¿Tu vida es siempre igual de interesante?
―Te falta raíz de mandrágora, ¿No? ―preguntó Amy un rato después, releyendo la verdadera lista―. Aunque sigo sin poder creerme que exista ―bromeó.
No pude reprimir una sonrisa, y señalé hacia adelante. Ya nos habíamos adentrado un par de kilómetros hacia el sur.
―Ves todos estos árboles enormes, ¿Verdad?
Asintió.
―Son como un cinturón, un escudo mágico que separa la reserva del corazón del bosque. Entre sus raíces tiene que haber mandrágora. Pero cuando la encuentre tendrás que ponerte los cascos del mp3 a tope, aunque te duelan los oídos de aguantarlo. Y asegúrate de que no te cambia de canción.
― ¿Por qué? ―Se rio, mientras nos acercábamos a buen paso hacia el cinturón― ¿Es verdad lo que decían en Harry Potter?, ¿Sus gritos matan?
―No tienen porqué, sobre todo si son jóvenes como pienso cogerlas. Pero sí pueden reventarte los tímpanos ―sonreí algo divertido por aquella pregunta―. Y no me gustaría visitar urgencias tan pronto.
Habíamos seguido andando entre aquellos inmensos árboles. Y por fin encontré lo que buscaba.
―Mira justo ahí ―señalé el hueco entre las raíces de un árbol.
Nos quedamos en silencio, mientras recogía, primero lo más fácil, las hojas.
―Ahora ponte los auriculares. Sube el volumen a tope y asegúrate de que la canción no cambia mientras yo esté manipulándola ―expliqué, haciendo lo propio con los míos.
Ajusté el volumen y la música empezó a resonar de forma estruendosa en mis oídos.
― ¿LOS TIENES YA, ESTÁS ESCUCHANDO MÚSICA A TODO VOLUMEN? ―bramé. Ni siquiera me escuchaba a mí mismo con Whiskey in the Jar de Metallica envolviéndome.
Sí, también escucho música humana. Lo habéis podido comprobar en más de una ocasión. En Aztlán se consume entretenimiento humano. Aunque soy bastante selectivo. No me gusta cualquier cosa a la que vosotros llamáis música.
Asintió con efusividad y torciendo el gesto, de seguro molesta por el volumen.
― ¡PERO DATE PRISA! ―suplicó― ¡LO TENGO EN ALEATORIO Y ESTÁ SONANDO MADONNA! ―Se quejó.
Me reí para mis adentros. Allá vamos, me dije.
Agarré firmemente el tallo de la planta y tiré con todas mis fuerzas hacia arriba. Una raíz más fea que una cabeza mal reducida salió de debajo de la tierra berreando como solo sabe una mandrágora.
Hice un hechizo para dormirla, y después, cuando dejó de gritar, la corté en pedazos.
Suena un tanto cruel, lo entiendo. La primera o segunda vez te quedas un poco tocado. Pero las demás plantas no pueden gritar, ¡Como si tampoco sufrieran! No sé, me imagino que todas sufren igual y por eso no dejas de cogerlas para hacer filtros. Al final tienes que acostumbrarte, porque son necesarias para miles de cosas útiles, y algunas incluso pueden salvarte la vida. Que tampoco es que tu vida valga más ni menos que la suya, pero bueno, se trata de sobrevivir. Suficiente por hoy. No soy un buen defensor de la flora local.
― ¡YA ESTÁ! ―grité por fin mirando a Amy.
Se quitó los cascos.
Balbuceó algo que no entendí. Fallo de comunicación.
― ¡¿QUÉ?! ―grité, todavía escuchando metálica.
―PORQUÉ NO TE QUITAS LOS CASCOS DE UNA VEZ ―Me respondió riéndose. La escuché porque en ese preciso momento acababa la canción.
Torpezas de ponerse nervioso.
―Había olvidado que los llevaba puestos ―Me excusé, regresando al silencio del bosque.
―Eres un desastre ―sonrió― ¿Podemos ir yéndonos? ―añadió.
Asentí.
― ¿Vas a salir esta noche de patrulla? ―preguntó mientras caminábamos.
