I: Una mañana de cacería



Dos años después 


Parecía estar muerta.

Parecía un fantasma errante que descansaba tranquilo sobre el pasto verde y la hierba húmeda por el rocío matutino.

Las flores blancas de llanto de luna, crecían alrededor del cuerpo caído con una gracia antinatural y perfecta. Formaban un halo delicado de pétalos, encerrando la tela de su ropa, sucia por el lodo, la naturaleza y el tiempo. Encerrándola a ella. Su largo cabello castaño, teñido a medias con matices rojizos, brotaba rebelde de su cabeza, cayendo a lo largo en ondas descarriadas, que, seguro, eran difíciles de peinar.

—Es taheriana. —Liz desmontó, avanzando sobre las flores, que se hacían añicos bajo el peso firme de las suelas de sus botas altas, color marfil. —Una esclava. —dijo bajito, tras descubrir el hombro derecho de la joven, revelando la imagen tatuada de un loto blanco.

Detrás de ella, Chaos ni siquiera se inmutó. Los dos caballos negros relincharon, contagiados por el odio de los hombres, detestando también a los iguales de estos, proclamados enemigos sin razón.

—Tuvimos suerte de haberla encontrado nosotras. —retomó Liz, desenfundando su arma para apartar con la punta de la hoja los mechones que escondían el rostro durmiente de la joven. —¿Quién sabe qué pensarían los lores al verla en nuestro territorio?

—Matarla. —Chaos tiró de las riendas su montura, serenando un poco al caballo. Liz se irguió de nuevo, mirándola con algo extraño y fugaz. —Eso es lo que pensarían. —agregó Chaos.

—Por supuesto. —Liz enfundó su arma y se acercó todavía más, arrodillándose a un lado del cuerpo; el rocío en las plantas humedeció su pantalón, dejando manchas irregulares de humedad sobre la tela lisa. No pesaba demasiado y si lo hacía, Liz disimulaba muy bien, llevando a la esclava entre sus brazos como si, en su lugar, transportara una pieza exquisita de tela ligera. —¿En su carpa?

Chaos resopló.

—¿Por qué no en la tuya? Has sido tú quien la levantó al final de cuentas.

—Sí, pero fue usted quien dio la orden.

—Yo no dije tráela contigo al campamento.

—Tampoco me dijo mátala.

—Pues entonces asume que debes dejarla en el mismo lugar en el que la encontraste.

Liz quedó a un lado del imponente caballo azabache de su emperatriz, mirándola con severidad, igual que una madre a una hija indisciplinada.

Chaos emitió un chasquido con la boca y luego un suspiro pesado de resignación. Soltó las riendas de cuero y abrió sus brazos a regañadientes, aceptando cargar a la esclava.

Al llevarla Liz, la joven daba la impresión de ser liviana por la facilidad con la que Liz se movía en el terreno irregular del bosque. Cuando pasó a ser sostenida por Chaos, ese pequeño peso que su cuerpo parecía tener, desapareció. En los brazos de la emperatriz, ella no tenía peso alguno. Se mostraba tan efímera que Chaos dudó si en realidad sostenía algo o solo era una alucinación creada por los escasos rayos de sol que traspasaban las hojas de los pinos, creando figuras y sombras en la tierra.

—Sabe bien que es lo mejor. —le dijo Liz al volver a su caballo. —Si la llevo yo dirán que fue idea mía y querrán matarla.

—Pues fue idea tuya. —protestó Chaos. —Da igual. No importa. ¿Qué más da que otra taheriana venga a mis tierras? Tampoco es cómo si fuera otra espía y su misión aquí sea matarme, arrancarme la cabeza y llevársela a la reina.

—Majestad... —intentó razonar Liz. —Makielos ha brindado asilo a esta gente desde que el problema con Taheriah se agravó.

—¿Makielos ha brindado asilo? ¿O ha abierto sus puertas a un montón de espías que llegan aquí para matarme?

—Si quisiera eliminarlos, ya lo habría hecho. No soy yo la que sigue dejando una coladera para que pasen.

—Es la única manera de obtener información rápida. —Chaos comenzó a guiar a su caballo por el mismo camino que las condujo hasta ahí. —Después de todo, la mayoría son demasiado obvios.

Liz abrió la boca, iba a responderle, a reñirla, pero se calló al ver de reojo la sonrisa burlona de su emperatriz, quién todo ese rato jugó con ella de una forma tan sutil que no se dio cuenta. De nuevo.

—Si sigue actuando así, los que la rodean van a dejar de tenerle respeto. —dijo Liz, aparentando indiferencia.

