Acto 10
Fue mi mano la que apuntó el arma y jaló el gatillo, pero alguien me manipuló para hacerlo, y a Scolato también. Y, ahora, la pregunta del millón es: ¿quién se beneficiaría con Scolato fuera del juego? Durante los años de su encierro en prisión, Land Scolato, debió dejar a alguien a cargo de los negocios lícitos así como de los ilícitos; lógicamente no podía ser el mismo o los mismos individuos. Los negocios dentro de la ley quedaron protegidos por la firma de abogados quienes con artimañas legales, demostraron que no provenían del dinero negro. En tanto a los negocios turbios e ilícitos desbaratados por la policía y el FBI, la justicia no pudo relacionarlos con el gánster. Pero Scolato no había sido mandado a prisión a purgar una condena de cadena perpetua por tráfico de drogas y armas, sino por el asesinato de la familia de un detective. Se sospechaba que él seguía controlando los negocios del inframundo criminal por medio de los abogados de la firma y de otros secuaces.
Me senté frente a ella, sobre la mesita. Angie se encogió en el sillón apoyando las manos en los brazos del mueble, abrió los ojos y estuvo lista a escuchar.
—Quiero que hables con Sam, pero por ningún motivo uses tus teléfonos porque pueden estar intervenidos, debes ir directamente hasta su casa y dile que te de los celulares irrastreables y los traes pronto. Dile que mañana le visitaré. Además, pasarás a Security Store y me traerás esto que te anotaré. —Por costumbre me registré las ropas intentando encontrar algo en qué apuntar—. ¿Tienes...? —interrogué al caer en la cuenta que la gabardina no era mía.
Angie se volteó sin levantarse del sillón, y alcanzó su cartera tirada a un lado del mueble que ocupaba; cuando estuvo en sus manos revolvió el interior y sacó una libretica y un lápiz del mismo tamaño que su dedo índice.
—¿Te sirve esto? —Estiró el brazo para dármelos.
Ella no dejaba de sorprenderme; siempre tenía todo a la mano. En ocasiones me daba la impresión que también sabía leer mis pensamientos.
Tomé la libreta y el pequeño lápiz e hice las anotaciones.
—Necesito que me traigas unas mudas de ropa y otras cosillas. —Ella asentía moviendo el mentón.
Le devolví la libreta. Angie la cogió y la leyó mentalmente. Parpadeó un par de veces y dijo:
—Parece que irás de paseo a las montañas.
—Sí, aunque no será una salida recreativa.
—¿Y este chaleco antibalas...?
Hice de cuenta que no escuché su última pregunta.
—Ya que te he convertido en mi cómplice, creo que te debo una historia.
Y la puse al día con los pormenores del asunto. Para acabar con su estrés, también conversamos de otras cosas. La curiosidad por saber quién era el del retrato me hacía bolas la cabeza, a pesar de eso no pudo más que la mesura..., por el momento. Si comenzaba a interrogarla se daría cuenta que le estuve husmeando sus cosas.
La velada llegó a su final.
Ella bostezó poniendo los nudillos de la mano derecha en su boca medio abierta, mientras estiraba el otro brazo y encorvaba su tórax a la izquierda, adoptando la pose de una bella escultura. Luego, deslizó las dos palmas por las sienes haciéndose el cabello para atrás.
—Dormiré en el sofá —dije viendo aquella sensacional imagen.
Ella entrecruzó los dedos de las manos, y así las dejó en su regazo, en la falda de su vestido color castaño; me miró con una sonrisa soñolienta y los ojos entornados.
—No, Barry —replicó—. Dormirás en la habitación... No en la mía, claro. En la habitación de huéspedes —se apresuró a rectificar.
—Claro. Oye, estaba mirando esa foto. —Fingí que recién la descubría—. ¿Eres tú y... un hermano? —La curiosidad pudo más que la mesura.
Ella volvió el rostro en dirección del estante. Se levantó y caminó en busca del retrato del tercer nivel, la cogió y, por un instante, sus ojos la contemplaron con cierto brillo. Movió el rostro hacia mí, y una inflexión se dibujó y evaneció en sus labios.