―Salgo prácticamente cada día ―suspiré―. Aunque sea un rato, por si las moscas.
―Ojalá pudiese hacer algo, lo que sea, para ayudarte. No sé ―divagó―. Podría ir contigo. A veces es mejor dos que uno.
Frené en seco, desconcertado.
― ¿Estás loca, Adamahy Kenneth? ―Me reí― No te ofendas, no es porque seas tú. A cualquier otro humano le diría lo mismo. No es recomendable porque tendría que protegerte a ti también y otros podrían verse perjudicados.
Suspiró, frustrada.
― ¿Entonces qué puedo hacer?
―Luca y tú os encargáis de que nadie de casa haga nada raro por la noche, como irse a hacer una ouija al cementerio y por ahí ―ambos nos reímos―. Y si pasa algo raro, o os comentan algo fuera de lo común, me lo transmitís.
Sonrió y me tendió la mano. Yo le estreché el antebrazo y ella correspondió, asumiendo que era una costumbre de sladers, sin preguntar.
―Hecho ―concedió.
Se hizo el silencio.
―Empiezo a sentirme una inútil a tu lado, ¿Sabes?
Me pilló por sorpresa, la verdad.
―Ninguno de vosotros sois inútiles ―expuse con asombro. Nunca se me hubiera pasado por la cabeza que los humanos pudieran sentirse de esa forma―. Los humanos tenéis una función en el mundo, y los sladers tenemos otra. Son cosas diferentes, y no se deben comparar. Sería como, ya sabes, comparar a un médico con un profesor; los dos hacen cosas muy diferentes por la sociedad, pero ambos son importantes. Uno no vale más que otro.
Se mordió el labio.
―Ya, pero, entiéndeme ―Se defendió―. Me parece injusto que tengas que jugarte la vida hasta el fin de tus días por una raza que no te respeta. Es como admitir cada día que tu vida no vale nada ―terció con amargura.
No podía creerme lo que acababa de escuchar. Tantos años maldiciendo a los humanos porque eran incapaces de ver mi punto de vista. Y resulta que sí, que cuando les explicas entienden, y, a veces, sin tener que explicar más de lo necesario.
―Gracias ―contesté con sencillez, todavía desconcertado.
Frunció el ceño y negó con la cabeza.
― ¿Por qué? ―preguntó tan sorprendida como yo.
―Porque tú todavía no lo sabes, pero acabas de devolverme la fe en la humanidad.
Rompió a reír.
―No he hecho nada, solo decir que algo es injusto, Dakks. Nada más.
―No sois conscientes, pero la mayoría de las veces valdría con una palabra de gratitud, con una muestra de comprensión, como la que acabas de tener, para sentir que ninguno de nosotros ha muerto por nada.
Después se hizo el silencio y continuamos caminando hasta alcanzar uno de los senderos principales del parque natural, por lo que el camino se volvió más fácil.
― ¿Es común?
― ¿El qué?
―Que muráis protegiéndonos.
―Nosotros nacemos con una función, Amy, ya te lo dije ―repetí―. Nuestra función en el universo es protegeros. Estamos aquí para eso. Asumimos desde niños que nos toca vivir deprisa, y morir jóvenes. Es parte de nosotros. Somos efímeros, y quien pretenda tener más, es un loco.
― ¿Quién dice que tenéis que protegernos? ―preguntó indignada.
―Es complicado de explicar. Tal vez algún día os lo cuente ―reiteré.
Sonrió.
―Cuando estés preparado me encantará criticarlo.
Me reí. No pude evitarlo.
Era definitivo, aquella raza no podría dejar de sorprenderme. Y, debo admitir, que, pese a todo lo que se me venía encima, fue la primera vez en cuatro meses en que sentí que había tomado la decisión correcta aceptando ese viaje.
―Qué chapa te he dado, no sé cómo me aguantas ―dije un poco avergonzado.
Ella me golpeó con su mochila mientras se reía.
― ¿Aguantarte? ―comentó divertida― Vivir contigo es más fácil que vivir con mis hermanas ―sonrió― ¡Bastante más fácil!
― ¿Cuántas hermanas tienes?