La única mano que llevaba el control en la montura de la emperatriz dejó de sostener las riendas para hacer un ademán despectivo.

—Por el contrario, es porque actuó así que ellos me tienen respeto, incluso miedo. Cuidan mucho sus palabras delante de una figura con poder, pero, conmigo, las cuidan mucho más, porque saben que puedo parecer una cosa y cuando menos se lo esperan ya tengo lo que quería de ellos. Los tengo a ellos.

El cuerpo de Liz se tensó por la sensación abrumadora que recorrió su espalda, sacudió la cabeza, alejando los recuerdos de Chaos y de los espías, de lo normal que le resultaba jugar con ellos y matarlos.

Varias veces intentó decir algo, pero las palabras que antes se le escapaban con facilidad, huyeron lejos del nudo que apretaba su garganta.

Ya no tenía ganas para regañar a su emperatriz, así que cerró la boca y permaneció el resto del viaje en silencio.


Su llegada al campamento tuvo un recibimiento pomposo; los músicos dejaron de perder el tiempo debajo de la acogedora sombra de los árboles, plantándose en el centro del lugar para tocar, los guardias que no estaban en las torres de vigías formaron dos líneas paralelas a lo largo del camino, hasta la sección de trofeos, en dónde los lores que ya habían llegado, comían a gusto, sentados en una mesa larga, escondida entre las telas verdes que el viento mecía a medias.

La mayoría de asientos estaban ocupados y quedaron vacíos al instante en el que se anunció el regreso de Chaos, quién avanzó sin prisa, observando desde su montura los diferentes trofeos colocados en una mesa aparte, fuera de la tienda donde se servía la comida de los cazadores.

—Hay buenas piezas. —comentó Liz, cuya voz regresó sin contratiempos al serenarse un poco. —Esa de allá, el ciervo al lado del jabalí, tiene buena piel. Si se vende podría llegar a valer hasta tres dedos de oro.

—O una mano de plata. —agregó Chaos, bajando de un salto. —¿Por qué tan lúgubres hoy? Creo que hasta hace poco los escuché riendo.

—Majestad. —Laslo, el segundo lord avanzó con cuidado. —Eso que trae en brazos...

—¡Ah! —Chaos puso una expresión de haber recordado algo importante. —Ya lo había olvidado, pesa tan poco que ni siquiera recordaba que seguía aquí. Liz.

—Majestad.

—Llévala a mi carpa, que alguien la limpie y la atienda, si tiene heridas, encárguense de ellas. Iré a verla más tarde.

Liz asintió, volvió a tomar el cuerpo de la joven y partió entre el silencio y la gente curiosa que no dejaba de cuchichear.

—¿Es de Taheriah? —Lord Prud extendió un abanico adornado con el símbolo de un águila, el símbolo de su casa.

—Pertenece al imperio a partir de ahora. ¿Qué importa su pasado? Conocen las leyes, cualquiera que pida asilo en estas tierras será recibido.

—No tengo dudas de su forma de gobernar, majestad, pero, ¿ha olvidado ya los atentados durante los últimos años? La muerte parece haberse asentado a su lado y sin un heredero para la corona, ¿cómo espera mantener al pueblo tranquilo?

—El pueblo está tranquilo. —Chaos sonrió a medias. —Parece que los únicos preocupados por la cuestión del heredero son ustedes.

—Su deber es asegurar la sucesión.

—Mi deber es gobernar un imperio, lord Prud. Si le molesta mi forma de hacer las cosas puede irse a Taheriah, hasta lo que sé, sus reyes actuales estarían encantados de tener una presencia como usted en su corte, que los presione para engendrar un nuevo vástago que suplante a la princesa.

—No es momento para bromas, majestad.

—Ni para hablar de hijos, lord Prud. —Chaos entró a la carpa, con un grupo de lores pisándole los talones. —Tengo hambre y sed, así que comamos y bebamos está tarde y mañana y también pasado mañana. Una vez que regresemos a la capital hablaremos de esto.

—Lleva años diciendo lo mismo, majestad.

Chaos se detuvo.

—¿Y todavía no se cansa de insistirme? —preguntó, causando risas y una mirada de odio que atravesó su espalda cuando traspasó las cortinas que iban a juego con su ropa de montar.


La carpa era... Ordinaria, verde y dorada. Nada extravagante. Abarcaba el mismo espacio que la de un soldado de alto rango y no más.

Los muebles de madera negra emitían un aroma a pino, vegetación y montaña, un aroma natural que se mezclaba a medias con la fragancia de un perfume suave. Casi todo el lugar estaba lleno de armas, libros y ropa bien acomodada en estantes, baúles o cajoneras con grabados de serpientes.

