Acto 11

Siguiendo el plan, Angie abandonó el apartamento a la hora acostumbrada. Aparté la cortina ligeramente y vi cuando ella bajaba por las gradas de acceso del edificio, caminó por el andén y cruzó la calle ignorando la presencia de los detectives a bordo de la patrulla encubierta, y siguió rumbo a la parada de autobuses de la avenida principal.

     Uno de los agentes salió del coche por el lado de la acera y miró el tercer piso por unos segundos. Pro­bablemente al constatar la ausencia de habitantes, volvió a meterse al vehículo y el conductor arrancó, alejándose en la misma dirección tomada por Angie. No reconocí al hombre que se había asomado por encima de la patrulla, intuí entonces que podría ser del FBI.

     Cuando los federales partieron, y tras verificar la ausencia de más sujetos con traza de policías, decidí que era tiempo de irme. Algo de prudencia nunca sobra. Abrí la puerta y revisé el corredor, permanecía desierto. Abandoné el apartamento, y descendí con cautela por las lustrosas gra­das tapizadas hasta la planta baja. Me calé el sombrero antes de salir e ir en busca del Mustang.

     Pensaba hacerle una rápida visita al cantinero del Bar del Pescador, pero no quería llegar con las manos vacías. Tal como decía mi amigo Jerry: "un cantinero es una buena fuente de información". Pero debía visitar primero a mi viejo amigo, Charles Scob, ex dibujante de la corporación, para que me esbozara un retrato de la misteriosa mujer.

     Llevaba una molesta espinita, de esas que punzan cuando se sabe que algo no está bien hecho, cuando alguien no ha hecho bien su trabajo y se ha saltado algunos pormenores. Bueno, el bombero al no encontrar un cuerpo embadurnado en las escarpadas paredes, ni en el fondo del barranco, adoptó la posición de que todo se trataba de un cuento chino de mi parte. Cualquiera habría asumido lo mismo menos yo. Si un amigo te asegura que ha ocurrido algo y tú lo conoces muy bien, sabes que existe la probabilidad que no te está mintiendo. Al menos eso es lo que yo hubiera sostenido. Pero los demás no se tratan de mí, y, por tanto, debía de hacer en persona esta experticia.

     Treinta minutos tardé en llegar donde Charles. Él vivía en la zona suburbana de Chicago, no muy lejos del centro de la ciudad.

     Crucé el pasto verde y húmedo de su patio. Teníamos un par de años de no vernos y yo no sabía qué tan enterado estaría de los sucesos recientes. Charles Scob, disfrutaba de su jubilación desde hace cinco años en medio de una sepulcral tranquilidad, de los cuales solía quejarse cada vez que nos reuníamos. Según él, un cangrejo tenía mejor vida social. Viudo de hace veinte años y con los hijos en otras ciudades, la pasaba cultivando plantas en su gran patio, así lograba mantenerse ocupado.

     Oprimí el pulsador del timbre pero éste no sonó, por lo que tuve que propinar un par de golpes duros a la puerta. Charles no me hizo esperar mucho. Desde adentro venía haciendo bastante ruido al caminar en el piso de madera. Los pasos cesaron de repente. Me coloqué delante del visor de la puerta, sabía que él miraba por el pequeño cristal. Hubo un breve silencio tras el cual sonó el pestillo del cerrojo.

     —Volvemos a vernos, Barry —dijo al momento de abrir la puerta—. Anda, pasa —dijo haciendo un leve movimiento con la cabeza.

     Charles dio la vuelta y caminó. Dejó que yo cerrara la puerta. Le seguí hasta la sala de estar en la habitación contigua. La casa no era muy grande, era justo lo que un oficinista técnico pensionado de la policía podía pagar.

     Esperé a que hiciera algún comentario acerca de la muerte de Land Scolato.

     —Creo que nuestras ocupaciones habituales ya no nos permitieron vernos, Charles —le expresé.

     —En fin, no importa. Me alegro de verte de nuevo —dijo, y se acomodó en su sillón favorito—. Pero no te quedes allí parado, siéntate. No crecerás más por mucho que quieras —bromeó.

     Me senté en una silla frente a él.

     —Venía a pedirte un favor —dije.

     —¿Un favor? Si es de dinero, no tengo —esbozó una vieja sonrisa de buen humor—. Pero sospecho que no se trata de eso. No me pedías nin­gún favor desde que trabajábamos en la cor­poración.

     —¿Qué sabes de Scolato? —interrogué—. ¿Sabes que fue asesinado?

     Si quería su ayuda debía decirle con quién estaba conversando y en lo que se metía.

