El rincón secreto de Anet

Apenas veinte minutos después Anet y yo nos adentrábamos en el mercado de abastos de la ciudad.

Era una enorme basílica de hierro forjado con columnas de hierro colado. Su techumbre, imponente, constituía un armazón de bóvedas de cristal.

Al interior se distribuían cerca de ocho pisos de pequeños puestos en los que se vendía prácticamente cada ingrediente para filtros que pudiera existir en el universo. Era el más grande de la dimensionalidad. Kilómetros de zoko en el que cualquiera podría perderse. Podías entrar allí y no volver a salir jamás. Era como un gran laberinto, a semejanza del urbanismo de la propia ciudad. Diversos aromas de todas las clases que deleitaban y al mismo tiempo asfixiaban se entremezclaban en el ambiente, viciado por una densa capa de humo de los fabricantes de filtros. Era difícil ver seis metros más allá de tu posición. Solo alguien que conociese bien aquel lugar era un guía seguro para visitarlo. Por suerte, yo tenía a la mejor.

―¿Cómo no me contaste esto antes, Dakks? ―Me regañó, Anet.

―Todo ha sido muy rápido, y esta mañana la señorita se libró de los exámenes ―Me quejé―. No me habría ido tan mal si hubieras estado allí.

Arqueó las cejas.

―Eres increíble ―admitió―. Pero lo importante es que ahora estamos en esto juntos.

―Esta noche tendrás que pasar desapercibida ―suspiré―. Ahora todos conocen mi secreto, y no sé como irá la cosa, pero el tuyo sigue a salvo y debemos procurar que así sea.

Asintió.

―Te ayudaré en lo que me sea posible ―suspiró―. Quizás esta noche no sea de mucha ayuda más que para pelear. Siempre que logremos sacarlo de allí, claro está, y que las cosas se pongan feas.

―Que espero que no.

―Pero mañana me pasaré a verle por el hospital, antes de que vayas tú. Y como soy mentalista le manipularé para que te haga caso con lo que le cuentes ―Y soltó la bomba. Ahí con dos narices.

Frené en seco, y me miró sonriente.

― ¿Ese era tu secreto? ―pregunté― ¿Mentalista?

Sonrió.

―Pero no te preocupes, tienes una mente demasiado fuerte como para entender una sola palabra de lo que piensas ―admitió―. Una de las pocas que jamás he conseguido leer ―Se encogió de hombros.

Suspiré.

―Eres una caja de sorpresas, Anet ―concedí.

―Sospecho que tú también lo eres.

Me encogí de hombros.

Se hizo el silencio mientras andábamos, adentrándonos en aquel laberinto de humo, en el que había miles de puestos con dispuestos bajo toldos de tela de miles de colores. Toda clase de seres provenientes de cada miserable rincón de la dimensionalidad recorrían en silencio esas estrechas galerías que conformaban los toldos y colgajos de paños. Sus vestiduras y formas eran pintorescas, y allí nadie se miraba a los ojos porque era de mala educación. Un par de mujeres me sorprendieron escudriñando sus atuendos, y me gané alguna suerte de insulto en una lengua que jamás había oído.

―No te separes de mí ―susurró Anet, mirando fijamente hacia adelante y anudando fuerte su riñonera en el pecho―. Dicen que Mok es tan inmensa que podrías perderte a ti mismo en algún recodo de sus calles. Pero en este sitio de verdad desaparece gente, y nadie vuelve a saber de ella. No hables alto. No mires a nadie. Y sé discreto.

― ¿Es uno de los sitios más peligrosos de la dimensionalidad? ―pregunté en un susurro.

―No lo parece ―admitió―. Pero no lo dudes.

Comenzó a caminar más rápido. Nos metimos en uno de los pasillos bajo palio que se adentraban en la margen izquierda, y acabamos subiendo por unas escaleras de caracol de hierro forjado. Varios pisos. La desde allí se veía todo. Envuelto en una nube de humo. Un amasijo de colores. Las telas, vistas desde la altura, dibujaban un enorme mosaico desdibujado por esa espesa niebla. Y era igual en cada piso.

― ¿Sabes a dónde vamos? ―pregunté. No era que me encontrase demasiado bien, para qué mentir. Y estábamos en una urgencia.

Asintió.

―Solo hay una persona en el universo capaz de aglutinar en un puesto todo lo que hay en estas listas ―suspiró, agitando los papeles en su mano derecha, mientras emergíamos en el último de los pisos de aquel zoco.