Al abrir los ojos lo primero que vio fue el candelabro decorativo sobre su cabeza, hecho por un juego de tres cristales blancos enredados en el cuerpo de una serpiente de oro, con la boca abierta y una pose de amenaza.

Los latidos de su corazón se desbocaron y tuvo que aferrarse a la cama hasta que el susto desapareció, olvidado casi al instante por una risita al otro lado.

Todavía sin dejar de presionar el colchón, se irguió lento, apenas parpadeando una o dos veces. Chaos no la miraba, ya no, volvía a estar centrada en el papeleo amontonado en su escritorio. Movía la pluma tan rápido que a la joven le dolió la cabeza de solo verla.

Esa mañana, Chaos todavía no se había cambiado, a pesar de que el medio día estaba cerca. Llevaba horas con un pantalón simple de algodón puro, junto a una bata de un verle pálido, que no servía de mucho para cubrir la desnudez de su torso, dejando expuesta la cicatriz recta que bajaba de su cuello hasta su ombligo, un sendero irregular y moteado por los lunares pintados en su piel. La mitad de su cabello estaba atado en un moño mal hecho y la otra mitad bajaba, lacio y libre hasta su cintura, lo que recordaba una cascada mortal en un desfiladero.

—¿Tienes hambre? —Chaos por fin bajó la pluma. —No he desayunado tampoco, así que pensaba pedir algo. ¿Tú qué quieres? Escuché que en Taheriah es común desayunar un pan de trigo recién hecho, acompañado de mermelada de bayas y un guiso de carne. ¿Deseas que lo pida para ti?

La chica se pegó más al respaldo, apretando la sábana y sudando frío.

Chaos se sobó la cien y repitió lo que acaba de decir en la lengua de Taheriah, cuidando su tono y la posición que tenía, sin embargo, la joven siguió sin responderle.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Chaos obligándose a sonreír sin burla. Pero como tampoco obtuvo ninguna respuesta se cruzó de brazos y frunció el ceño. —Quizá sea muda. —dijo para sí.

Una almohada voló en su dirección, golpeándola de lleno en la cara.

—Auch. —se quejó, aunque el golpe no le dolió en absoluto.

—No soy muda. —la joven la fulminó. —Mi nombre es Menthe.

—Así que hablas mi lengua. —Chaos se levantó para acercarse. —Creí que en Taheriah los esclavos no tenían acceso a educación.

—Y no la tenemos. —Menthe se hizo un ovillo al ver qué Chaos tenía intenciones de sentarse en el borde de la cama. —Yo serví en palacio, así que tuve más oportunidades de escuchar las lecciones de los nobles. No es complicado si pones atención.

—Ya veo. ¿Y qué hacía una sierva del palacio taheriano en medio del bosque que pertenece a Makielos?

—Huía. —Menthe pegó su frente a sus rodillas. —Taheriah ya no es lo que era antes y estar en palacio ya no te garantiza la vida, ni siquiera si le sirves a un noble o a la casa real.

—¿Te amenazaron?

—No, pero si me quedaba seguro y lo harían. La reina ha estado demasiado violenta desde que mataron a su familia, ya no tiene reparos en asesinar a cualquiera que la haga enojar.

—Así que huiste porque tenías miedo.

—¿Algún problema con eso?

—No, de hecho no. —Chaos se paró de la cama. —Tus motivos me son irrelevantes, ya estás aquí, ahora puedes vivir sin miedo.

—Antes estaba segura, pero ahora no sé a dónde ir. Aquí no tengo a nadie.

—Ven al palacio, puedo ofrecerte techo, comida y un salario si trabajas ahí. —Menthe se hizo pequeña, lo que obligó a Chaos a agregar: —Nadie va a lastimarte, puedes irte cuando quieras y a dónde quieras. Incluso ahora estás en posición de denegar mi oferta.

Menthe la analizó con recelo, decidida a descifrar el mensaje encriptado detrás de todo. Chaos volvió a reírse.

—No hay trampa en esto. —Chaos buscó entre su ropa algo que pudiera quedarle, entregándole un conjunto cerrado. —Makielos no es igual que Taheriah, a veces es mejor, a veces es peor, depende el humor de la emperatriz según dicen.

Los ojos de Menthe se iluminaron.

—¿Conoces a la emperatriz?

Chaos asintió y, usando el tono pretencioso que Liz tanto detestaba, dijo:

—Yo soy la emperatriz.

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