La simulación ocho. Los exámenes en Mok
Fue después del examen de filtros. Me tocó al azar un examen de nivel 8, no muy difícil teniendo en cuenta que el máximo era el 9. Y el mínimo el 7. Lo agradecí porque una parte del examen era preparar una de las pociones vistas hasta la fecha escogida también al azar de entre unas cuantas seleccionadas. Me tocó la lengua de fuego. Un potente veneno utilizado en el primer milenio entre los Dámases de la Galaxia Arissos. Parte de una dimensión lejana que quedaba más allá del cinturón de materia oscura, probablemente la última del mapa conocido de la dimensionalidad. Allí hubo una gran pugna entre la casta dirigente, y los dámases, o reyes, se mataban entre ellos utilizando gran variedad de venenos, muchos de los cuales hoy han sido prohibidos y solo se permite prepararlos en exámenes avanzados de filtros puesto que se prestan a ello. Son pociones complejas, cuyo resultado es difícil de obtener y que son vistosas de probar en droides simuladores. Nadie espera que prepares perfecta una poción así. La primera vez que me tocó hacerla había hecho estallar la cabeza al droide en menos de tres segundos, en lugar de obtener su efecto real. Tradicionalmente se entiende que la Lengua de Fuego, tras su ingesta, no tiene vuelta atrás. Es como si un humano bebiera un tanque de ácido sulfúrico. Solo que puede tardar varias horas en hacer efecto, y su sintomatología aparece gradualmente. Primero un leve picor en la lengua que se va extendiendo hacia todos los órganos del aparato digestivo. Le sigue un gran escozor interno, que poco a poco se vuelve insoportable. En su fase final el dolor se vuelve insoportable, y puesto que las estructuras y órganos internos comienzan a disolverse el afectado comienza a vomitar sangre y pedazos de sus propias vísceras, hasta que muere desangrado. Habiendo padecido durante horas un terrible sufrimiento.
Mi filtro funcionó a la perfección. Lo sentí por el droide, pero es un droide de pruebas, no tiene sentimientos ni sufre, así que simplemente lo padeció y acabó en un estado bastante lamentable para cuando abandoné la sala del examen en donde los examinadores contemplaban estupefactos cómo un alumno de las juventudes había podido preparar bien un filtro digno del tercer año de la carrera de Luglalogía, que es la denominación que damos a los estudios que cursa el cuerpo de rastreadores en la universidad. De un alumno de las juventudes solo se espera que no haga un desastre demasiado grande. Así que había superado las expectativas.
― ¿Qué tal ha ido? ―preguntó Anet una vez llegué al lúgubre pasillo de las mazmorras en donde esperábamos para ser convocados a las simulaciones. El orden también se había sorteado, y nosotros íbamos a ser los dos últimos compañeros que pasarían el examen. Por eso nos encontramos solos en ese pasillo.
Suspiré.
―No hay ido mal ―sonreí.
―Sacarás buena nota, eres bueno en filtros ―admitió, sentada en uno de los bancos correderos de piedra frente a los que se disponían las diferentes puertas en las que se habían convocado microdimensiones para realizar las simulaciones. Yo me senté a su lado y miré fijamente una de las puertas.
―Si logra levantar la hecatombe de historia dimensional... ―Me reí―. Será difícil porque creo que he hablado hasta de María Antonieta.
―La historia humana es muy pegadiza ―apuntó mi amiga―. Y confusa.
―Pues si ellos tuvieran que aprender la historia del millón de dimensiones que se conocen hasta la fecha en la dimensionalidad, así humanas como paranormales, les estallaría la mente ―Me reí.
―Llevas razón ―Se encogió de hombros.
Se hizo el silencio.
―¿Sabes ya algo de Han? ―pregunté.
Asintió.
―Ha ido bien ―concluyó―. Le tocó el siete. Se le resistió un poco la última parte, y acabó con un brazo roto. Pero está bien.
Llegaba la tan temida pregunta. Pero me faltaba valor para volver a formularla. Abrí y cerré la boca varias veces, sin ser capaz de articular sonido mientras pensaba cómo podía preguntar aquello de nuevo.
Pero no me hizo falta. Anet sabía bien de qué hablaba.
―Por lo que sé hasta ahora hay veinte muertos, entre ellos Marcuss ―contestó con sencillez―. Y tres más están en estado crítico.
