaradas. ¿Cómo han podido acusarte?»

     La casa de dos pisos, ladrillos desnudos y ventanas de guillotina descollaba de las demás por su blancura. Afuera, un hombre caucásico de treinta años y complexión embutida, envuelto en una bata de cuadros grandes matizados con rojos, semejante a un kimono, me esperaba. Sostenía en la mano un móvil, y, a pesar de encontrarme a menos de dos metros de él, seguía hablándome por el aparato. Pero yo ya había colgado. Con el teléfono aún en el oído, vino a mi encuentro, y solo estando a pocos pasos lo apartó de la oreja y lo llevó al fondo del bolsillo izquierdo de la bata-kimono.

     Aunque a mí me disgustaban esas cosas, Sam, me abrazó con fuerza. Era el único amigo a quien se lo permitía porque nos conocíamos desde la infancia.

     —Caray, amigo, lamento todo esto que te está pasando. No debería de suceder... —dijo como si estuviera dando un pésame. Luego, se apartó y agregó—: Na­die pone en mal a mi hermano. Ven, entra —e hizo un movimiento repetitivo con la mano, invitándome entrar.

     Entramos en su casa. El interior estaba limpio y blanco, y las luces daban una sobre dimensionada brillantez debido a la blancura de las paredes y de todos los muebles; desde el más pequeño jarrón hasta el juego de sala, el comedor y las alfombras, todo era blanco o llevaba mucho de ello. Sam no nadaba en lujos, pero se esforzaba en aparentar tener más de lo que en realidad poseía. Aunque tampoco era ningún asalariado.

     Nos sentamos en la sala.

     —¿Quieres alguna bebida: whisky..., agua? —interrogó.

     —Whisky está bien —repliqué.

     Él llenó el vaso de la botella del mini bar rodante y me la entregó. Luego, se sirvió otro igual.

     —¿Qué necesitas: tecnología..., efectos especiales? —dijo con el mismo tono que usaría un niño planeando una estrategia en un juego.

     —Ambas —respondí—. Necesito que vayas a mi oficina y rastrees cualquier dispositivo sospechoso. Me intriga mucho que ciertas llamadas no fueran registradas por la compañía telefónica. Y eso eliminó una de mis cuartadas.

     —¡Ah! Ya veo. —Mostró una sonrisa torcida y el ceño apretado—. Iré mañana temprano. Sospecho de qué me hablas.

     Estiré el brazo, mi vaso estaba vacío. Sam lo tomó y lo atestó de whisky ámbar. Lo mismo hizo para él.

     —También quiero que me prestes uno de tus disfraces, el de Gregory.

     Samuel depositó el vaso en la mesita del bar y aplaudió entusiasmado.

     —Buena elección, Barry. Enseguida. Pero necesitaré la ayuda de Carola. —Se irguió de un salto y desapareció tras una puerta a un costado de la sala. Unos minutos más tarde, volvía por la misma puerta. Parecía estar desconcertado.

     —¿Está todo bien? —le interrogué.

     —Sí, todo bien. Pasa a mi estudio. Solo estábamos preparando las mezclas y los maquillajes —decía en tanto me llevaba a su estudio, vestido con el mismo atuendo de hace un rato.

     Carola, su hija, me esperaba con una bata de laboratorista junto a una silla reclinable.

     —Carola, estás hermosa —le dije.

     La chica de veinte y tantos años sonrió y me saludó con cordialidad.

     —Rato de no verte, tío Barry. ¿Así que tienes otra de esas misiones encubiertas?

     —Sí, algo por el estilo.

     Estiré mi cuerpo a lo largo de la silla reclinable y me relajé.

     Carola recogió mi cabello con una bolsa de malla, y comenzó a limpiarme el rostro con un líquido volátil oloroso. Sam buscó de un muestrario las prótesis que mejor se adaptarían a mi contorno facial. Una vez la joven concluyó la limpieza, él embadurnó de cola especial las prótesis faciales y las secó con una pistola de aire. Acomodó la primera pieza en mi cara: una nariz. Siguió con los pómulos, y cubrió parte de la frente y el mentón con otras piezas de látex. Carola prosiguió con el arte más fino: arrugar la nueva cara y aplicar el maquillaje apropiado para que el color de la piel fuera creíble. Todo el proceso duró alrededor de hora y media.

