23. Respira
Sábado, 6 de Junio de 2015.
DEAM
No debí haber perdido la paciencia con lo de Abel.
Actuar como un maniático celoso sólo logrará que me deteste más de lo que ya hace. Sin embargo, saber que mi primo conoce tan perfectamente su cuerpo para elegir su ropa me da un mal sabor de boca.
Es la primer vez que siento deseo de arrancarle la ropa a una mujer por algo que no sea sexo después, pero he de confesar mi crimen por los celos aún sabiendo que no tengo derecho de estarlo.
Estoy celoso y lo admito.
Me recuesto en el asiento de copiloto mientras sigo esperando a Judith. Justo después que entró corriendo a la tienda la había seguido para cambiarme, de eso hace veinte minutos y aún no sale, ¿qué tanto hace?
Por el parabrisas oigo la risita cálida de Esther, su cabello dorado moviendo por el viento, vaqueros cortos con peto, sentada en el capo, el cuerpo encorvado, balanceando las delgaduchas piernas sobre el suelo mientras está en plena conversación con Lua. Con aire pensativo, la examino con mirada crítica. Es guapa. Segura de sí misma, con curvas voluptuosas, la piel suave, ojos brillantes y piernas largas, de esa que dejan claro que son capaces de rodear a un hombre con fuerza.
Dicho de otra manera, Esther tiene un gran atractivo sexual. Una aura. Un je ne sais quio que llama la atención de todo el mundo y excita a los hombres. Con razón tiene tan loco a mi primo. Pero no tiene lo que yo busco y estoy convencido que sólo una persona lo tiene.
He entendido que la belleza por si sola, carece de sentido.
No es belleza absoluta, sino la completa una mujer.
La sensualidad unida a la inocencia y acentuada por el atrevimiento es lo que busco.
Tengo claro lo que busco. Y lo más importante: en lo más profundo de mi ser, sé a quién quiero. Belleza, inocencia. Deseo. Éxtasis. Oscuridad. Una mezcla perfecta para capturar en una obra de arte, o en una fotografía.
¿Qué clase de mente enferma admiraría algo así?
Pero enseguida algunos entienden que esa sensación de cosquilleo en la piel al ver eso, es contagioso y fascinante, que encontremos conexiones con el extraño placer que produce ver este tipo de creación, dispuesto a generar en nosotros sentimientos oscuros, emociones fuertes, sensaciones desconocidas. Sumado al misterio de la crueldad.
Y descubrimos esa parte de nuestro yo interno que quizás nos da miedo.
Ese que está oculto dentro de nosotros y tememos desatarlo.
¿De qué sirve el miedo si no lo puedes usar a tu favor?
Desvío la mirada al escuchar unos pasos y veo a Judith acercarse.
Lleva una camiseta rosa sin mangas y pantalones vaqueros cortos, se mueve de forma fluida, sin pensar, con aquellos ojos que son capaces de penetrar hasta el alma de un hombre. Todo eso coronado por la sonrisita burlona y el sensual contoneo de sus caderas. Viene hacia nosotros con el cabello en dos colitas ondeando por el viento al estilo Pucca.
Es una contradicción. Sexual, pero recatada.
Sexy, pero dulce.
Es tan ardiente como el pecado y al mismo tiempo fría como el invierno.
—¿En serio te interesa para algo más que ser tu amigaplaya? —dice Esther.
No la he oído abrir la puerta del auto, tampoco cuando la cerró para sentarse en el asiento de piloto, pero su voz no me sobresalta. Hace mucho que perdí aquella sensación.
—¿Amigaplaya? —pregunto, alzando una ceja.
—Ya sabes, como cuando vas a la playa —explica ella.
Siempre me ha gustado la playa por tres razones; la playa es honda, profunda y salada, pero solo voy por diversión. Rara vez vuelvo dos veces al año.
Oh, ya entiendo.
—Sí —una sonrisa callada se extiende por sus labios.
—Si le vas a corta el nombre nunca en la vida se te ocurra llamarla Jude. O, verás el infierno arde, bueno, más de lo que ya arde entre los dos.
—¿Por qué?
—Lo odia. Simplemente es eso. Nunca me ha dicho el por qué, pero estoy segura que Abel sí lo sabe.
Esther alza la vista y me mira fijamente. Yo no la estoy viendo directamente a ella por lo que no puedo asegurar que trata de encontrar, pero sospecho que busca algún indicio de alguna mentira.
—Lo siento, no fue mi culpa. Todo pasó tan deprisa que no tuve tiempo de llamarte, mamá... —susurra Judith, con el teléfono de Abel pegado a la oreja.
—¡¿Qué estoy qué?! —pregunta como si no hubiera escuchado bien. —¡Dios... no puedes castigarme por algo que no es mi culpa, mamá!