Maldije al sistema y, de nuevo, la maldije a Ella. No había tenido demasiada relación con Marcuss, más allá de salir a emborracharnos alguna vez, y que era un buen compañero en las clases. Pero no podía evitar recordar a Agnuk cuando maldecía todo lo que nos pasaba. Cuando enfrentaba aterrorizado sus exámenes cada cuatro meses. Aquella situación era un fracaso de la existencia.
―Es una cínica de mierda ―bufé.
―O ellos lo son ―concluyó mi amiga con tristeza.
La observé con curiosidad.
―A veces eres demasiado ingenuo, Eliha Dakks ―sonrió.
― ¿Te refieres al sistema? ―inquirí con cautela, porque son temas de los que hay que hablar con mucha prudencia.
Asintió con convicción.
―El sistema. Las personas que permiten que ocurra esto. Que disfrutan con ello. Que creen que les da prestigio y que tiene un fin, cuando no lo tiene. Solo es producto de una sociedad ancestral que vivió otra época. Un vestigio de nuestra cultura que ahora no tiene razón alguna para existir. Pero Ella no tiene la culpa de cómo las sociedades evolucionan, ni de que los individuos que las integran no sean capaces de valorar la vida de otros.
Aquella respuesta me dejó en shock. Lo había pensado más de alguna vez. Pero no con tanta claridad. No con tanta contundencia. Durante muchos meses había odiado a Ella, cuando la verdadera lacra de una sociedad son los individuos que la componen.
Guardé silencio por unos instantes, mientras Anet se secaba las lágrimas que resbalaban, calmadas, por sus mejillas.
―Megustacómopiensa,señoritaBlankard ―concluí, imitando la misteriosa voz de Farluk.
Después de un instante ambos rompimos a reír. Y estoy seguro de que nunca nadie había reído en esa mazmorra.
Permanecimos en silencio. Había tres niveles de simulación programados para ese examen. También se sortearían entre los concurrentes. Un 6, un 7, y un 8. Eran niveles muy altos. Dignos de futuros estudiantes de luglalogía. El mayor que había enfrentado en mi vida había sido un cinco. Y no había supuesto ningún problema para mí, pero tenía ganas de comprobar cómo podían ser los demás.
Las gotas caían desde grandes estalactitas que componían la techumbre de aquella bóveda. Todo allí era de piedra. Iluminada por las antorchas. Y no había ni una sola ventana, tan solo las doce puertas que daban acceso a los diferentes niveles de simulación existentes en el universo, siendo la última la que escondía una pesadilla. La pena insurreccional. La única forma conocida en la dimensionalidad de pena de muerte, reservada para delitos extremadamente graves, como aquel por el que buscaban al Desertor de Parnassos.
Por un momento lo visualicé atravesando esa puerta mientras gritaba. Y padeciendo una muerte horrible. Pero no habría sido suficiente. Hubiera querido matarlo con mis propias manos. Seguía libre y Agnuk ya no era más que cenizas en las cataratas de Amarna.
Traté de tranquilizarme y apartar todo ese odio de mi mente. No quería que en plena simulación mi segunda alma se liberara. Tendría que responder demasiadas preguntas, y según Arnold había dicho, aquello podía ser peligroso. Tenía pensado hacerle una visita tan pronto regresase a Infierno Verde. Había demasiadas cosas que quería saber. Y lamentaba no habérselas preguntado antes.
Me concentré en el ruido de las gotas que caían e inundaban el suelo de la sala, poco a poco, y que eran de color rojo. La sala apestaba a humedad y a cinabrio. Con toda probabilidad nos encontrábamos en alguna de las catacumbas de los ministerios de lucha, construidas en alguna gruta bajo el tenebroso cauce del río Rojo.
―No podré sobrevivir a una ocho, Dakks ―Las palabras angustiadas de Anet interrumpieron mi ejercicio de meditación, dejándome en shock porque era la última persona en el mundo de quien hubiera esperado escuchar aquello.
Titubeé por un momento.
―Podrás ―La animé.
Suspiró.
―Tú has matado solo a un Assein esta mañana Eliha ―Me reprendió―. Nunca encontrarás un Assein en una simulación menor de diez. ¿Acaso no leíste el libro de las simulaciones y la catalogación de criaturas demoniacas?
Guardé silencio, porque, en efecto, aún no lo había hecho.
