10. Devuélveme mi libro
JUDITH
Un tipo particular de energía irradia el instituto el día de hoy. Me llegan retazos de conversación de dos chicas, que hablan sobre las pulseras. Creen que si se relacionan con ese juego y los chicos que lo practican, de alguna manera acabarán siendo populares porque solo los chicos más buenos del instituto juegan ese juego.
Qué ridículas.
Sencillamente, yo es que no entiendo todo ese rollo, o quizás es que ellos no me entienden a mí. Yo prefiero volar bajo el radar, haciendo algo que me gusta que robarle el foco a otro, haciendo algo para complacer a los demás. Siempre he odiado tener las miradas puesta en mí, pero eso no afecta que quiera ser la primera en clase, mis calificaciones son cosa aparte.
Me vuelvo hacia Abel, sus ojos verdes empiezan a brillar y su enorme sonrisa de dientes blancos que pueden curar el alma de cualquiera me regalan una sonrisa.
Aunque, de repente, esa sensación de paz que siempre siento con él desaparece. Tengo un malestar en el estómago.
Un timbre sale de mi mochila. Ups olvidé ponerle en silencio. Con una sonrisa de disculpa, saco mi teléfono móvil con discreción y para mí gran sorpresa descubro un mensaje de Deam.
[¿Se te perdió algo? Si lo quieres ven por él.]
Cuando veo en la foto el familiar libro de matemáticas, me quedo petrificada. Lo debí haberlo olvidado ese día en su auto.
Frustración al máximo.
Porque este niño rico en particular se toma tanta molestia en fastidiar mi existencia.
[¡Devuélveme mi libro!]
Mi expresión cambia por completo.
[Ven a buscarlo.]
Me imagino la risita burlona que debe tener en los labios. Nunca había querido golpear tanto una cara.
[¿Por qué me haces esto? No pienso ir a tu casa solo devuélvemelo por medio de Abel y prometo no cruzarme más en tu camino.]
Lo último es una mentira, ni que fuera Dios para evitar cruzarme con él, pero de lo que estoy segura es que si es por mí no lo vuelvo a ver jamás.
Su respuesta no tarda en llegar.
[Ya te lo he dicho, si lo quieres ven a buscarlo de otra manera no hay trato.]
Lo voy a matar.
Estoy convencida de eso.
Quizás no lo mataré hoy ni el día siguiente, pero lo haré.
[Nos vemos en casa de Abel después de clases.]
Eso sería en unos minutos y no estaré a solas con él.
[¿Tanto miedo me tienes?]
Giro los ojos al tiempo que suena el timbre de salida.
[¿No puedes hacer una pregunta más original? Esperaba más de ti, Deam Lacroix.]
—¿Judith?
¡Abel!
Santa María, madre de Dios.
—Espera, tengo que arreglar esto, luego iré contigo a tu casa. ¿De acuerdo?
—Está bien —Abel se alza de los hombros.
[Cuidado con esa actitud y si no llegas en media hora lo quemaré.]
Piensa quemarlo. ¡Piensa quemarlo!
[Solo atrévete.]
Y apago mi teléfono. Aliviada, voy a tomar el brazo de Abel y Esther, quienes me preguntan al mismo tiempo.
—¿Algún problema?
Miro hacia el pasillo y respiro hondo para responder.
—No, es sólo que tú primo tiene mi libro de matemáticas —balbuceo.
Las lluvias de preguntas caen sobre mí.
—¿No se te había perdido? ¿Cómo llegó a sus manos?
Abel solo se cruza de brazos, esperando una respuesta.
Dios, tengo un hermano celoso. Ahora mismo agradezco ser hija única porque con Abel y papá me basta.
—Lo dejé en su auto —digo rápidamente, subiendo en el asiento de atrás de su auto, así obligo a Esther a ir de copiloto y evito las miradas de Abel.
Deseo hundirme en mi asiento por la última mirada que me dedica. Abel es celoso, controlador y posesivo desde que tengo edad suficiente para ponerme un sujetador de entrenamiento, a él lo conocí dos años antes de Esther y la única razón por la que estudia con nosotras en el instituto público es porque sus padres confían en el sistema después de haber investigado a fondo a todos nuestros profesores, lo sé porque había encontrado una carpeta con los nombres de ellos por accidente en su casa.