     —¿Será Gregory ricachón o pobretón? —preguntó Samuel, llevando en las manos varios juegos de dentaduras: desde la de impecable blancura con o sin monturas de oro, pasando por la de tonalidades grises y amarillas, hasta las con dientes torcidos y mugrosos.

     —El pobre —repliqué, y seleccioné unas prótesis con tono amarillo claro.

     Samuel me entregó la prótesis dental y yo la adosé con firmeza en mis encías, y la modelé ante el espejo redondo situado en la mesa de trabajo próxima.

     Mi cara falsa era tan sutil que podía quitármela y adosármela con relativa facilidad. Pero el rostro solo formaba la primera etapa de todo el proceso, luego le siguió la prótesis corporal, aquellas partes que me darían la fisonomía de un hombre grueso de setenta años. Para concluir, un desastroso traje y una peluca canosa con largos cabellos maltratados.

     Al verme al espejo de cuerpo completo, no pude reconocerme. No era la primera vez que lo veía y siempre me causaba la misma impresión. Mis amigos estaban complacidos y daban el visto bueno a su propia labor. Era la primera vez que Carola ayudaba a su padre a montar las prótesis, pero no era la primera vez que Samuel me ofrecía sus habilidades artísticas. En otras ocasiones había adoptado la apariencia y la personalidad de un vaga­bundo, de una anciana y del mismo Gregory, para hacer inves­tigaciones encubiertas. Samuel deseaba que su hija siguiera sus pasos dentro del mismo campo de los efectos especiales, por eso la adiestró personalmente desde los trece años.

     —Pero, ¿por qué un viejo? —preguntó Carola desconcertada.

     —No pienses que es por alguna malsana afición a la vejez. Es más sencillo que un hombre joven llame la atención que un anciano. Cuando vas de encubierto y disfrazado, no solo el disfraz es lo que cuenta, también la actuación es importante.

     Para dar vida a mi explicación, caminé a su alrededor como un Mr. Rockefeller, y luego como un anciano reumático.

     —Cielos, no te reconozco, tío Barry. Comprendo lo que dices sobre la actuación.

     Me senté en la sala y tomé un par de vasos de agua para poner a prueba la flexibilidad del rostro.

     —Bueno, Gregory, espero que te vaya bien —deseó Sam.

     Carola esbozó una sonrisa y se sujetó las manos. Yo les agradecí otra vez y quise darle un abrazo a Samuel, pero sabía que él se negaría.

     —¿Qué te pasa? —le pregunté.

     —No, nada, es que me recuerdas a mi tía Gertrudis —dijo con las facciones contraídas como si hubiese tragado del más ácido jugo de limón.

     —Ah, tengo una cámara digital estropeada que necesito le des un vistazo.

     —¿Una cámara? Claro, dámela cuando puedas y veré qué hacer.

     —Está en mi casa. Cuando vayas puedes tomarla del cajón del escritorio de mi privado. Ya no tuve oportunidad de cogerla. —Miré a Sam a los ojos—. Es importante, Sam. Están las fotos de los asesinos de Garren Howard. Son una valiosa evidencia... —De pronto algo se me aclaraba—. Eso era... Estaban buscando la cámara...

     —¿Qué quieres decir?

     —Luego del asesinato de Garren, mi oficina fue violentada. Lo atribuí entonces a un caso de vandalismo común, pero estoy seguro que estaban buscando la cámara.

     —¡Santo cielos! Ya veo. Claro que iré tan pronto como pueda... —Contuvo dos segundos la respiración—. Hoy mismo. Descuida. Sabes que soy un genio, y si tiene arreglo pronto tendrás esas fotos.

     Volví al coche. Me vería extraño; un simpático anciano manejando un auto deportivo muy llamativo. Era un anciano con gustos extremos.

     El motor rugió y las ruedas chillaron envueltas en una blanca estela de humo de caucho quemado.

     Al llegar a una esquina, el semáforo en rojo detuvo el reducido tráfico. Una patrulla acababa de detenerse delante del paso peatonal. Decidí parar el coche junto a ella y poner a prueba la efectividad del camuflaje.

     El uniformado que conducía la unidad giró la cabeza ysu mirada se detuvo en mí. Aproveché el momento, le sonreí y moví los dedos dela mano derecha para saludarle. El oficial me devolvió el saludo tocándose la visera de su quepis, mostrando un rostro serio. El semáforo cambió a verde y cada coche siguió por sucamino. Había pasado con éxito la primera prueba de fuego.

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