Los peligros que escondía el futuro

Algún rato después logramos llegar a casa de una pieza. Lo que resultó de agradecer.

Luca cerró el pestillo de la puerta aquella noche, como convencido de que aquello podía tener una auténtica finalidad profiláctica. Pero yo no lo entendí. Después de todo, las viviendas humanas no son seguras, y nunca lo serán. Da igual cuantos pestillos pongas a tu puerta. El mal tiene otras muchas formas de encontrarte si se lo propone.

Pero tampoco iba a decir nada.

Esa noche todos mis compañeros bromearon, porque le tocaba cocinar a Luca, y muchas veces habíamos cenado comida carbonizada en esas ocasiones. Pero no fue así aquel día. Pese a la reticencia de mis compañeros probamos la nueva receta especial de Luca Antelami, que, por cierto, no estaba mal –―desde entonces un día a la semana, el que Luca cocinaba, cenábamos eso―. Los sándwiches con piña. Para los italianos una aberración en la pizza, pero en un sándwich se podía permitir. Y sí. Luca era un espíritu creativo para todo, excepto para la cocina.

Después nos fuimos pronto a la cama. Al día siguiente era martes y madrugábamos. El viernes eran los exámenes trimestrales, y todos estábamos de los nervios. Solo quedaba el consuelo de que para ese viernes habíamos apalabrado ir a una fiesta a la que planeaba asistir toda nuestra clase, y medio instituto. Se celebraría en un garito bastante chulo que organizaba fiestas para menores, en las que no se vendía alcohol, pero a las que todos iban bebidos de antemano. La única motivación era emborracharme, si soy sincero. Pero no dejaba de ser una motivación.

A esas alturas del primer periodo llevábamos un ritmo agotador de estudio y trabajo, y comenzábamos a estar bastante hartos de todo. Ya sabéis, la monotonía atrapándonos. Cuando tu rutina no te da más que para sobrevivir, y algo de diversión entre estudios, trabajos, y obligaciones, las cosas se hacen más difíciles para todos. Las broncas eran cada vez más frecuentes, por los nervios previos a los exámenes. Y al final del día estábamos tan cansados que llegábamos rotos a la cama, y nos desplomábamos en la habitación, a veces sin siquiera ponernos el pijama. Era solo llegar a la cama, tirarte y quedarte dormido hasta el día siguiente ―incluso para mí, lo que ya es mucho decir considerando que tengo más aguante que los humanos―.

Con las Juventudes la cosa estaba parecida. Apenas podíamos quedar para tomar algo después de los entrenamientos porque los exámenes eran ese mismo viernes por la tarde. Si. Todos juntos, ahí, con un buen par de flechas. Los nervios vivían en el ambiente. Anet y yo nos llamábamos de vez en cuando para comentar la jugada, los trabajos, o por si había que llevar alguna tarea hecha para el día siguiente que fuéramos incapaces de recordar. Todo contaba y se agradecía poder tener a alguien en quien apoyarte a la hora de recordar cosas. Es difícil enfrentarte a un aprendizaje humano, pero imaginad lo que es tener que dar el máximo en dos estudios a la vez. La exigencia era abrumadora y todos temíamos no estar a la altura de los próximos exámenes, en los que, os recuerdo, cualquiera podía morir.

Solo me quedaba el consuelo de que el sábado era mi cumpleaños, y concluía por fin el primer periodo lectivo humano del curso. Al día siguiente todos regresaríamos a nuestras casas por diez días. Y mis padres dejarían de ser un holograma que hablaba desde un webbern cada semana para reconvertirse en algo tangible a lo que abrazar.

Pero aquella noche, preocupado por lo que había sentido en el bosque, me costó horas dormir.

Muchos de vosotros me llamaréis loco, pero sentía que algo oscuro se cernía sin remedio sobre mi vida. Y estaba seguro de que lo que quiera que Luca y yo hubiésemos sentido en la penumbra de los árboles, rondaba por ahí, en algún lugar entre la oscuridad de esas calles, y entre todos aquellos bosques. Al acecho de una oportunidad para poner en riesgo la felicidad que, poco a poco, y, sin dejar de echar de menos mi vida, había logrado empezar a construir en aquel lugar.

Puesto que era incapaz de dormir, me senté en el alféizar de la ventana y me limité a juguetear con el colgante de Agnuk, que siempre pendía de mi cuello, mientras observaba la luna. Faltaba poco para que fuera llena, y se veía hermosa. Tanto que por un instante me sentí en casa, aunque la ilusión se desvaneció tan pronto como advertí como rielaba en el mar, a lo lejos, y recordé que hasta que llegué a aquel lugar nunca había visto el mar.

No pude evitar pensar en todos los peligros que mi futuro escondía, en algún lugar. Eran tantos que nunca podría vencerlos todos. Tantos que alguno de ellos, más tarde o más temprano, terminaría por destruirme, por mucho que hubiera vencido un millón de veces antes.

Y temía ese día, como todas las criaturas lo temen. Por eso miré al cielo, como tantas veces he hecho, preguntándome qué se esconde en su espesura, preguntándome si hay algo allí, esperándonos.

Traté de tranquilizarme diciéndome que todo parecía en calma. De hecho, el día anterior había salido de patrulla por la zona, y no había encontrado nada fuera de lo común.

Pero, si debo ser honesto, es precisamente en esas noches cuando más miedo sienten los sladers. Porque sabes que algo peor que lo todo lo que suelas enfrentar acecha en alguna parte. Y que, tarde o temprano, vas a tener que hacerle frente. Pero en ese momento todo cuanto te queda, es esperar.

Vosotros diréis, "Qué pesimista este chico, cuando todo va mal se queja, y cuando va bien se queja también."

Quizás no os falte parte de razón. Pero eso es ser slader. Tu mera existencia te enseña a escudriñar hasta la última de las sombras de la noche en busca de algo temible que puedes no encontrar. Y te hace aprender que bastará que no rebusques una, y a veces hasta dos veces, para que haya algo ahí que aguarda tu momento de debilidad, para salir a tu espalda, y arrancarte las entrañas o arrebatarte todo aquello que amas. Y en el peor de los casos basta con que te relajes un instante para que todo se vuelva cenizas, y algún inocente pague las consecuencias de tus actos. Eso, en verdad, es todavía peor para un slader que enfrentar su propia muerte. Porque supone tener que vivir con la culpa a tu espalda y su rostro grabado en la memoria, acompañándote allí donde vayas, mientras todavía existas.

Fue el mismo frío viento del bosque llegando hasta mi rostro lo que me devolvió a la realidad, trayéndome de vuelta de algún lugar entre la maraña de pensamientos que me asalta con frecuencia como un demonio del que nunca te libras.

Sentí erizarse el vello de mi nuca. Y Luca se removió en su cama, abriendo los ojos un momento porque el viento le llegaba directo.

― ¿Quieres cerrar la maledetta ventana e dormir, Dakks? ―suplicó con los ojos entornados por el sueño―. El despertador suena a las cinco...

Asentí y accedí a su petición. Cerré la ventana con cuidado, y Luca volvió a dormirse casi en el acto.

Yo me tumbé en mi cama en silencio, y después de una hora o dos me dormí con una decisión firme tomada. Me pondría a investigar el asunto tan pronto como fuese posible. No quería dejar ningún cabo suelto. Pero aquella canción me atormentó de nuevo en mis pesadillas.

"Porque mi doncella se fue, y mi caballo ha muerto. Ella llevaba el fruto del amor".

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