—No... —dijo con la voz suave—. Es Larry. Fue mi novio... Pero hace años.
—¡Oh! —Meneé la cabeza de arriba abajo con resiliencia.
—Fue hace años, Snow. —Ella reclinó la cabeza mirando el retrato—. Él se fue a la guerra en Medio Oeste, hace años y no volvió... Pero ya lo superé... Él era un chico muy atractivo y... muy divertido... Era una buena persona. —Aunque hablaba en tiempo pasado de Larry, por su entusiasmo parecía que él estaba aquí—. Era un hombre diestro con las artes marciales: sabía de karate, aikido, Jiu-Jitsu y no sé cuántas más.
Angie se puso de espaldas a los estantes y noté que mientras sostenía con la izquierda el cuadro de ella y su ex novio, con la otra manipulaba algo por la espalda. Se meneaba extraña pero yo sabía el porqué.
—¿Sí? Era todo un atleta —afirmé—. Ah, y ¿las demás son fotos de la familia?
—Sí —se apuró en responder—. Pero te aburrirás si te hablo de ellos. Además, ya es noche para mí y tengo mucho sueño. Ya debería acostarme. —Dejó el retrato de Larry en el mismo lugar y comenzó a caminar de retroceso con la mano derecha todavía oculta en la espalda, haciendo unas muecas muy curiosas—. Son de mi madre y hermana, y..., ya las conoces. No tengo nada nuevo que decirte. Además, debo levantarme temprano para ir al trabajo. —Cuando estuvo varios pasos alejada de mí, dio la vuelta de modo que se pasó la mano para adelante sin dejarme ver lo que llevaba. Miré en el estante; faltaba mi retrato del "Jefe gruñón". Su actitud me pareció divertida—. Buenas noches, Snow —se despidió.
Ella entró en el dormitorio y reclinándose por atrás de la hoja de madera de su habitación, sonrió y se volvió a despedir con las "Buenas noches". Cerró la puerta despacito. Yo entré en el dormitorio contiguo, el de huéspedes. Por lo mismo de antes, no encendí las luces. Moví la cortina y di un vistazo por la ventana, la patrulla seguía allí afuera estacionada en el mismo sitio. Me arrojé en la cama y al cabo de un rato de ver el cielo raso me quedé dormido.
Cuando Angie se despertó, salió de su habitación tambaleando. Venía con el cabello hecho un nido de pájaros, sin un ápice de maquillaje y todavía adormilada; con una pijama de dos piezas y enfundada en una bata medio amarrada con el cordón. Supe que no recordaba mi presencia en su apartamento por la cara de sorpresa en que se transformó su semblante de ojos achinados por el sueño. Tras la impresión al verme metido en su cocina, se pasó la mano por los cabellos desaliñados, apenada, esforzándose por arreglarlos un poco. Luego, con una sonrisa forzada procuró esconder la vergüenza de mostrarse con su desastroso aspecto matutino. Yo había visto peores cosas. La vi venir a la cocina, a pesar de la renuencia de sus pies a proseguir caminando. Venía arrastrando las afelpadas pantuflas en la lustrosa madera. Pienso que en su cabeza ella debatió si dar la vuelta y correr de regreso al cuarto. En lugar de eso, se dedicó a reírse y pedirme disculpas por haberse dejado ver en tales fachas.
—Veo que ya descubriste en dónde están las cosas. ¿Qué cocinas? —dijo, acercándose.
Yo levanté los hombros, y respondí:
—Café. —Le mostré la cafetera conectada a un lado de la estufa—. Y huevos con jamón. —Cogí la sartén por el asa y le enseñé—. Bueno, no fue difícil encontrar la cafetera y el café en la alacena y los huevos y el jamón en la nevera. Casualmente yo también las guardo ahí mismo. —Trasladé la sartén a la mesita de servicios en donde ya había dispuesto dos platos y un par de tazas. Eché en los platos un poco de la sartén y la dejé de nuevo en la hornilla de la cocina. Tomé la cafetera y vertí la bebida en las tazas.
—¡Huele rico! No sabía que podías cocinar. —Me aduló. Se sentó y esperó que yo la acompañara.