―No sacarás el ocho, Anet ―La animé―. Hay tres posibilidades. Tienes más probabilidades de no sacarlo.
Respiró hondo. Como intentando tranquilizarse. Se afanaba en frotar las palmas de sus manos sobre los pantalones del uniforme negro. Sus botas de cordones estaban manchadas de fango. Y su camiseta desgastada no la protegía del frío que hacía en aquella estancia. A mi tampoco. Pero en cuanto la lucha comenzara, no íbamos pasar frío.
―Estoy muerta de miedo. No estoy preparada.
Agarré su hombro y me aseguré de que me miraba.
―Eres la mejor de las juventudes, Anet ―dije abruptamente, cortando su hilo mental―. Puede que yo sea una rara avis en esta especie, pero no tienes que mirarme a mí. Sino mirarte a ti y a todo lo que has conseguido sin la ayuda de nadie. Eres brillante. Tienes ingenio, talento, seguridad en ti misma. Controlas tus movimientos. Y tienes una forma especial de bailar en la lucha. Una difícil de catalogar para un enemigo en el combate cuerpo a cuerpo. Manejas cada arma que haya conocido. A la perfección. Como si hubieras nacido con ella agarrada en la mano ―expuse, con convicción―. Salga el número que salga. No vas a morir hoy.
En ese instante se empezaron a escuchar pasos tras una de las puertas y ambos retornamos a las posiciones originales. Sentados en la bancada. Distantes. En silencio.
No mucho después se abrió la puerta de la simulación que estaba marcada con un seis, y Namibia salió por su propio pie, aunque bastante magullada. Nos levantamos y la abrazamos fuerte.
No podíamos hablar con ella puesto que todavía no habíamos hecho el examen. Peor ambos nos llevamos las manos al corazón para indicarle que celebrábamos que hubiera sobrevivido. Después uno de nuestros profesores entró, estrechó su mano para felicitarla, y le pidió que lo acompañase a la enfermería.
Ella se giró y murmuró "Que Ella os guarde". Antes de perderse tras aquella puerta.
De nuevo quedamos solos, aunque esta vez ya no por mucho tiempo.
Los otros tres profesores de lucha, Zamal, Orduk y Safira, accedieron de súbito a la mazmorra escasos dos minutos después. Ataviados con sus trajes de gala tradicionales, de diferentes colores: Amarillo, verde y rojo. Uno desde cada puerta. Con seriedad, sin dirigirnos palabra alguna más allá de las instrucciones a seguir para sortear las simulaciones. Había tes piedras en una bolsa. Cada una con un número escrito. Ambos debíamos meter las manos a la vez y sacarlas. Ellos extraerían la tercera, y cerrarían definitivamente esa puerta. Los otros dos profesores se meterían a reprogramar las simulaciones que siguieran en curso. Y nosotros esperaríamos allí hasta que fuera el momento y las puertas se abrieran.
Terminada la explicación nos hicieron ponernos en pie, y acercarnos a la bolsa que los tres sostenían y en la que solo quedaban ya tres piedras.
"Que Ella te guarde" dijimos los dos a la vez, en la mente del otro. Sonreímos e introdujimos las manos al mismo tiempo para rastrear con las puntas de los dedos en busca de una de las piedras. Yo no tardé mucho. Tomé la primera que tanteé en el fondo. Anet, todavía con la mano dentro, lo pensó más que yo. Jugueteó con ambas, y finalmente escogió una. Las aferramos fuerte en el puño, mientras los profesores extraían la tercera.
Era la seis.
Nos la jugaríamos entre la siete y la ocho.
Anet cerró los ojos, muy afectada. Orduk y Safira, vestidos de verde y rojo, se metieron respectivamente en la puerta siete y en la ocho. Sentía el corazón de Anet latir al límite por momentos. Yo sabía que ella podía con una ocho, pero solo si estaba convencida de que era capaz de hacerlo. Y no parecía para nada convencida.
Zamal salió de la estancia sin dar ninguna explicación.
Yo abrí mi mano para ver cuál era el número de mi piedra. Aunque técnicamente no estaba permitido.
Era el siete.