―Dos ―suspiró―. Una de trece años, otra de dieciocho. Insoportables, ya sabes. Una está adolescente perdida, y la otra se cree que por marcharse a la universidad ya es adulta en todos los sentidos. ¡Vamos hombre! Si en Estados Unidos ni siquiera eres mayor de edad legalmente hasta los veintiuno ―Se burló poniendo caras―. Es tonta perdida, la pobre. Yo me llevé toda la inteligencia de la familia ―bromeó.
No pude evitar reírme.
― ¿Qué estudia?
―Leyes, derecho... algo de eso ―bufó―. Solo quiere ser rica, montarse un bufete en Los Ángeles o algo así, y ligarse a un tío de oro. Como vivíamos en un pueblucho en medio de la nada cuando ella era más joven, supongo que ahora que nos mudamos a Oklahoma City llega a la universidad y la vida le desborda. Solo quiere salir de fiesta.
Me reí. Me sonaba de algo todo aquello.
― ¿Y la pequeña?
― ¿Qué quieres saber de ella?
― ¿Por qué es insoportable? ―pregunté.
Los dos sonreímos.
―Bueno. A ella hay que disculparla un poco ―aclaró―. Está en una edad muy mala, y demasiado ansiosa por crecer, ligar con chicos, enamorarse. Idealiza cualquier cosa, adora a Justin Bieber. Lo típico de las hormonas flotantes de los trece años.
―Tú tenías trece hace apenas tres años ―Me burlé―. No estás tan lejos de ser una niña.
Se rio.
―Que idiota eres, Dakks.
―Una niña muy pequeñita ―seguí burlándome―, que juega con... ¿Con qué jugáis los humanos?
Ambos rompimos a reír. Pero mi curiosidad era real.
―Aclaro que mi curiosidad es real.
Me sacó la lengua.
―Tiendo a olvidar que no eres humano, disculpa Dakks ―después se puso pensativa―. Pues bueno, hay de todo. Muñecas, coches, videojuegos... ―suspiró sonriendo, como si añorase una parte de ella que vivía en el pasado y a la que ya no se le permitía existir por más tiempo―. Yo adoraba las muñecas, no era muy especial. Todavía tengo una caja con Barbies por algún lado del viejo granero de mi padre, aunque no he vuelto por allí, hace bastante tiempo que no voy a verle ―suspiró. Ahí estaba el tema de sus padres, pero supuse, con acierto, que no convenía ahondar en nada de aquello― ¿Y tú? ―preguntó, desviando la conversación.
― Yo ya no soy un niño, la semana que viene hago diecisiete ―seguí burlándome.
―Te haces viejo ―Me picó.
―Y tú también, déjame ver ―dije rozándole la mejilla― ¿No es eso una arruga?
Me dio un golpe en el brazo, y sonrió. Seguimos andando en silencio.
―No en serio, ¿Con qué jugabas tú de pequeño?
Aquella pregunta me desconcertó. Yo había jugado a muchas cosas, pero ninguna se parecía en nada a lo que los humanos enmarcaríais en la categoría de juguetes. ¿Cómo explicar aquella sarta de estupideces?
―Bueno ―dije arqueando las cejas y mirando hacia el cielo en busca de alguna idea aceptable para empezar a hablar. La idea no llegó. Así que tendría que ser directamente, con dos cojones― En Aztlán, mi dimensión, las ciudades son bastante grandes, y es común que la gente viaje en naves de un lado a otro. Incluso de una ciudad a otra en el día. Es habitual que ya de pequeños a los niños se les regale pequeñas naves, casi como coches de choque que vuelan a unos centímetros del suelo. Mi hermano, Agnuk y yo estábamos en la calle todo el día, haciendo carreras ―recordé, sonriendo―. Adoraba volar. Luego seguí construyendo y pilotando naves más grandes, y no se me daba mal. Pero después una serie de leyes restringieron el vuelo en menores, y estuvo más complicado seguir dando mal por las calles ―olvidé mencionarlo, pero fue después de que me estrellase contra los ministerios, lo que a nadie le hizo mucha gracia. Aún recuerdo los gritos de mi madre cuando la guardia real me trajo a casa. Tenía 8 años. Risas ―. Por suerte en mi casa hay un enorme desván, repleto de chismes mágicos alucinantes. Entre toda aquella chatarra encontramos un libro de conjuros absurdos. Nos dedicábamos a probarlos y luego teníamos que solucionar los entuertos ―me reí recordándolo. Añoraba demasiado esos años―. Aparte hacemos otras cosas más normales, ya sabes, música, cine, alcohol y desenfreno por aquello no sé si seguiré con vida mañana, eso sobre todo desde los catorce ―Me apresuré a aclarar―. Poco más, la verdad. Aunque también inventé un deporte extraño que acostumbro a practicar en invierno y se parece bastante al surf. Digo que se parece bastante porque en Infierno Verde, la región donde vivo, no hay mar. Así que después de ver ejemplos de surf en películas humanas, e interesado en el tema, probé varios métodos para practicar algo que se le pareciese.
