Safe and Sound


Después del vacío el portal nos abandonó a nosotros. Y caímos al suelo, un mullido pasto de hierba que no evitó que nos diéramos ―mejor dicho, me diera, porque la caída de Amy la frené yo a propósito― el tortazo de nuestra vida.

Pero era oficial. Estábamos en Fardell. Lejos de los demonios.

Para ser más exactos, en un campo a las afueras de un pequeño pueblecito que celebraba la llegada del alba como cualquier dimensión paranormal no conflictiva. La claridad del cielo vislumbraba la cercanía del alba.

Las luces de las antorchas y farolas en el pueblo se divisaban en el horizonte cercano, y al otro lado se extendía un inmenso bosque, entre suaves montañas. Solo a lo lejos, en algún lugar del Oeste, se podía escuchar el susurro apaciguador océano.

Fardell era una dimensión pacífica, habitada por seres de tipo humanoide o híbridos pacíficos, y fauna y flora autóctona.

Allí todo era océano. Solo una pequeña porción de tierra emergía del mar en mitad de la nada, formando una isla que tendría el tamaño de Europa, en un planeta que tendría un tamaño dos o tres veces superior a la Tierra. Pertenecía a un universo vacío, en el que no había vida más allá de ese pequeño continente, y que vivía bajo la luz de una vieja estrella.

Allí no había grandes ni aparatosas ciudades. Pero sí contaban con grandes adelantos tecnológicos. La preminencia rural de su geografía dotaba a la dimensión de una calidez especial. Surcada por enclaves difusos y más reducidos, pueblos de calles acogedoras, estrechas y hermosas, que durante el día acogían exóticos mercados, y celebraban vistosas verbenas en la noche.

Aquellas habían sido las horas más angustiosas de mi existencia en mucho tiempo. Pero, por fin, todo había acabado.

Aún sin saber cómo, la había encontrado. En mitad de la nada, y aun cuando parecía imposible escuchar su corazón a miles de años luz de distancia, en un lugar que ningún slader había conocido sin morir.

No hacía ni un año que vivíamos juntos, pero esa noche mi corazón había asumido la evidencia: Adamahy Kenneth era la persona que me había estado esperando durante toda mi vida. Y el destino había escogido aquel momento para ponerle nombre a esa chica que gritaba en mis pesadillas, desde hacía mucho. Y para rebelarle a ella el secreto que nos unía.

Fue en ese preciso momento cuando me di cuenta de que no quería negar más la verdad. Aquella noche, ella estaba viva. Y yo estaba vivo. Él ahora me pertenecía, pero Ella es una maldita cínica, y el futuro un engendro sin escrúpulos. El que exista un ahora convierte al futuro en una ironía imprecisa que todavía no nos pertenece, y no sabemos si nos pertenecerá. Y sentí que ese ahora me volvía valiente. Más valiente de lo que había sido en mucho tiempo.

Recuerdo que me levanté y la ayudé a ponerse en pie. Iniciamos una marcha silenciosa hacia aquellas viejas luces del pueblo costero que se erguía un par de kilómetros al Oeste, más allá de los campos, en algún lugar del horizonte nocturno que pronto se abandonaría al amanecer.

Allí nos darían abrigo esa noche, mientras yo no tuviera energía para conjurar el portal que nos llevase de vuelta a casa. Y, si todo terminaba bien, estaríamos en Pangea al alba del siguiente día.

Las luces titilaban en la lejanía hacia la que nos dirigíamos con a paso lento, arrastrando los pies. Todo el cuerpo pesaba, pero estábamos vivos y esa adrenalina todavía nos embriagaba. Estaba nublado, aunque se divisaban claros en la costa, y pronto se escuchó el murmullo de las gotas precipitándose sobre los árboles en la lejanía. Ese murmullo se acercaba poco a poco, y terminó por alcanzarnos. Primero una lluvia ligera, luego un mar de gotas imparable. Pero en Fardell la lluvia es caliente. Y desata embriagadores aromas al contacto con la vegetación única del lugar. Primer productor de perfumes de la dimensionalidad. Y no por casualidad.

― ¿Dónde estamos Eliha? ―aquella tímida pregunta rompió el silencio. Pero seguimos andando, uno junto a otro.

Suspiré.

―Estamos en una dimensión llamada Fardell. Es segura. La composición de la atmósfera es muy similar a la terrestre, y la habitan razas ántropas. Tendremos que pasar aquí la noche, y mañana, cuando tenga energía suficiente, podré abrir un portal para volver a casa ―expliqué―. Hubiera querido abrirlo ahora, pero no me quedan fuerzas ni rádera para conjurar un portal directo a la Pangea, que está bastante más lejos de lo que parece de la dimensión de donde hemos venido.