Así de confiados son sus padres. Pero Esther vino a la escuela hace dos años porque quería estar cerca de nosotros.
Respiro profundo.
El viento fresco desde la ventana hace mecer su pelo, de pronto, caen y abandonan la rebelión de hace un momento. Me brinda esa mirada de 'No hemos terminado la conversación, señorita.' a través del espejo retrovisor.
Yo me rio, el recuerdo de cuando me enseñó a conducir, llega a mi mente, ese día me había lanzado esa misma mirada cuando casi chocó con otro auto y quise desistir de manejar de nuevo.
Miro a Esther, quien se encuentra perdida admirando el rostro de Abel en silencio y con mucha discreción.
Me bajo del auto cuando llegamos y entro a la casa. Me quedo a medio camino. Por una extraño razón me siento mareada y nerviosa porque Deam y Carlos están bajando las escaleras.
Mis pies se niegan a moverse y mis ojos se rehúsan a quitar la mirada de los dos chicos como si estuviera viendo a una sola persona imitando los mismos movimientos frente al espejo.
Me doy una bofetada mental cuando sus pies tocan el último escalón. Son dos personas extrañas, raras a su manera, y lo extraño me gusta. Me llama la atención.
Quizás esté mal de la cabeza.
—Judiju —Carlos arquea sus cejas y termina con una sonrisa burlona, desapareciendo por la puerta de la cocina antes de haber tomado un mechón de mi cabello y tirar de ella.
—Aquí estoy —le digo, escuchando los pasos de Esther y Abel detrás de mí.
—Ya me di cuenta —murmura en un portugués perfecto, pero aún así tiene el leve acento francés.
—Mi libro —le gruño.
—Hay que remediar esa impaciencia tuya —se da la vuelta y desaparece por las escaleras.
Subo las escaleras, pero antes me detengo cuando le grito a Abel, quién sigue mis pasos.
—No vayas a hacer nada estúpido por mí. Sé cómo defenderme sola.
Al llegar a la habitación que lo vi la noche de la fiesta, veo a Deam parado cerca de la ventana. Hay una sensación inquietante dentro de mí que manda mi mirada hacia la mesita de noche. ¿Qué busco exactamente?
—¿El libro? —entro, invadiendo su espacio.
—¿No tienes nada más interesante que preguntar, niña?
¿Niña? Dios, no lo soporto. Me cae tan mal.
Con grandes zancadas camina hacia mí, lo miro fijamente a los ojos.
Trato de que mis palabras lo lastimen como las suyas lo hacen conmigo. No entiendo qué es lo que me pasa, pero con él siempre tengo ganas de ser mala. Quiero lastimarlo.
—¿Sabes lo que creo de ti? —pregunto con burla. —Lo que creo es que te gusto y tratas de ver en mí a la chica que te lastimó, así podrás mantenerte a raya conmigo, porque en realidad lo que no soportas es que alguien como yo te pueda gustar y tú a mí no.
Casi se atraganta con la risa y de manera desesperada protesta y me toma de la cintura, acercándome más a él.
—¡Eres una tonta! —replica, con un tono seco. —Ten por seguro que te gustaré cuando te haya llevado lo bastante lejos, niña.
Maldita palabra, maldito él por hablarme así, ¿Cómo se atreve?, ¿quién se cree qué es? Bueno..., soy una niña, pero no hay derecho que me trate así.
—¿Y tú te creas muy hombre por llevarme dos años? —farfullo, no mostrándome intimidada, aunque a quién quiero engañar, Deam es muy intimidante y mis rodillas van a doblarse si sigue agarrándome así.
Diosito ayúdame.
—¿No eres una niña? —me devuelve la pregunta cerca de mi boca y me aprieta más contra él, sintiendo que no debería sentir, mucho menos lo duro que está ahí abajo. ¡Padre amado! —Entonces ¿qué eres, Judith?
No digo absolutamente nada, soy incapaz de pronunciar una palabra. No sé por qué lo enfrento si siempre termino aplastada como un insecto.
—¿Qué problema tienes conmigo, eh? ¿Qué te he hecho yo para merecer esto? Yo no voy a tu casa. Ni siquiera te miro a los ojos cuando te veo en la casa de Abel. No te hablo ni hablo sobre ti con nadie. Pero no te basta con todo eso. Mira, yo tampoco quiero estar cerca de ti, ¿ok?, por el amor de Dios, Deam, ¡déjame en paz!