Suspiré. Yo lo había hecho otras veces. Había sobrevivido a cosas que Anet ni siquiera imaginaría. A cosas que en el Sur nadie ha tenido que enfrentar nunca. Yo había enfrentado a un demonio de un nivel diez y había vencido. Para mí el nivel cinco era una risa. Y dicen que el gran salto se da entre el nivel siete y el ocho. El ocho se considera ya uno de los niveles capitales. Más cercano al diez o al once, que son los niveles a los que enfrenta un rastreador profesional en su examen final de lucha, y que quedan todavía a años luz de una insurreccional.
Suspiré.
―Anet ―susurré. Ella se giró para observarme con el rostro tenso, casi empezando a temblar, pero con la dignidad aún reflejada en sus ojos―. Dame tu piedra.
Me observó confusa.
―Confía en mí ―supliqué―. Vamos a salir de esta. Los dos.
No pareció muy convencida.
Pero yo si lo estaba, así que forcejeé con ella para cambiarnos las piedras. Y así lo hice. Justo cuando las puertas siete y ocho se abrían de súbito y Orduk y Safira salía para recibirnos.
Anet me dedicó una mirada que no supe descifrar. Entre recriminatoria y aterrada.
―Extended las manos ―indicaron los profesores.
Obedecimos. Y sobre mi mano quedó el ocho, y en la de Anet el siete. En ese momento se quedó blanca. Me observó de forma fugaz, sin entender por qué lo había hecho.
"Que Ella te guarde, señorita Blankard" respondí mientras Safira me daba paso hacia la entrada número ocho, en donde iba a enfrentarme a todos mis demonios, dispuesto a superarme a mí mismo y demostrar cómo nos las gastamos en el Norte. Los olvidados. Esos de los que nadie sabe, y con los que nadie cuenta, pero que son los guerreros más poderosos y letales bajo el cielo. Dispuestos a jugar y divertirse. Hasta que caiga el último grano del reloj de Arena, y Ella llegue. Los señale. Y decida que todo ha terminado para ellos.
****
Quedé muy sorprendido cuando la puerta se cerró y quedé confinado dentro de una extraña habitación. Era una biblioteca antigua, toda realizada en madera. Con estanterías altísimas con libros. Una armería. Una chimenea. Incluso mobiliario decorativo; botellas de cristal, jarrones, una chimenea con fuego ardiendo, katanas japonesas, y un gran mapa de la dimensionalidad.
Como simulación era muy creativa, eso desde luego. Incluso parecía un lugar acogedor.
Sabía que hasta el nivel ocho las simulaciones tan solo tenían una única prueba en su interior. La nueve tenía dos, la diez tres, y la once cuatro escenarios diferentes. Así que aquel iba a ser el único escenario en el que lucharía.
Me paseé por el lugar, observándolo todo. Lo primero que hice fue acercarme, a grandes zancadas, a la armería, en donde logré hacerme con un par de machetes. Las previsiones eran que alguna de esas estanterías se abriera de un momento a otro y dejara pasar al demonio o los demonios a los que me debía enfrentar. No podía ser algo muy difícil. Pero los minutos pasaban, y allí nada pasaba.
En ese momento me percaté de que había un retrato. El retrato de un guerrero japonés. Y parte de mi sintió un escalofrío a mi espalda. Observé el fuego en la chimenea, y desde allí se levanto un fuerte viento.
Me quedé petrificado en el sitio al comprobar que tan pronto como levanté la vista, el guerrero del cuadro había desaparecido.
No podían hacer que me enfrentase a un fantasma... no a un vengador. ¿O acaso sí podían?
El suelo comenzó a temblar, y los libros comenzaron a caer. Con violencia. Varios me golpearon con fuerza, tirándome al suelo. Y la estancia comenzó a girar. Lo primero que pensé fue en la armería. La sellé con un hechizo y corrí hacia una escalera de biblioteca que unía ambos pisos de la librería. Me agarré con fuerza mientras la estancia comenzaba a ponerse del revés. Más rápido de lo que hubiera deseado.
¡Maldita sea mi suerte!
Todo lo que pude pensar es que necesitaba dos cosas.
Pero en ese instante los dos machetes que había extraído de la armería cobraron vida propia, y comenzaron a arrojarse contra mí. Uno de ellos atravesó mi brazo y me clavó a una librería. Chillé, no por dolor, sino por rabia. La estancia seguía moviéndose y yo volviéndome loco.