Seguimos andando en silencio, aunque, para mi sorpresa, su mano buscó la mía. Recuerdo cómo su dedo meñique chocó con el mío, y todo el vello de mi brazo se erizó. Entrelazó su pequeño dedo con el mío, y soy honesto si admito que sonreí. No sé por qué. Mientras avanzábamos unidos por ese extraño contacto humano.

Tras un rato de andar, y aún lejos de las luces, terminé por reunir el valor necesario para decir lo que había estado pensando desde que ella desapareció.

―Lo siento mucho ―admití al fin, y parte de mi lastre se liberó.

Frenó en seco, rompiendo ese tenue contacto humano que nos unía, y se colocó frente a mí. Mirándome con seriedad. Sentí alivio al volver a ver aquellos ojos azules en los que tanto adoraba perderme.

Nos quedamos ahí quietos, solo mirándonos. Uno frente a otro.

―No tienes que sentir nada, Eliha ―terció, estaba tan triste como sorprendida por mis palabras―. No es tu maldita culpa que ―trató de encontrar palabras mientras sus ojos se perdían en el firmamento―, lo que quiera que fuera esa cosa se me llevara.

Técnicamente sí era mi culpa. Ya que ella nunca habría terminado allí de no ser porque Stair podía imaginar que me importaba. Olvidaba que los ministerios son expertos en recabar información de toda clase sin rendirle cuentas a nadie y utilizarla a su antojo.

Pero ella no podía saberlo.

―Yo solo...

―Podría haberse llevado a cualquiera Eliha ―se encogió de hombros―. En todo caso yo debería agradecer que tú estuvieras ahí para evitar... ―dos lágrimas resbalaron por sus mejillas, y desvió la vista hacia un lado, luego miró al firmamento y tomó aliento. Después su mirada se posó de nuevo en mis ojos―. Si hubiera sido otra chica. Si no te hubiera conocido. Nadie habría averiguado jamás a donde había ido a parar ―Se encogió de hombros, recuperando la compostura―. Ahora sería tan solo una más entre la lista de personas que desaparecen cada año.

Después su voz se quebró, y empezó a llorar. Esta vez de verdad.

Y yo no pude verla llorar. Porque dolía mucho. Y mucho más cuando yo sabía que era posible que O'Lantern se la hubiera llevado solo para atraerme hasta allí, y darme el final que habría de encontrarme de igual forma en no mucho tiempo. Muchísimo más cuando sabía que no podía contarle nada si pretendía protegerla.

Como movido por ese extraño impulso que me había poseído varias veces aquella noche, y del que posiblemente Anet fuese artífice, me acerqué y la abracé. Adamahy Kenneth era una persona muy fuerte, y no había tenido una vida fácil. Por eso sentirla temblar como una hoja entre mis brazos, incapaz de frenar su propio llanto, me encogió el corazón.

Hundió la cabeza en mi pecho y me devolvió el abrazo con fuerza.

Y entonces, una certeza igual de grande que la evidencia de aceptar lo que sentía, me asoló. Igual que tenía la necesidad de permitirme sentir, y de permitirme quererla por todo lo que el futuro no me dejaría quererla, tampoco podía soportar la idea de que ella pudiera resultar dañada por mi culpa.

Pero entonces no importaba yo.

―No tengas miedo, ¿Vale? ―susurré, manteniendo mi abrazo―. Cuando amanezca abriré un portal hacia la tierra, y todo volverá a su lugar. Esto no va a volver a pasar, yo...

―No es eso Eliha ―Me interrumpió, mirándome desde abajo, todavía abrazada a mí. Los dos estábamos empapados―. No estoy asustada, es sólo que...

Parecía estar escogiendo las palabras apropiadas para continuar.

―Había soñado muchísimos años con una noche como esta, ¿Sabes? ―admitió, apenas un segundo después s emostró avergonzada por sus palabras―. Ahora pensarás que soy una estúpida por tener la frivolidad suficiente como para pensar en eso ahora mismo.

La miré. Todo lo que Adamahy Kenneth necesitaba era que nadie la juzgase.

―No te juzgaré. Nunca lo he hecho, y nunca lo haré ―concluí, demostrándole tranquilidad.

Asintió.