Sus ojos pasan lentamente por mi rostro. Su mirada sigue vacía. Me paso los dedos por el cabello, frustrada.
—No quiero ser mala, pero vives provocándome —murmuro—. No quiero hacerte daño.
—Rompe con tu amistad con Thiago —dice, cortante—. Para ya de hacer eso que haces y te dejo en paz.
—¿Qué pare? —Frunzo el ceño.
Él cierra los ojos con fuerza.
—Judith —dice, como si fuera una advertencia. Sobre qué, no lo sé. —Deja de ponerme... ejem... solo olvida lo que tienen.
—Me hace feliz ser su amiga.
No cedo, porque ¿quién se cree Deam que es para decirme con quién tengo que salir?
—Él no puede hacerte feliz. Deja esa mierda a un lado.
Abre los ojos y me acerca más a él. Me arde la piel, y sé lo que necesito para calmar ese fuego como si fuera un bálsamo de aloe. Pero está mal. Muy mal. Y mi desolado corazón peligra cuando está cerca de él.
—Pregúntame por qué quiero que hagas eso —murmura. Su voz es como hielo rozando mi piel y hace que me estremezca de placer.
—No —me niego a caer en su juego.
—Pregúntamelo —resolla.
Camina conmigo y doy con la espalda en la pared mientras él me rodea con los brazos mejor, enjaulándome. Estoy atrapada, y no solo mentalmente. Sé que no hay escapatoria, ni siquiera si él se aparta.
—¿Por qué quieres que me aleje de Thiago? —digo, tragando saliva.
Yo quiero que él deje de hacer lo que hace, aunque no estoy segura de qué es lo que hace. Pero allí estoy. Lo siento y me gusta por más mal que parezca.
—Porque no te soporto. No soporto verlos juntos. Cada vez que lo hago quiero arruinarte, destrozar esa sonrisa de suficiencia —me dice. —Quiero follarte y verte la cara mientras lo hago. Ver cómo te ahogas en mí mientras te hago tanto daño como me hace a mí ver tu puta cara de tonta todos los días.
Tomo aire. No sé qué responder, así que levanto la mano para darle una bofetada. Mi mano estrella en su mejilla con un ruido sordo.
—Tú eres...
Me calla la boca al cubrirla con sus labios. Es dulces, cálidos y perfectos. Ni demasiado húmedos ni demasiado secos. Su beso es carnal, profundo, desesperado y siento que me mareo, que me quedo sin aliento, que el peso de su cuerpo musculoso me aprisiona contra la pared, que estamos a meros segundos de que me levante y caigamos sobre el colchón. Pero a pesar de lo que siento, no voy a darle esa satisfacción a Deam. Por lo que, a pesar del hormigueo que siento por todo el cuerpo, desde la columna a la punta de los pies, aparto la cabeza a un lado, miro al suelo y aprieto los labios. Me cubro la boca con una mano para asegurarme de que no lo intente otra vez.
—Lárgate y déjame en paz.
—Eres tan dulce que deseo ver mi veneno en ti.
Él me suelta y mi cuerpo cobra de inmediato la compostura.
—Tu libro está en la cama —me sonríe, perversamente.
¿Cómo diablos no me había dado cuenta antes?
Por tus hormonas, cari.
Deam me da la espalda y se dirige a la puerta, dejándome sola. Tomo mi libro cuando escucho unos ruidos provenientes de la habitación de Carlos.
Pego la oreja a la pared para intentar oír mejor. Algo cae al suelo, luego se abre un armario y se cierra. Después de esto, la puerta se abre, se cierra y oigo sus pasos alejarse por el pasillo.
Espero un poco por si vuelve a entrar y luego voy hasta su habitación. Sé que no está bien fisgonear, pero no puedo negar que Carlos me intriga, siempre lo ha hecho y más después de aquella extraña conversación que escuché de él con Abel.
Todo parece correcto. Demasiado ordenando, aunque me cuesta admitir está mejor organizado que la mía, la decoración es todo rústico, varonil y elegante.
Libros.
Tiene su propia y pequeña biblioteca privada y tiene un gusto exquisito en Literatura, en especial en los de misterio, culturas antiguas, filosofía...