Ella rompió a reír.
― ¿Tu vida es siempre igual de alucinante? ―Me reprochó, asombrada― ¿Cuándo pensabas decirme que pilotas naves espaciales?
Me encogí de hombros.
―No se presentó la ocasión ―Me defendí riendo―. Te recuerdo que hace unas horas me tomaste por loco cuando te confesé que era un slader.
Nos reímos.
Se hizo un pequeño silencio, y continuamos andando. Estábamos ya cerca de salir de la reserva.
― ¿Y se puede saber cuáles eran esos métodos alternativos para surfear? ―sonrió.
Suspiré.
―Ideé dos ―aclaré―. Aunque uno de ellos solo puedo ponerlo en práctica en invierno. En cualquier caso, el primero era una pequeña tabla de madera que encanté con un conjuro sencillo para que al decir unas palabras volase, y con eso iba por la ciudad haciendo una especie de skate. Pero con el tiempo el hechizo caducó y un día me rompí un brazo porque la tabla me tiró.
Casi aplaudió.
― ¿Qué años tenías? ―preguntó con rapidez. Me desconcertó.
―Doce años ―respondí, frunciendo ligeramente el entrecejo.
―Yo también me rompí el brazo cuando tenía doce años.
― ¿De veras?
―Sí, fue poco antes de mudarnos con mi madre a Oklahoma City ―sonrió―. Mi hermana mayor y yo íbamos subidas en el tractor con el abuelo a recoger el trigo de los campos. Nos estábamos peleando, y ella me empujó, con tan mala suerte que yo me caí del tractor.
―Alucinante ―dije sin dar crédito.
― ¡Lo alucinante es que eso te parezca "alucinante"!
―Explícate.
―Ya sabes, con una vida tan interesante como la tuya a mí cualquier cosa como esta me parecería aburrida.
―Mi vida es normal para la gente como yo, para mí lo alucinante es ver un tractor ―dije―. Nunca he visto ninguno. ¡Ni siquiera tengo claro para qué sirven!
Volvimos a sonreír mientras caminábamos, en silencio.
― ¿Y el segundo método? ―preguntó con curiosidad retomando la conversación.
Pensé por unos instantes en cómo explicarlo de forma sencilla. Pero no había forma sencilla.
―Es una especie de surf, pero con corrientes de aire.
― ¿Corrientes de aire? ―preguntó mirándome de arriba abajo.
Me reí.
―Sí bueno. Te sitúo un poco primero ―comencé― Conocemos esas corrientes como los vientos Alisos que vienen de la región de las Arenas, más allá del Norte. Es un desierto de arena tan grande que podrías tardar más de un año en recorrerlo entero sin dejar de caminar un instante. Allí el clima es muy extremo, y solo un talud montañoso con un paso tallado en la roca separa la región de Las Arenas de la Selva de las Luces, en donde está mi ciudad, Áyax, el lugar más hermoso que existe ―sonreí―. Lo es sobre todo en invierno, cuando apenas hay seis horas de luz al día. La estación blanca es inconfundible, y a parte de un espeso manto de nieve que vuelve la selva blanca, la caracterizan esos vientos, que son especialmente fuertes en el linde de la selva, donde el paso del Norte que por esas fechas se convierte en un talud de hielo que sella las montañas separándonos por completo de la región de Las Arenas, y aislando Infierno Verde de todo a su alrededor.