La miro caminar de un lado a otro como una niña inquieta, me veo viéndola todavía hasta que se detiene y como si sintiera que alguien la observa, levanta la mirada y me ve desde su posición a través de la ventana.
Nos quedamos viéndonos unos segundos más hasta que por fin rompe su mirada para centrarse en la conversación.
—Lo sé, papá llega hoy —articula. —Y que tengo que estar en casa antes de su llegada.
Escucha atentamente a su madre al otro lado de la línea.
—También te quiero... aun cuando me hayas castigado.
—Si de verdad te interesa tienes un largo camino por recorrer —repone risitas de oro a mi lado. —Sé que me matará si se entera, pero te lo voy a decir como quiera; ella le tiene miedo a las relaciones y tiene miedo de decir que es alérgica a soñar.
De acuerdo... aquello no es lo que había esperado que dijera.
Judith Lima tiene miedo a las relaciones. No lo puedo creer.
—¿Por qué? —es algo que no puedo evitar preguntarle mientras vuelvo la cabeza hacia el parabrisas.
—Su relación más larga duró un día... así que puedes imaginar el resto.
—¿Por qué terminaron?
—Si quieres saber pregúntale a ella.
Es obvio que no me hará el trabajo fácil.
—¿Por qué me dices todo eso?
—No eres tan malo como aparentas —dice con indiferencia. —Lo noto además, los amigos se ayudan los unos a los otros a alejar a los idiotas y a conseguir buenas pescas —me sonríe. —Ese debería ser la base de cualquier amistad.
Concluye guiñándome un ojo antes de inclinarse hacia adelante, abrir la puerta y salir. Cuando Judith por fin llega hasta el auto, abre la puerta con un gemido.
—¿Tú vas a conducir? —le pregunto con curiosidad. Ella pone los ojos en blanco y se desliza detrás del volante.
—Sí, ¿algún problema? —comenta mientras enciende el motor.
La cuestión no es eso. Sino ¿por qué diablos ella puede conducir el coche de Abel mientras que a mí, nunca me ha dejado conducirlo?
Y luego se indigna cuando le cuestiono que hay algo entre los dos.
—Me encanta que las chicas sepan de auto. A todas mis chicas les gusta montarse en ellos, pero no los adoran de verdad.
—A lo mejor deberías probar a ser más humilde, para variar —su lengua venenosa no queda atrás.
—¿Y eso por qué? Si lo tienes que se note —me encojo de los hombros. —¿Acaso crees que las personas con más éxito en la vida se quedaron en un rincón desean que alguien descubra su talento como por arte de magia? Y ¿cómo crees qué eso se hace?
—En fin. Tus chicas lo adorarían si las pusieras detrás del volante —dice ella con una sonrisa. —Esa clase de poder se sube a la cabeza a cualquiera, y más cuando la adrenalina te recorre por todo el cuerpo.
Automáticamente su respuesta me produce una sonrisa en la cara.
JUDITH
—¿Ya casi llegamos? —pregunto, mirando a través del parabrisas los interminables filas de campos de maíz.
Hemos estando conduciendo durante horas y estoy comenzando a preocuparme el hecho de no poder regresar a casa a tiempo para cuando llegue papá en la noche, lo cual sería doble castigo. Además, me está empezando a hormiguear las piernas de manera incómoda.
—Ya casi.
Mi copiloto oscuro y misterioso me regala un gruñido pintado de sonrisa antes de voltear hacia la ventanilla para seguir en silencio.
Miro de nuevo enfrente y veo a Lua abrazándose a Bryon en la moto, quienes nos guían en el camino.
Cuando finalmente llegamos a la cabaña, aparco el auto junto a Bryon. No puedo negar que a pesar de lo fabuloso que es la cabaña, es muy sorprendente que no haya algunas otras cercas siendo un lugar tan increíble a la vista.
Todos salimos del auto y comenzamos a caminar hacia la cabaña. Deam saca las llaves de su bolsillo mientras subimos por la escalera hasta la puerta principal.
Entramos a la cabaña, pero no una cualquier, es una cabaña hermosa y grande, con unas cuantas pieles, algo me dice que el dueño ama la caza. Tiene una gran chimenea de piedra con una alfombra de piel de oso tumbado cerca de ella que sin duda añade clase.
El lugar es impecable y hermoso como rústico.
—Elijan un dormitorio —menciona Deam, refiriéndose a nosotras tres mientras se pierde en la cocina. —No importa cuál, todos son bastantes cómodos.
—Chicos, voy a revisar el piso de arriba —nos avisa Lua, subiendo las escaleras, dos pasos a la vez.