—Judiju, ¿sabías que la curiosidad mató al gato? —escucho la voz ronca de Carlos detrás de mí, y salto dejando caer uno de sus libros.
Lo levanto del suelo y veo la portada con tapa dura totalmente rosa, es una especie de diario antes de que pueda abrirlo, me lo arrebata de la mano de inmediato.
—¡No toques mis cosas, niña!
¿Niña?
¿Qué tiene su familia en contra de mi edad?
—¿Acaso el gato no murió sabiendo? —sé que debería de estar avergonzada y pidiéndole disculpas, pero él no es de esas personas que se conforman con eso y yo en realidad yo no estoy avergonzada.
—¿Y si el gato simplemente se hubiera escapado con el saber? —inquiere, devolviendo el libro a su lugar.
—Entonces, diría que tomó una sabía decisión —acierto.
—¿Siempre tienes una respuesta para todo? —pregunta, remarcando la última palabra con burla. Da unos pasos más y sale hasta el balcón. —De ahora en adelante de llamaré roedora.
—¿Disculpa? —inquiero ofendida, sin darme cuenta, he entrado al balcón siguiendo sus pasos. —¿A quién llamas roedora?
—A ti —dice soberbio.
Antes de que pueda pensar cómo responderle con algo mordaz, Carlos se levanta sin esfuerzos hacia la barandilla y se sienta sobre ella, mirando el horizonte.
—¿Qué crees que estás haciendo? —digo con un grito ahogado. —Te vas a caer.
—Claro que no —dice divertido, quitándose el pelo del rostro despeinado por el viento.
Sus ojos grises se ven más claras y brillantes.
Está jugando conmigo. Lo noto.
Le divierte ponerme los pelos de punta. Está intentando que me asuste.
Y lo está haciendo a propósito.
—Estás loco, porque... porque alguien normal no actuaría como tú lo estás haciendo —digo nerviosa y exasperada. —Te vas a caer, ¡maldita sea!
—¿Crees qué porque subí aquí no soy una persona normal mientras que husmear en casas ajenas si lo es?
Mierda.
—Bueno... entonces somos dos personas anormales —barbuceo.
Él suelta una carcajada.
—Vaya que eres una sinvergüenza, Judiju —dice, bajándose de la barandilla de un salto y se coloca frente a mí. —Pero lo que estás buscando no está aquí.
—¿Por qué tengo la impresión de que te estás burlando de mí? —susurro.
—Porque no has comprendido nada —me dice.
—¿Qué hay que comprender? —pregunto intrigada
—Tantas cosas... —suspira. —No busques lo que todos ven, solo busca donde nadie lo haría.
¿Cómo sabe qué busco algo?
—¿Estás seguro que hablamos el mismo idioma? Porque me hace falta un traductor para entenderte.
Pone los ojos en blanco.
—Me decepcionas, Judith.
Oh, vaya dijo mi nombre correctamente.
Me doy la vuelta para alejarme de él y siento su mirada detrás de mí, pero cuando voy por el pasillo. Me toma del brazo y él me estrella contra la pared, pero no me lástima, es solo para detener mis pasos.
—Una última cosa más —me mira fijamente a los ojos y esa media sonrisa dura plasmada en el rostro. —Mantente alejada de mi habitación.
Deja de tocarme y regresa a su habitación, cerrando la puerta de un solo golpe, miro la puerta por última vez, con el corazón latiendo con fuerzas y sigo mi camino hasta la habitación de Abel.
Cuando mi teléfono suena; es el mismo número desconocido.
Mis manos tiemblas, pero, aún así tomo la llamada.
—¿Diga? —susurro.
Un silencio pesado. —Intenta recordar, Peque... siempre estuve y estaré, aunque si sigo perdido en los laberintos tu subconsciencia.
Cuelga.
Insisto en marcar el número otra vez, pero no lo coge.
¿Qué tengo que recordar?
¿Peque?
Peque... es el viejo recuerdo de una sombra.
Una brisa suave en medio del compás de la melodía de un grito.
Un aullido de pérdida.
Su voz me recuerda a la paz después de la tormenta.
Un vivo recuerdo de dolor y amor perdido en la memoria.
Quizás es lo que deseo olvidar.
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