—Cuando un hombre vive solo debe aprender a hacer algunas cosas. Te aseguro que soy un experto en hacer café y huevos con jamón.
Me senté y le dimos entrada al tenedor. Dejamos pasar el tiempo para desayunar tranquilos, después, ¿quién sabía lo que vendría?
Como solo había una ducha, Angie se metió primero. Yo me senté en el sofá a esperar que saliera; así cogí el periódico de ayer, doblado en la mesita de sala. Como parte de la noche la pasé en vela vigilando a los de la patrulla encubierta, estaba algo adormitado. Debían tener fuertes indicios de que vendría como para dedicarme una unidad de vigilancia a tiempo completo.
—Saldré pronto —me dijo, yo asentí y continué leyendo el periódico.
Trataba de leer las noticias de hace varios días pero me sentía inquieto, presentía que algo iba a suceder.
—Snow —dijo la voz de Angie, o creí escucharla porque sonó suave, ahogada—. Snow, ¿puedes venir? —dijo indecisa aunque más audible.
Dejé el periódico en el sofá y mis pies me llevaron hasta la puerta. Acerqué el oído para escuchar mejor.
—Angie, ¿dijiste algo? —pregunté a través de la hoja de madera. No hubo respuesta.
Cuando me disponía regresar al sofá ella habló:
—¿Puedes hacerme un favor?
—¿En tanto no sea asesinar a alguien? —respondí.
—No, nada de eso —replicó desde el fondo del cuartico de baño—. Pasa... Pasa, por favor.
Nunca rechazaría una invitación así. Mis dedos rodearon el pomo y abrí la puerta despacio; esta no tenía seguro. Asomé la cabeza primero. La opaca cortina de vinyl blanco estaba corrida a un lado, y ella permanecía sumergida en la tina bajo una espumosa nube blanca. La cabeza con el cabello arrollado para no mojarlo, era lo único que sobresalía de la espuma. Al verme cruzar por el umbral del baño, tragó saliva y un suspiro escapó de lo profundo de su pecho.
—¿Qué puedo hacer por ti? —pregunté perplejo.
—¿Puedes...? —No terminó la pregunta. Caminé hasta ella, hasta su blanco lecho de espuma y me quedé parado a un lado de la tina, delante de ella que me miraba con sus ojos celeste océano—. ¿Puedes ayudarme a lavar mi espalda? ¿Si no es una molestia? —preguntó—. Es que mi cepillo de mango ya no sirve —se excusó con timidez—. Y se me olvidó comprar uno nuevo... ¿Me harías ese favor?... Es que no alcanzo...
—¿Con qué lo hago? —pregunté.
Y ella trajo del fondo de la tina una mano con una pequeña toalla para lavarse. Yo la tomé. Nos mirábamos a los ojos. Dos segundos después de estar en esa conexión visual, ella se volteó del otro lado de la bañera y posó los brazos en su redondeado borde, y apoyó la mejía derecha en el dorso de la mano que había quedado sobre la otra, dejando ver su pálida espalda de seda. Sumergí la toalla en el agua jabonosa, la escurrí con las dos manos y la deslicé en su nuca y hombros. Su suave respiración y serenidad denotaba un estado de complacencia. Hundí la toalla en el agua, la estrujé y lavé la curva de su espalda, la columna vertebral y sus costados. Minutos después de contemplar aquella bella escultura y acariciar la tersa piel con la toalla, apoyé las manos en el borde de la tina y me recliné para besarle el hombro izquierdo, cerca del cuello. Ella se volteó despacio con las cejas encorvadas para arriba y la mirada taciturna.
—Gracias —susurró, y con los ojos entornados me echó los brazos alrededor del cuello y me atrajo. No sabía, hasta ahora, qué tan bien caben dos personas en una misma tina de baño.
La voz de Angie me despertó del sueño. Recordé entonces que, luego del desayuno, ella dijo que se tomaría una ducha rápida, y me recosté en el sofá a esperar que ella saliera para luego ducharme. Pocos segundos bastaron para quedarme dormido. Me sorprendí de lo mucho que mi subconsciente pensaba en Angie, y de mis fantasías con ella.
—¿Puedes hacerme un favor? —dijo.
