Prólogo
No había estrellas en el cielo esa noche, sin embargo, el interminable lienzo negro se manchaba sin parar con explosiones coloridas y brillantes, producto de los fuegos artificiales que giraban con el aire, formando patrones, figuras y lluvias artificiales de estrellas. Lluvias que caían sobre la multitud expectante, desapareciendo antes de tocar los velos delicados en las cabezas de las damas o los cabellos libres de los caballeros.
Pequeños traviesos corrían de un lado a otro, escondiéndose de sus padres entre la gente que se aglomeraba en la explanada del castillo, las calles estrechas o los parques naturales.
Se oían gritos, pero ninguno de tristeza. Todas esas voces expandían a los cielos, el viento y el mundo, llamas ardientes de júbilo, felicidad y esperanza.
Hermanos, hermanas, padres, madres, hijos, abuelos e incluso desconocidos, se abrazaban, celebrando la llegada de un nuevo año que esperaba con un millón de posibilidades.
El aire transportaba los aromas deliciosos de la comida, los postres y los perfumes. Manjares adornaban las mesas en cada hogar, mientras que, en el cielo, las luces ardientes continuaban brindándole vida a la oscuridad.
En medio de todo, una campana sonó, y, con el primer toque el ruido se apagó.
La gente alzó la mirada a la terraza de los reyes y esperaron.
Apareció entonces una dama envuelta en seda negra, de pies a cabeza; su velo semitransparente dejaba entrever su rostro, iluminado a medias con la escasa luz que provenía del interior de su alcoba.
Iba descalza, sus pies tocaban el frío suelo de azulejos marinos, congelándola sin dudas. No le importaba.
Cargaba con el peso de un cuerpo inerte, joven. Una mujer con rostro pálido, como si en toda su vida la luz del sol jamás hubiera sabido lo que se sentía besar su cuerpo inmaculado, vestido con un traje azul, adornado con cadenas de oro y monedas en el velo. A su lado, un hombre de porte regio y mirada severa, llevaba también a un muerto.
Eran una madre con su hija y un hermano con su mayor en brazos. Ambos congelados por el frío y la nieve, ambos muertos.
La reina no habló, bajó la cabeza y apretó con más fuerza a su hija. Taris, su cuñado dio un paso al frente junto al segundo toque de la campana.
—Es trágica la noticia, hermanos míos. —dijo con la voz cortada, haciendo pausas largas para controlar el quiebre de sus palabras, las cuales buscaban salir huyendo de sus labios sin emitir sonido. —Nuestro amado rey, ha muerto. Sabemos que la maldición estaba avanzando, pero creímos que lograría sobrevivir... Y la desolación no termina ahí. Una noche y dos vidas fueron arrebatadas. Le quitaron un esposo y una hija a una mujer inocente, a nuestra reina. —Abajo, el revuelo no se hizo esperar, llenando el silencio con llantos y gritos ahogados de mujeres que aceptaron la realidad. Sus esperanzas se marchitaron ahí, y murieron, lentamente. —Su alteza, la princesa Adeng, el zafiro de nuestra nación, fue hallada muerta en sus aposentos junto a sus nodrizas. Asesinadas por la mano de un cruel monstruo Makielano.
Taris se hizo a un lado, dejando a la multitud contemplar al preso, contenido con cadenas y guardias.
La piel del hombre tenía el color de la madera, que hacía resaltar el tinte líquido de la sangre sobre sus heridas, sus ojos estaban llenos de sombras lunares atrapadas en lo más profundo de sus orbes dorados, los cuales juzgaban al mundo con tristeza, como si aquellos que abuchearan fueran las víctimas.
Enemigo.
Monstruo.
Asesino.
Fueron las palabras que más se repitieron, cargadas de odio, cegadas por venganza.
—Asesinos. —exclamó Tarus dolido. —¡Esto es lo que los makielanos son! Personas sedientas de guerra y sangre. Por fin decidieron atacar, por fin ellos y su emperatriz muestran sus verdaderos colores. Festejamos un nuevo inicio, hermanos míos, pero no podemos dejar que las bestias actúen sin miedo a las consecuencias. ¡Mataron a nuestra princesa! —Taris inclinó la barbilla, retando al preso, quién le sostuvo la mirada sin miedo, dejando ver únicamente una lástima sincera. —Es momento de hacer justicia.
—En nombre de Chaos, Yuma ha cumplido su deber. —dijo el preso, cerrando los ojos y esperando el final.
—¿Qué has dicho? —preguntó Taris deteniendo al verdugo.
Yuma se encogió de hombros, sin molestarse en ver o responderle con palabras al hermano del difunto rey.
—Mátalo. —ordenó Taris. La espada que quedó suspendida cayó en picada, arrancando la cabeza de Yuma de sus hombros, al mismo tiempo que los azulejos y la nieve que se amontonaba sobre ellos adquirían un nuevo tono carmín.
Los abrazos se terminaron, las sonrisas también, y los fuegos artificiales que combatieron la noche profunda, se desvanecieron en el silencio y la tristeza amarga que causan las despedidas.
No volvieron a encenderse en toda la noche.
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