11. Quimera
JUDITH
30 de Mayo de 2015.
En silencio observo tu rostro mientras te hundes en tus pensamientos, valerosa y demasiado lejos de la tierra como para preocuparte por lo que sucede a tu alrededor.
Fue el miedo quien me enseñó a sobrevivir. El cerebro es una cosa aterradora, capaz de recordar tantas cosas que queremos olvidar y de olvidar justo aquello que ansiamos recordar. Tienes suerte de no recordar ni una ni la otra por estar pérdida en tu imaginación... o sueño.
¿Pero sabes una cosa?, a veces me entran ganas de abrir tu cabeza y descubrir lo que piensas porque no pareces de esa especie. Aunque trato no logro hacerte entender que somos parecidos y estamos destinados a ser uno solo, no pareces recordar tu naturaleza ni recordar mis delirios.
Aunque me he perdido en el laberinto de la oscuridad sé que abrirás tus alas para descubrir adónde me fui y entonces la verdad nos condenará, pero ya no importará, porque aprenderás a volar sin ver y ya no tendrás miedo de mí porque soy el reflejo de ti que tratas de esconder.
S.
Termino de leer la nota que encontré en mi balcón y dejo salir suspiro de agotamiento, dejando la nota en la mesita de noche.
Estoy acostada en mi cama, intentando controlar el horrible dolor de cabeza y olvidarme de esas palabras. La pastilla que había tomado antes ni siquiera hace su función, mi corazón golpetea con fuerzas en mi pecho como si sintiera un mal presentimiento. Me llevo la mano a la frente, con exasperación y ansiedad.
Salto de la cama, poniendo mi celular en vibración. Luego abro la caja que me han enviado, llevándome una sorpresa no muy grata. Hay otra nota llena de sangre y un ratón que fue abierto por la mitad.
Y dicen que el romance ha muerto. Ironiza esa vocecita en mi cabeza.
Tomo la nota y lo leo:
«Érase una vez, estaba plagado por la necesidad de ver debajo de la piel de los animales. Los humanos también, pero solo tenía acceso a los animales. Comencé a cortar con una tijera a nuestro conejo, Bahal, pero mamá estaba llorando cuando se enfermó, así que lo dejé. Y decidí abrir los ratones con la única niña que parecía conocerme y no juzgarme. Creo que es por eso que te amo como se aman ciertas cosas oscuras, secretamente, entre la sombra y el alma».
Me llega a la mente un ratón que atrapé con alguien, no recuerdo su rostro, llegué a casa corriendo y se lo llevé a mi madre.
Ella casi se desmaya.
En mi mente de ocho años, no entendía exactamente su reacción. Quien me lo dio me había dicho que estaría orgullosa al ver lo valiente que era por no haberme desmayado al ver eso. Según esa persona era una obra de arte y que eso me iba a ayudar si quería ser médico forense.
—¿Por qué no se mueve, mamá? ¿Será porque derramó mucha sangre? —dijo mi yo de niña con tanta naturalidad mientras su mano estaba cubierta de sangre.
Nunca olvidaré la forma en que me miraron en ese entonces: mamá, con horror y lágrimas en los ojos. Papá, con el ceño fruncido, los labios fruncidos y... a lo mejor, dolor. Mucho dolor.
En ese momento, no me dejaron juntarme más con esa persona. Y cada vez que intento recrear su rostro solo me veo a mí.
Tiro la caja en el zafacón de mi baño junto a la nota, luego lavo mis manos.
Bajo sigilosamente las escaleras con la funda de basura en mano, salgo a votarla para que nadie descubra lo que hay dentro, luego vuelvo a casa. Llego hasta la cocina, donde encuentro a mi mamá preparando la cena.
Decido hacer a un lado el martirio de mi cabeza, fingir que no me llegó esa caja y la ayudo a cortar las cebollas para nuestras hamburguesas.
—¿Papá llamó? —la pregunta me sale sin pensar.
—Sí, cuando saliste al parque con Esther —dice ella mientras abre la nevera y toma el queso. —Te mando muchos besos.
Ella me guiña un ojo y sonrío.
Después de la cena me dispongo a lavar los trastes, mamá se despide para ir a dormir. Luego que termino, abro uno de los cajones de la cocina y saco una cajita de pastillas. El dolor sigue latente por lo cual me trago una, apago la luz y subo al piso de arriba para ir a mi habitación hasta que escucho a mamá hablar en su habitación y me detengo curiosa. A través de la puerta, la oigo al teléfono.
—Te amo. Te amo tanto. Quisiera estar abrazándote y...
Mis dedos vuelan a los oídos. Estoy contenta de que papá extrañe a mamá y no esté con otra mujer, pero no necesito escuchar cómo tienen sexo por teléfono. Pero, incluso con mis oídos cubiertos, escucho el horrible crujido de la duela conforme me alejo. Meto mis manos a los bolsillos y empiezo a caminar más deprisa hasta encerrarme en mi habitación y me dejo caer en la cama con un suspiro haciendo una mueca de asco.