―Vale, me voy situando ―dijo pensativa―. Tú sigue, si no me entero ya te pararé.
Sonreí.
―El caso es que descubrí un portal que conducía directamente a una gruta en esas montañas, y en invierno me dedico a usarlo todos los días. Se me ocurrió que, si esos vientos eran tan fuertes, podrían ser como la fuerza de las olas. Ya sabes, también hay corrientes de aire, así que las estuve estudiando. Su fuerza, sus trayectorias. Aclaro que puedes distinguir los vientos porque tienen colores.
― ¿Cómo van a tener color los vientos, Eliha? ―preguntó sin dar crédito.
―Es por el desierto de Arenas. No se parece en absoluto a nada que los humanos conozcáis como desierto. Sus arenas tienen millones de colores ―suspiré, me estaba metiendo en un berenjenal de explicación. Terminaría por no entenderme ni yo mismo, pero, sin duda, valía la pena explicar tanta belleza―, propiedades propias, y se emplean para crear objetos mágicos de gran valor. Cuando llega el invierno, el fuerte viento frío de las regiones del norte atraviesa el desierto de Arenas como una tempestad, barriéndolo todo a su paso, y las distintas corrientes se tiñen de los colores de las arenas que transportan. Así que puedes distinguirlas perfectamente por el color que traen. Además, son siempre las mismas, y de los mismos colores. Si te las aprendes una vez ya las conoces para siempre. A mí me gusta surfear una que es azul, hasta les he puesto nombres. A ésta la llamo Anzuk.
― ¿Significa algo?
―Tsunami ―sonreí.
Arqueó las cejas.
―Sin palabras ―dijo boquiabierta.
―A lo que iba. La modalidad de surf que inventé consiste en coger la misma tabla un poco destartalada que uso para la otra modalidad, deshacer el encantamiento, y lanzarme al vacío para coger los vientos. Son vientos tan fuertes que es como si fueran olas gigantes ―expliqué entusiasmado―. Algunos incluso se parecen en la forma, y puedes saltar de una corriente a otra. Cuando la que surcas se enfría más y baja hacia abajo, pero puedes enlazar con la corriente cálida que ya se ha calentado al surcar la selva y asciende para volver a enfriarse.
Se detuvo en el linde del bosque, a escasos metros del campo que nos separaba de las afueras de Kurnell. Y me observó de arriba abajo. Yo me eché a reír al ver su cara. Demasiada información para un día.
―Me tomas el pelo, ¿verdad? ―dijo sin salir de su asombro― Tiene que ser eso.
―Si alguna vez vienes a mi casa, te lo enseñaré, lo prometo.
― ¡Por Dios santo, Eliha Dakks! ―exclamó― ¿Cómo narices haces para bajar sin matarte?
―Bueno, para qué mentir, alguna que otra ya me he pegado ―admití―. Por eso es "un deporte" solo apto para sladers ―Me reí―. Pero intento seguir la corriente fría que desciende, en concreto la que se tiñe de verde, Onzak, que significa "Verde" ―aclaré rápidamente porque supuse, con acierto, que tenía curiosidad por saber qué significaba―, que conduce a unas cuevas al pie del acantilado, donde hay unas enormes telas de Kayacs.
― ¿Kaya Qué?
―Kayacs ―De nuevo diciendo estupideces que luego tenía que explicar. Muy bien Eliha, más información adicional para terminar de asustar a la gente―. Unos bichos parecidos a las arañas, pero más o menos de mi tamaño. Hacen telas muy resistentes y no demasiado pegajosas para cubrir la entrada a los laberintos de roca donde habitan. Son ideales para el aterrizaje y se puede bajar con facilidad.
Después de mi magistral explicación, y sin más dilación, Amy no pudo evitar romper a reír en mi cara. Yo también me reí.
―Eres el ser más alucinante que he conocido, Eliha Dakks ―dijo mientras volvíamos a emprender el camino hacia casa, ya siguiendo la calle Captain Cook―. Por lo menos ahora entiendo por qué se te dio bien el surf desde la primera vez que Alan nos llevó a probar.
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