Unos minutos más tarde soy yo le quién sigue los pasos. Hay varias habitaciones en la plata superior, todas amplias y cada una con su propio baño. Elijo una que tiene un pequeño balcón con vista impresionante al lago. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en el por qué siete de las habitaciones están cerradas baja llave.
Después de ponernos cómodas en la habitación, bajamos todos a comer en el comedor. Luego, cuando terminamos, el lugar se convierte en un silencio sepulcral, una tensión bastante palpable. Las miradas de los cuatro es como si en aquel vistazo se hubieran hablado en código. Esther, Lua y yo salimos a dar un paseo.
—¿Qué les parece un chapuzón? —pregunta Esther, mirándonos.
Dudo, esperando a ver que responde Lua. Sé que le gusta las locuras y para nada tiene algo que se llama vergüenza, y como lo he previsto es la primera en desnudarse y correr hacia el muelle para lanzarse al agua.
—¿No vienen? —grita, animándonos a seguir sus pasos.
Claro que soy capaz de bañarme desnuda en un lago como cualquier otra persona. Los chicos no llegarán aquí porque están muy ocupados en no sé que como para sorprendernos aquí. Miro a mi alrededor y descubro que no hay nadie más que nosotras tres. Debo de haber dudado mucho porque enseguida veo que Esther se lanza desnuda también. El sol brilla, miro el agua fijamente y me doy cuenta que tiene un aspecto atractivo.
Está bien, las dos ya están dentro, no puedo huir como una cobarde. No pienso quedarme atrás.
Sin detenerme a pensar más, me echo a correr hacia la orilla mientras me quito la ropa. No siento vergüenza, no es la primera vez que me ven desnuda ni tampoco me están mirando fijamente. Salto al agua y esa se levanta para salpicarlas.
Tiro un grito al darme cuenta de que el agua está más fría de lo que me esperaba, me acerco a las chicas que están chapoteando. Duramos un buen rato nadando y hablando de trivialidades.
De pronto, me siento sin amparo ni la protección que necesito. Mi ropa está demasiado lejos en el muelle. Los chicos vienen hacia nosotros, pero aún están un poco lejos. Yo me mantengo a flote en el agua y veo a Esther y Lua sacar del agua sus traseros; blanco y canela, chorreante y con las gotas brillantes por la luz del sol mientras atraviesan el muelle contoneándose hasta donde se encuentran sus ropas. No intentan apretar el paso ni cubrirse.
Nado hacia la orilla mientras los veo a ellos acercarse.
—¿Te vas a quedarte aquí toda la tarde? —me pregunta Deam, al oír su voz siento un frío, un frío peligroso que recorre mi columna.
—Si es necesario sí —contesto mientras Abel recorre mi ropa.
Curiosamente siento vergüenza porque toca mis bragas antes de entregárselo a Deam para que él me lo dé porque se encuentra más cerca de mí que el resto de los demás.
—Te lo dejo aquí —dice cuando me tiende la ropa y se vuelve.
Me lanzo hacia la orilla. Estamos los dos conscientes de las miradas a nuestro alrededor. Deam se coloca entre ellos y yo, sirviéndome de escudo.
Me visto lo más deprisa que puedo, sin molestarme en ponerme el sostén.
Nos dirigimos hacia la cabaña. Cuando llegamos al porche, doy un par de respiraciones profundas.
¿Por qué me duele la cabeza?
Hay un zumbido sordo que sé que solamente yo puedo escuchar, nadie más, ya no escucho el sonido de los pájaros, no tengo el control de nada.
No escucho nada.
Los murmullos se han ido, el viento del bosque también, pero hay unas manos, un cuerpo. Sé que es un cuerpo, porque me está apoyando sobre sí. De forma protectora.
—¿Estás bien, mariposa? —pregunta Thiago.
Sonrío débilmente. —Solo algo cansada por el viaje.
—¿Hace cuánto te pasa eso?
Sé a lo que se refiere y no entiendo por qué es el único que se ha dado cuenta de lo que sucedió. Eso es extraño.
—Es la primera vez.
—¿De verdad? —ve mi rostro buscando sinceridad, pero su expresión no me gusta. ¿Qué sabe y yo no? —¿Sabes por qué te pasa?
—No lo sé. Mis padres dicen que sufrí un accidente y por eso perdí la memoria. No logro recordar más allá de ocho años de recuerdo y a veces me aparecen imágenes que son imposibles de ser algún recuerdo, trayendo malestares, pero jamás me había sentido así.
Qué extraño.
Su expresión es neutra como si mis palabras no lo sorprendieran en absoluto, es como decir algo que él ya sabía.
Él asiente. —Pues, deberías descansar un poco para aliviar los mareos.
—Lo haré —contesto, subiendo la escalera.
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