     Charles puso cara de sorpresa y de regocijo.

     —No. Hasta donde sabía estaba en la prisión... Oh, ya entiendo, ¿fue asesinado en la prisión?

     —No. Él salió libre hace unas semanas... ¿Qué no ves los noticiarios?

     El sexagenario levantó los hombros mientras hacía un gesto dubitativo con el rostro y las manos.

     —Dime quién lo hizo para entregarle una medalla —dijo con sarcasmo—. El infeliz que lo hizo es un héroe.

     Sonreí pero sentía pesadas mis comisuras.

     —Estás viendo a ese infeliz.

     —¡Oh! De haberlo sabido, no te habría llamado así. Te habría llamado cabronazo... Dime que fue legal.

     —Fue legal, pero soy el único que lo cree. Por el momento, toda la fuerza de Chicago y los federales me persiguen. Por eso necesito de ti. Hay una mujer a la que debo encontrar. Ella es una pieza clave en todo este asunto.

     —Bien, ¿qué esperamos? Ven a mi oficina. —Charles se levantó y me condujo. En el escritorio del pequeño cuarto, tenía un ordenador de mesa. El viejo ex policía ocupó la silla y con la misma agilidad de un mozuelo, tecleó en la consola—. Tengo ciertos programas que son tan buenos como los que tenía en mi antigua oficina. A ver —dijo luego que apareciera una serie de ventanas, imágenes e inscripciones en la pantalla—, ¿cómo es la mujer que buscas?

     —Su rostro es del tipo cuadrado. —Charles manipuló el programa; en la pantalla se generó el contorno de una cara con la especificación que le di—. Sí, un poco menos ancha de aquí. —Otro movimiento más en la consola y el rostro cambió de forma—. Eso está mejor... Ahora, la nariz es así como esta... —Señalé una de las imágenes enlistadas en el lado derecho del monitor.

     Poco a poco, y según mis instrucciones, el viejo operador de computadoras recreó el rostro de la mujer del mirador.

     —Solo un último toque —dijo Charles—. El for­mato que le da realismo a esto: el 3D. —Y eligió una de las opciones de la pantalla, el dibujo plano se transformó en una fotografía en tres dimensiones que él pudo manipular en el espacio virtual. Semejaba una cabeza real.

     —¿Qué dices?

     —Es ella. Bien hecho, amigo —Le dije, convencido de que seguía siendo el mejor dibujante de la corpo­ración—. Dame la impresión.

     —En seguida, jefe... Si tuviera acceso a la red del Departamento de Policía, podría cotejarlo con los registros. Es una pena que ya no pueda... Y el nuevo que me reemplazó es un cabrón que nunca nos dejará usar mi equipo... Es una pena.

     La hoja con la foto de la mujer emergió de las entrañas de la impresora; yo la tomé.

     —Sí, es una pena... —miré la impresión—. Te debo una, Charlie. Ahora debo ponerle un nombre a nuestra descono­cida.

     Charles me acompañó hasta la puerta. Nos estrechamos la mano.

     —Espero verte pronto, Barry —dijo—. Hazme un favor: no te dejes atrapar ni agujerar el pellejo.

     —Nos veremos pronto, Charlie —me despedí, y me marché por el camino de cemento desde el porche de su casa hasta la acera.

     Llegué al coche, tenía fija la idea de comenzar desde el principio, y mi principio era el Bar del Pescador, así pues, me dirigí al sitio. Debía cruzar parte del centro para llegar, es decir, debía cuidarme las espaldas tanto de los matones de Scolato como de la policía.

     A las diez y treinta minutos me hallaba en el bar. A esta hora todo se veía distinto, con un aire más parroquiano y menos oscuro e ilegal. Me preguntaba si encontraría al mismo cantinero. Recapacité que un lugar así no podía correr el riesgo de contratar a muchos empleados por cuestiones de seguridad, por tanto, allí estaría.

     Por coincidencia me senté en la misma banca de la vez anterior. Las demás estaban ocupadas por hombres y mujeres que bebían y charlaban. La atmósfera se llenaba de decenas de voces y risas y humo. A pesar del perenne cierre de las cortinas, la luz del día inundaba a duras penas el ambiente.

     Como lo imaginé, el mismo hombre servía tras la barra.

     —Deme un vaso de J&B —le indiqué, quitándome el sombrero y dejándolo en el mostrador. El cantinero me observó como a un bicho raro, y un instante después sirvió la bebida en el pequeño vaso que sacó de abajo del mostrador. Yo lo tomé y lo bebí de un solo trago—. Deme otro.