Me levanté tal como sucedió en el sueño y pegué la oreja a la puerta.
—Sí, ¿qué puedo hacer por ti?
—Pasa por favor —dijo. La puerta se separó del marco un poco.
Suspiré y, pensando en lo que vendría después, terminé por entrar de una vez.
—¿Qué puedo hacer por ti? —suspiré.
Ella me miró con cierta pena dibujada en sus ojos.
—No quiero que creas que solo me quiero aprovechar de ti, pero los plomeros cobran mucho... Solo quería saber si puedes arreglar el lavado porque se ha tapado desde hace tres días.
Angie estaba parada a un lado del lavado con la bata puesta y una toalla enrollada como turbante. En la mano izquierda apretaba una llave Stillson sacada de quién sabe dónde.
Suspiré procurando no evidenciar mi triste desilusión.
—Claro —respondí tras reponerme—. Son otras de las cosas que todo hombre debe saber: arreglar lavados. —Cogí la llave y eché mano a la obra.
Algunas cosas de Larry permanecían guardadas por allí, y Angie las había vuelto a la vida. Recuerdos de aquellos días que tal vez procuraba olvidar o, al menos, no recordar. Me entregó unos pantalones y camisas de él.
—Eres de su misma talla —observó—. No lo había notado... Alto y fuerte como él.
Terminé de ajustarme el cincho del pantalón.
—Pronto te lo devolveré —le dije.
—No te preocupes... No sé por qué lo guardaba —intentó sonreír. Al parecer algo de aquel tipo todavía no la abandonaba—. Pero bien. A ver, repasemos tu plan: Iré a la oficina como de costumbre a las 9:00 a.m., solo que esta vez saldré por la puerta trasera y buscaré a Samuel en su casa. Él me entregará un móvil con bloqueador, mismo que te entregaré después en el Centro Comercial Chicago Ridge Mall como a las 11:30 a.m. en la cafetería Stella's Place. Pero antes de eso debo comprarte lo que me detallas en la lista. Sobre eso, entiendo que te irás de alpinismo.
—No olvides decir a Sam que pronto le veré.
—Bien, debo irme ahora —dijo Angie. Ella vaciló. Al parecer quería expresar algo, pero no sabía cómo hacerlo, o era algo sin importancia—. Snow —se animó—, solo quería decir que... cuídate mucho. Yo... —Me miró a los ojos—. Quería darte esto. —Metió la mano en el interior de su cartera y sacó un objeto color negro—. Una vez me dijiste que debía cuidar mi seguridad personal, entonces yo compré esto.
Tomé el arma, una pistola Pietro Beretta.
No quise preguntar desde cuándo la cargaba en su cartera junto a sus cosméticos.
—Supongo que sabes usarla.
—Claro —replicó con serenidad—. Fui a un par de clases de tiro. Bueno, fueron varias sesiones... El instructor dijo que había aprendido muy rápido. Pero, no creo poder dispararle a una persona, y tú la necesitas más que yo... Bueno, Snow, tengo que irme ya. —Ella se sobó los nudillos de la mano izquierda y movió la cabeza como disculpándose por marcharse—. Nos veremos pronto.
Le eché un vistazo al arma y la dejé en la mesita de la sala. Cuando ella dio la vuelta para marcharse la tomé de la mano y la hice volver a mí. Antes que ella pudiera reaccionar, le di un beso en los labios. Aunque tan solo duró un instante, sabía que me estaba desahogando de muchos años de desear hacerlo.
—Angie, no sé por qué he esperado tanto tiempo para besarte. —La vi a los ojos y encontré en ellos una mirada de perplejidad. Sin duda la tomé por sorpresa—. ¡Demonios! No me digas que eché a perder nuestra relación de amigos, o de jefe secretaria —dije con la voz y la mirada adusta.
Ella siguió silenciosa como una lápida. Parecía explorar con sus ojos celestes cada parte de mi cara.
—No —exhaló de su garganta—. No, no lo has hecho.
Y sus labios se posaron con ternura en los míos. Nos abrazamos con fuerza, pero pronto nos soltamos por no ser la ocasión perfecta para el romance.
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