Logré atrapar el otro machete con mi mano izquierda, dispuesto a atravesarme la cabeza, y justo a la altura de mi cara. Forcejeé fuerte con él. y practiqué un conjuro de transformación. Lo convertí en un libro. Pero se abrió por la mitad y no lo pude parar, se estrelló contra mi cara, haciéndome gritar por haber golpeado mi nariz, que todavía estaba rota de esa mañana, la sentí sangrar de nuevo mientras las hojas de aquel libro trataban de asfixiarme. La habitación giraba cada vez más rápido, y la fuerza centrípeta era tan fuerte que la inercia te llevaba hasta las paredes. Resultaba imposible moverse de allí. Y los libros, los sables, los trozos rotos de los jarrones, incluso las brasas del fuego que comenzaba a incendiar la estancia, se esparcían por todas partes.
Maldije mi mala suerte. A Ella. Y a todo el sistema dimensional.
Había pasado de cantar y presentarme borracho a tener que resolver un entuerto de esa talla. ¡A un demonio lo puedes matar a un fantasma no!
Pero eso es...
Yo había visto a aquel hombre en alguna parte. En un libro de espíritus. Era...
¡Era un Goryiõ!, ¡Un fantasma guerrero vengador de Japón!
Piensa Dakks, me dije. ¿Qué hizo Salomón con los setenta y dos demonios de primer orden a los que encerró? Vamos recuerda, Dakks, leíste el Lemegeton Clavicula Salomonis. Los encerró en una vasija de bronce sellada con símbolso mágicos, obligándolos a trabajar para él.
¡Pero no quiero que trabajen para mí, solo confinarlos!, ¡Y no tengo rádera para crear una microdimensión como hice con el vengador!
¡Busca un contendor y séllalo convocando las runas sagradas!
Grité de rabia. Traté de forcejear con el machete que me mantenía clavado a la pared.
Un par de minutos después logré arrancarlo y liberarme, pero salí despedido por la fuerza centrípeta fruto de la velocidad a la que giraba la estancia. Me quité el libro que me asfixiaba de la calle y lo agarré. Un libro puede ser un contenedor. Y si no puede demostraremos que si puede, Dakks. Dijo aquella vocecilla en mi interior que nunca se calla.
Me coloqué en una esquina de la estancia, agarrándome como me era posible a las estanterías vacías, y aguantando los golpes de todo el mobiliario que cada cierto tiempo se precipitaba sobre mí. Sostuve el machete en mi mano, y abrí el libro sobre mis piernas, en cuclillas, tratando de impedir que volase por los aires. Era un ejemplar del Demonomicón. Y se abrió justo por la página de los fantasmas vengadores. Y apareció su rostro. Lo reconocí de inmediato. No era cualquier espíritu Goryõ. Era el más fuerte de los espíritus goryõ al que jamás había enfrentado la humanidad, y, con toda probabilidad estaba enfadado porque alguien lo había sacado de su templo. Era Tenjin, tal y como su fotografía identificada a pie de página confirmaba.
Maldita sea mi mala suerte. Maldije. Cállate, a estas alturas bien podrías estar muerto.
Clavé el cuchillo en el lomo del libro, separando ambas páginas para asegurarme de que no se movía de allí. Y comencé a hablar. Procurando que mi voz resonase por todas partes.
― ¡Yo te hablo Tenjin, Sugawara no Michizane, que fuiste gobernador de Fujiwara! ―bramé. La estancia comenzó a girar más deprisa y las cosas a golpearlo todo con más violencia―. ¡Por la magia de las runas sagradas de Abrahamelim el mago yo te confino en este libro y lo devuelvo a Kitano en donde morarás por siempre sin que nada ni nadie te perturbe! ―concluí.
Después grabé las palabras agmara maraka en las páginas del libro con el machete, y lo hice desaparecer con un conjuro enviándolo a Kitano en donde está el altar que se erigió en honor a Tenjin para aplacar su ira.
Acto seguido todo se detuvo.
En el instante después me encontré solo en aquella estancia que ahora parecía paralizada. Los libros, muebles y trozos de objetos rotos se desplomaron a plomo. La chimenea volvió a encenderse, y la figura de Sugawara regresó al retrato en donde quedó petrificada.
La puerta por la que había entrado y mi profesora entró aplaudiendo, visiblemente sorprendida y felicitándome mientras me ayudaba a levantarme y se ofrecía a acompañarme a la enfermería.
Había superado una simulación ocho. Y con ella mis primeros exámenes en los ministerios.
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