     Luego de entregarme la segunda bebida y seguir viéndome de la misma manera, dijo:

     —Usted ya ha venido aquí antes. —Yo no respondí y continué bebiendo tranquilamente del vaso—. Sí, ya lo recuerdo. Usted vino preguntando por cierta persona una noche... Al día siguiente vino la policía preguntando por us­ted. —Torció las comisuras de la boca, como haciendo una pequeña mueca de burla—. Al parecer encontró a quien bus­caba.

     —Está equivocado, amigo —repliqué, depositando el vaso seco en la tabla del bar—. Aún busco a la misma persona. Quizá usted... —Cogí del interior del bolsillo la hoja doblada de papel—. Quizá usted haya visto a esta mu­jer antes.

     Desdoblé la página y se la acerqué sobre el mostrador.

     —No —replicó de mal modo, sin ver el retrato.

     —¡Mírela bien! —le ordené. Mi tono rudo le obligó a obedecer—. ¿La ha visto?

     El hombre no inmutó las facciones del rostro.

     —No creo conocerla —respondió.

     Yo sabía que él mentía. Cuando estiré la mano para tomar la foto, el hombre de la banca contigua la cogió y dijo con voz desvaída:

     —Espere. —El sujeto jaló el retrato y lo miró por unos segundos—. Se parece a... —Su alocución fue interrumpida por un pujido bastante perceptible del cantinero.

     Miré de reojo al cantinero; su cara expresaba irritación, pero luego se relajó; limpió el mostrador con un trapo y miró para los lados procurando ignorarnos; al menos fingía que nos ignoraba.

     —¿Y bien, sabe quién es ella? —interpelé de nuevo al hombre.

     Este, que también había entendido la seña del cantinero, dijo:

     —No, no es ella... Me equivoqué. Lo siento... Bien Harvis, vendré después.

     Cogió su sombrero del mostrador y se fue.

     —Supongo que usted tampoco lo va a recordar.

     El cantinero frunció el semblante.

     —Amigo, yo no sé nada. —Insistió en su negativa.

      Doblé la página y la eché dentro de la chaqueta.

     Cogí mi sombrero y me levanté dejándole el pago exacto de la bebida.

     —Hoy no hay propina —le dije.

     A unos pasos de la entrada del bar, el hombre que bebía en la barra me abordó.

     —¿Qué me daría si le digo quién es? —dijo acercándose por un lado.

     El hombre vestía una maltratada chaqueta beige que, al parecer, nunca vio una tintorería. Su rostro demacrado por la bebida tenía varios días de no sentir el filo de una rasuradora, y su desaliñado cabello castaño mostraba una torcida línea al lado derecho.

     —Depende —respondí.

     —¿De qué?

     —De qué tan cierta es la información.

     —Bueno, tiene razón. Nadie pagaría por algo que no es cierto. No sé cómo se llama pero le diré que la he visto aquí antes. Enséñeme la foto. —Una vez en sus manos la ojeó bien—. Pero este cabello no es el de ella. El de ella es rubio y es más corto... hasta aquí. —Se llevó las manos a la altura de la nuca para enseñarme que tan corto era.

     A pesar de las copas extras, su historia sonaba verídica.

      —Si lo que dice es verdad —le dije—, le daré esto. —Le enseñé un billete de veinte dólares.

     —Deme cincuenta y no solo le diré cómo se llama, sino que le diré dónde encontrarla.

     —¿Cómo sé que no miente?

     —Pues no tengo cincuenta dólares ahora, pero mañana sí los tendré. Para mí eso es bastante... Véngase mañana, le prometo que le diré lo que usted quiere saber. —Cogí la hoja y la plegué para guardarla en el mismo bolsillo—. ¿Qué le parece si nos vemos en el parqueo al pie de aquel poste de lámpara de en medio, como a esta misma hora?

     —Bien. Lo buscaré mañana, a las diez y media al pie del poste en el centro del aparcadero. Espero que no me engañe porque detesto las tretas.

     —Le prometo que aquí estaré. Confíe en mí.

     Las agujas del reloj marcaban las once más un cuarto. Angie ya debía estar en el lugar acordado. De suerte que el congestionamiento era ligero y la luz verde de los semáforos fue indulgente. En cuestión de pocos minutos, arribaba al Centro Comercial.

     Como siempre, Angie se encontraba puntual en su puesto. Lucía preocupada, sentada en una de las mesas de la cafetería Stella's Place. Cuando me avistó, su rostro se iluminó.

     —Siento la tardanza, pero pasé por otro lugar antes —le expliqué.