Cierro los ojos, escuchando la insistente vibración de mi teléfono celular. Me atormento durante unos segundos, tratando de levantarme, pero no puedo, el sueño ya me está llevando muy lejos y de pronto siento una paz, ni siquiera escucho nada solo me abrazo a esa sensación parecido a una ilusión que recorre cada fibra de mi cuerpo como una descarga eléctrica.
Un sentimiento de paz y comodidad me abrazan.
Me despierto sobresaltada cuando suena un timbre estridente.
El teléfono.
¿No lo había dejado en vibración anoche?
Me cubro la cabeza con la almohada. Me pongo boca abajo para amortiguar el sonido, pero no sirve de nada.
No quiero abrir los ojos. ¡Por Dios es domingo! A quién se le ocurre llamar tan temprano, pienso estirando mi mano hasta la mesita de noche.
Lo primero que noto es que hay varias llamadas perdidas de Carlos, luego sigue las de Abel de está mañana, pienso en devolverle la llamada a Carlos, pero Abel me pilla marcando el número. Contesto de inmediato.
—¿Hola? —bostezo.
—¿Judith? —un sollozo se le escapa.
Me alarmo. —Abel, ¿te encuentras bien?
—Es Carlos.
—¿Qué ocurre con él? —me asusto de pronto.
—Carlos... —dice Abel sin voz —¡Ha muerto!
—¿Qué? —digo sin poder evitar agarrar la cabeza y a la vez soltar un pequeño grito de sorpresa. —¿Cómo? ¿Qué ha pasado?
—Se suicidó. Se tiró por el balcón de su habitación. No lo sé exactamente, Judith —dice frustrado. —He hablado con el doctor y la policía solo nos dieron esa información.
Dios, si se ha suicidado. ¿Por qué me llamó anoche? ¿Acaso era una especie de despedida?
Empiezo a sentir el estómago revuelto y la cabeza palpitar con más fuerza.
—Voy para allá.
Me despido rápidamente. Mis dos manos están ocupadas buscando la hora de las llamadas perdidas y en mi teléfono ya aparece un mensaje de Carlos, desde hace siete hora y media:
[La verdad está equivocado.]
¿De qué verdad habla? ¿La razón de por qué se suicidó?
Oh, Dios. Esto es demasiado para mí.
Salto de mi cama, corriendo por todas partes en busca de mi ropa antes de meterme al baño. El chorro directo del agua me produce una sensación de calambre en la piel. Esa sensación no es para nada agradable mucho menos por como los vellos de mi piel se erizan.
Salgo de la ducha. Jamás me había secado y vestido tan rápido en mi vida. Bajo las escaleras y paso a la cocina a tomar una aspirina, mamá sigue durmiendo por lo que le dejo una nota antes de tomar un taxi.
Una vez llegada a la casa de Abel, corro hacia la puerta de la entrada. Toco el timbre, la empleada me da los buenos días. Luego cierra la puerta y cruzamos la casa hasta la terraza.
Abel está sentado en una silla de mimbre abrazado a Esther. Me acerco y le acaricio el hombro suavemente. Ambos se dan la vuelta y me miran, Abel tiene el rostro seco, pero su rostro está muy triste.
Él se levanta. —Judith... gracias por venir.
Nos abrazamos, su cuerpo siempre cubre la mía cuando nos abrazamos, me hace sentir pequeña y frágil entre sus brazos.
—¿Cómo estás? —le pregunto, apartándome.
—Bien —dice al tiempo que sonríe, dejando en claro que miente.
—¿Y tus padres?
—Llegan por la noche.
Nos sentamos los tres.
—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —indago.
—Ayer en la tarde.
—¿Después de eso no hablaste con él por teléfono?
—No.
Yo trago saliva, pensando en esa llamada que me hizo. No llamó a su hermano, pero sí a mí, ¿por qué?
Eso no cuadra. No éramos los mejores amigos del mundo para que quisiera despedirse de mí y no de su hermano. Además, ¿por qué se suicidaría? Era joven, guapo, inteligente, tiene un hermano que lo adora y unos padres que lo complacen en todo por ser el primogénito.
La verdad está equivocado.
¿Ese mensaje debe tener un significado para él?, ¿por qué lo tendría para mí?, ¿qué quiso decirme con eso?
Justo en ese instante aparece Deam, apenas puedo ver el brillo en sus ojos hinchados y la cara de sueño, pero me parece que tiene una sangre fría impresionante o es muy buen actor. Su rostro no refleja nada, absolutamente nada. Está impasible.
Se acerca a Abel y yo aprovecho el momento para perderme. Necesito subir a aquella habitación, aunque no sé si sea muy adecuado. Subo las escaleras hasta el dormitorio de Carlos.