―Aun a riesgo de que todo lo que crees que sabes sobre mí se vaya al traste ―comenzó―, debo admitir que ha habido muchas cosas difíciles en mi vida. Esta noche solo necesitaba sentir que todo era fácil. Que podía ir a una fiesta con amigos, y construir recuerdos inolvidables lejos de casa. Lejos del recuerdo de mi padre, y lejos de gente que nunca me entendió. De personas que nunca sabrán amar. Que solo serán "gente", y nada más ―admitió dando un matiz peyorativo que no pasé por alto a la palabra gente―. Lejos de amigas que se avergüencen de mí cuando les he entregado todo lo que soy, de gente que intenta hacerme creer que soy tonta. Quería alejarme de todos los recuerdos. De los falsos amigos. De los novios estúpidos que no me respetan y me quieren solo como a un objeto con el que pueden hacer lo que les dé la gana, o que les sirve para ganar prestigio en un estúpido juego social que no entiendo y nunca entenderé. De gente que piensa que siembro mal a mi paso, y ni siquiera se detiene un segundo para explicarme por qué soy mala persona ―admitió, poniendo de un golpe todas las cartas sobre la mesa, mientras dos lágrimas resbalaban de nuevo por sus mejillas―. Creo que, por muy pretencioso o arrogante que suene, esta noche creía merecer... otra cosa ―suspiró y me miró, incómoda.

Aquellas palabras iban mucho más allá de lo que yo sabía, pero ese momento me asaltó una idea.

Quizás había llegado la hora de admitir algunas verdades.

―Te he entendido porque sé lo de tus padres. Y sé que no has tenido una vida fácil, Aymss ―admití con sencillez―. Puede que no supiera todas estas cosas y, sin duda, me alegra saberlas, y poder decirte que toda esa gente se equivocaba. Puede que esto te sorprenda, pero cuando se me encargó vivir con vosotros me entregaron informes completos con el perfil e historia de cada uno de vosotros. Me contaron toda tu historia, al menos, la parte que ellos conocían. Y entiendo lo que dices. Te entiendo ahora, y te entenderé en el futuro. Pase lo que pase.

Me miró, asombrada.

― ¿Me estás diciendo que entiendes que me entristezcan estupideces cuando tú te has jugado la vida esta noche para que yo siga viva?

Me reí.

― ¿Es lo único que te sorprende?

Sonrió, por primera vez desde que llegamos. Y ese abrazo que nos unía no se rompió.

―Supongo que parte de mí lo sabía. Parte de mí había asumido que sabías todas esas cosas. Aunque no sé, es raro.

― ¿El qué es raro?

―Es como si...

―Vamos, no me hagas sacarte las cosas con sacacorchos ―sonreí.

La lluvia empezó a intensificarse y rompimos nuestro abrazo para seguir camino.

Suspiró. Estaba nerviosa.

Sentí su corazón latiendo fuerte, tan fuerte como el mío.

―Vas a llamarme loca, ¿Sabes? ―empezó―. Pero es como si parte de mí siempre hubiera sabido que existías, y que tarde o temprano nos encontraríamos. Hace unos meses que te conozco, pero es como si siempre hubieras estado conmigo. Como si siempre hubiera esperado... a alguien como tú.

Con aquellas palabras sentí como mi corazón se desbocaba. Latiendo fuerte y lento. Creí que me moriría en ese instante. Inesperado y hermoso. Tan aterrador como repleto de significado. Pero tomé una decisión. Porque no había otra cosa que desease más, y aquella noche, aun recordándome por qué tenía miedo al amor, me había devuelto el significado de la palabra coraje.

Frené en seco y la detuve agarrándola con suavidad del antebrazo. Le hice girarse y quedamos el uno frente al otro. Y me sumergí en aquellos ojos azules que me observaron desde las profundidades de una mente brillante. Me devolvieron una mirada cargada de sentimiento. Ninguno de nosotros sonrió, pero nos acercamos. Tanto que pronto la distancia entre nosotros se redujo a unos centímetros escasos, que nuestras miradas seguían venciendo. Y respiré su aliento y ella el mío.

No sabía si aquello estaba bien, o estaba mal. Solo sabía que no quería perder la oportunidad de vivir deprisa, y morir joven. Ladeé la cabeza hacia su cuello, ebrio de su perfume. Acaricié su rostro, y, después de todo la distancia que nos separaba se tornó insignificante. Como si fuéramos dos imanes que se atraían tan fuerte que habrían sido capaces de fusionar en una estrella todas las dimensiones del universo, inventando un futuro que la vida desconocía. Fundiéndonos en el beso que presagiaba el amanecer del resto de nuestras vidas. 

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