     —No importa, me alegro que estés aquí —dijo—. No sé tú, pero tengo hambre. Todo esto me pone muy tensa y hambrienta.

     —¿Aún no has pedido nada?

     —No. Saber nada de ti me afligía y no quería comer todavía.

     —Está bien. Puedes calmarte. Ya estoy aquí, y yo también tengo hambre.

     Llamé a una de las meseras, y esta vino pronto. Nada más pedimos algo ligero para comer y un par de cafés negros.

     —Cuéntame, ¿cómo te fue? —le pregunté.

     —Fue sencillo —respondió mientras probaba un poco de esa comida vegetariana que le fascinaba—. Aunque creo que ellos saben que yo sé que me vigilan. Tú entiendes lo que quiero decir. Pero no creo que se sepan que me les escabullí.

     —¿Te aseguraste que no te perseguían?

     —Sí, así como me explicaste: por la salida de emergencia y por atrás del callejón, luego tomé un taxi al otro lado de la cuadra, y, después, otro taxi. —Ella jugó con el tenedor y la comida, y sonrió—. Antes de escabullirme, me aseguré que estaban en el mismo puesto. Uno de ellos salió a comprar donas y café a la cafetería de la vuelta y se quedaron dentro del coche.

     Mastiqué despacio, no quería perderme del cuento.

     —Dios, si sigues así me dejarás sin empleo. Pensaste hasta en lo más mínimo. Y eres tan minuciosa que hasta supiste lo que desayunaron. —Me sorprendía su astucia.

     —Pasé por donde Samuel, él me dio dos móviles. Así que aquí los traigo. Él está al tanto de tu situación y dice que puedes contar con su ayuda como siempre. Dijo que puedes llegar cuando quieras, que estará esperándote. Y pasé a comprar lo que me encargaste. Casi gasté mil cien dólares, mis únicos ahorros.

     —Lo lamento, pero te los repondré en cuanto arregle mi situación. El problema es que no podemos usar las tarjetas de crédito porque...

     —Sí, lo sé, porque pueden rastrearte por medio de ellas. No me importa poner de mi dinero, pero cuando esto termine tendrás que aumentarme el salario.

     Angie cogió del suelo una maleta de cuero y la arrastró aproximándola a ella; extrajo los celulares y me los entregó.

     Hice un espacio en la mesa y deposité los aparatos allí.

     Ella siguió sacando cosas de la maleta, y algunas por su tamaño tuvo que dejarlas adentro.

     —Un arnés y una soga para escalar, y... un chaleco antibalas de Kevlar reforzado, con capacidad para detener la bala de una mágnum hasta a cinco metros de distancia. Viene con la garantía por diez años del vendedor. —Su rostro expresó desconcierto—. No me digas que esperas que alguien te dispare, Snow.

     —Angie, es solo precaución. Además, no sería la primera vez que alguien quiera tomarme de blanco. Sabes que es parte de mi trabajo.

     Pienso ahora que lejos de animarla hice lo contrario.

     —Es que no me gustaría que te pase nada malo, especialmente ahora que empiezo a creer que siento algo por mi jefe —dijo como si hablara de otra persona.

     —Creí que el beso en tu apartamento solo había sido un arrebato... No sabes además que, según los casos que he llevado, no es buena idea que un jefe se inmiscuya con su secre­taria —dije.

     —¿Sí? No lo sabía. Pero, ¿no será que es así porque solo has trabajado en los casos negativos? Quiero decir, en los que habían intereses de terceros: una esposa, un esposo y... amantes.

     Pensé en su hipótesis.

     —Podría ser. En nuestro caso, ni tú ni yo estamos involucrados con terceros. Comprendo lo que dices.

     Pero yo estimaba otra posible situación adversa, como la inconveniencia de que compañeros de trabajo tuvieran relaciones románticas y surgieran discordias sentimentales. Estos desacuerdos terminan por afectar tanto la vida privada como laboral de los involucrados.

     —¿En serio, crees que mi beso solo fue un arrebato de mi parte? Además, no fui yo quien te jaló por el brazo y te besó, querido jefe —me recordó los hechos.

     Ella tenía razón otra vez.

     —Sí, el del arrebato fui yo —confesé—. Y como te dije: era un deseo que tenía de hace rato. Estoy seguro que tu jefe también siente algo más que amistad por ti... ¿Qué crees?

     Yaque ambos nos habíamos desembarazado al dar a conocer las emociones por elotro, sentía que valía la pena arriesgar nuestra relación de amigos o de jefesecretaria. Sí, Angie valía el riesgo.

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