No hay ninguna señal que prohíbe el paso, lo que significa que no hay problemas si entro y hago lo que cualquier persona curiosa haría. Husmear. Cuando entro en su dormitorio lo primero que me eriza la piel es el frío.
Alguien ya se me había adelantado.
Me acuerdo muy bien que el viernes cuando entré a su habitación se encontraba bien organizado, la estantería estaba ordenada por colores, pero hoy es como si alguien los hubiera organizado con mucha prisa y aquel libro rosa ya no está.
El balcón está abierto de par en par. La cortina danza con la brisa, me asomo. ¿Por qué tirarse de un balcón? Carlos siempre fue extraño, le gustaba lo diferente, hacía o decía cosas de una manera en el que siempre te obliga recordarlo por ese estilo, ¿por qué elegiría una muerte tan tópico? Sin querer ser pretenciosa.
El viento silba cuando me apoyo en la barandilla. Vuelvo a mirar abajo, los latidos de mi corazón retumban en mi garganta mientras el viento agita las hojas secas. Aquí no hay rastros de que hubo un suicidio, los de la limpieza que contrataron hicieron un buen trabajo y muy rápido.
¿Qué se supone que debo oler?, ¿el último rastro de suspiro?, ¿su miedo?, ¿acaso lo tuvo?, ¿o simplemente se había lanzado sin pensarlo? ¿Qué lo motivó a hacerlo?
—¿Mientras caías deseaste no haberte tirado? —le susurro al viento.
Cierro los ojos, aspiro por última vez y me vuelvo para entrar.
Viéndolo de una perspectiva diferente, debería haberme dado cuenta de inmediato de que algo en la historia está mal contada. ¿Quién encontró el cuerpo de Carlos?
Carlos se suicidó. Me digo a mí misma que eso fue justo lo que hizo, lo cual reafirmar las palabras de Abel.
Pero aún así, ¿por qué? Entonces llega una conclusión a mi mente, puede que Carlos sufriera un accidente. Esa es la única explicación que se me ocurre por ahora. Él amaba la vida, a su manera, pero lo hacía.
Comienzo a inspeccionar el dormitorio de nuevo, buscando aquel diario. El armario se abre y se cierra; solo encuentro su ropa organizada adecuadamente. Pongo la mano en el tirador del cajón del escritorio, pero solo miro por la superficie.
Pienso y pienso, pero no hay nada.
—No busques donde todos ven, sino donde nadie lo haría —me había dicho aquel día.
Esas palabras me hacen reflexionar. Quizás tengo la mala costumbre de ser curiosa e incurable y desconfío de todo lo que pasa a mí alrededor, pero si algo sé es que siempre encuentro mi objetivo.
Sin el más mínimo remordimiento por mi curiosidad, camino alrededor de su cama matrimonial, buscando. Luego decido levantar el colchón con un poco de esfuerzo.
¡Bingo!
No es el diario, pero si es parte de él, es una hoja que fue arrancada.
Una hoja que descansa bajo el colchón, una hoja que parece haber sido arrancada por su importancia.
Y entonces tomo la hoja y lo doblo porque, está claro que lo pienso leer.
Después de todo, escuchar las historias de los abuelos que escondían dinero bajo el colchón. Sirvió de algo.
Salgo de la habitación y vuelvo a entrar a la terraza, en donde nadie parece haber notado mi ausencia solo él.
Su mirada esquiva me analiza y de pronto me siento incómoda, es como si pudiera adivinar todo de mí y en especial me da la sensación de que sabe exactamente lo que estaba haciendo hace unos minutos arriba.
El timbre suena para mi salvación y llega los chicos. Después de unos saludos cordiales, Bryon entra en una conversación con Abel acerca de lo sucedido. Mientras tanto Thiago y Deam conversan en francés, lo que me parece una falta de respeto hacia mí y por supuesto hacia Esther, quiénes no entendemos absolutamente nada. Una punzada en la cabeza me hace sentir un poco mareada y me apoyo en los hombros de mi amiga mientras ella flota mi espalda.
Obvie el hecho de que mis tripas rugen por un bocado media hora después y escucho todo lo que dicen en silencio a pesar de las palabras que se mueren por salir de mis labios, juro que los siento en la punta de la lengua, pidiéndome permiso para poder salir: '¿Cómo ocurrió?', '¿de verdad se suicidó?' '¿No pudo alguien haberlo empujado?' '¿Y si solo fue un accidente?' '¿Se cayó?', pero mis padres me habían enseñado a medir lo que se dice y lo que se calla. A veces el silencio es la melodía más bella, el grito más insoportable o la respuesta indicada. En este caso me pregunto si hubieran sido las preguntas adecuadas o hubiera influido en sus mentes unas dudas equivocadas.
¿Quién sabe?
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