Allí el humo se volvía más denso que en ninguna parte, y era aún más difícil ver. Las telas lo cubrían todo, y la luz de las cristaleras tan solo pasaba tamizada por las gruesas texturas de aquellos lujosos tejidos que no se descolorían al sol, cayendo en algunas grietas sobre el polvoriento suelo como si de haces de luz se tratase. Me esforcé por respirar. El olor de la magia era tan fuerte en ese lugar, que anegaba los pulmones y dificultaba la inhalación. Nunca había sentido nada igual. Era como si todos los rastros de la magia del universo confluyeran juntos hacia aquel lugar y estallaran en mil pedazos esparciendo su aroma hasta barrerlo todo. Era la prueba viva de que la magia es la materia primigenia del universo.

Había menos gente, por no decir que casi éramos los únicos en atravesar esos corredores. Los más misteriosos que hubiera visto. No pude evitar girarme para observar cómo a mi alrededor toda clase de vendedores aguardaban charlando en sus puestos, rodeados de toda clase de criaturas que nunca había visto, de ingredientes de toda índole, tarros de formol, báculos y receptáculos mágicos, piedras y amuletos consagrados, plantas medicinales y elementos de la naturaleza en su expresión más vívida.

―No te distraigas, Dakks ―suplicó mi amiga―. Ya casi hemos llegado. No llames la atención. Y cuando lleguemos a ese lugar recuerda lo más importante. Faruk es un buen hombre, será educado y simpático, pero no apartes la mirada de sus ojos. No te detengas en su rostro, ¿Me has entendido? ―advirtió.

― ¿Pero no os molestaba que un desconocido os mirase a los ojos? ―pregunté, sin entender nada de lo que Anet decía.

―Y así es. Pero Faruk no es de por aquí. Y su rostro no se parece a nada que hayas visto antes, Dakks ―suspiró―. Es el único superviviente de los tiempos de la Gran Plaga.

Me detuve estupefacto y la agarré, hasta que frenó en seco y me observó desconcertada.

― ¿Tiene más de dos mil años? ―pregunté desconcertado.

Asintió.

―Nadie puede precisar la edad que tiene, Dakks. Pero sí sé que es alquimista ―aclaró.

Todo encaja.

―Ahora, si todavía estás de acuerdo, sígueme ―pidió, molesta―. No tenemos todo el tiempo del mundo.

Comenzamos a andar.

― ¿Está muy lejos? ―pregunté.

―Justo al final de este pasillo ―respondió con decisión.

Apenas cinco minutos después nos encontramos entrando a aquella jaima. No se parecía a un tenderete. Era más bien una enorme tienda, cubierta de una lujosa tela anaranjada, a la que se accedía por una puerta custodiada por una hilera de filamentos que debías atravesar como si fueran una cortina.

―Tápate la nariz y la boca, Dakks ―indicó Anet mientras cruzaba con las dos manos cubriendo sus fosas nasales y su boca. Yo la imité y pronto entendí por qué. No eran simples filamentos, sino tenias. Y podían introducirse en tu cuerpo si no adoptabas las precauciones necesarias.

Una vez dentro tuve que hacer un esfuerzo para adaptar mis ojos a la penumbra.

Era una estancia circular inmensa surcada por andamiajes de madera, en cuyo fondo se emplazaba un escueto mostrador de madera con una balanza romana. Miraras hacia donde miraras, había estanterías repletas de ingredientes de todas las clases. Y por todas partes flotaba un intenso aroma que jamás había catado. En el centro de la estancia, una enorme águila real viva se posaba sobre un pequeño árbol. El techo era muy alto. Con toda probabilidad por un hechizo aumentativo. Allí dentro podría haber existido un universo entero.

Anet me indicó con un gesto que la siguiera, y en escasos dos minutos nos emplazábamos al pie del pequeño mostrador. En ese instante Farluk emergió de una pequeña puerta que de seguro conectaría la trastienda con aquella maravilla de la magia. Recordé lo que Anet había dicho, pero tuve que esforzarme. Su rostro estaba tan repleto de cicatrices que resultaba imposible no perderse en él. Era como si se tratase de un interminable laberinto. Me concentré en mirar sus ojos, marrones, y nobles. Escudriñando nuestros rostros. Me pareció que sonreía.

―Noesperavaverlapronto,señoritaBlankard ―dijo, con un extraño acento que arrastraba las palabras, hablando muy rápido. Tanto que resultaba difícil entenderle. No sabía de qué parte de la dimensionalidad podía provenir, pero jamás había escuchado hablar de ese lugar. Y eso sí lo sabía―. ¿Yquiénessuamigo?

Anet me indicó con una mirada que era el momento de presentarme.

―ElihaDakks,señor ―No dejé de mirarle a los ojos ni un miserable instante, concentrado en que mi mirada no se perdiera en cualquier otra parte de su rostro. Finalmente sentí que sonreía.

―UnplacerconocerteElihaDakks ―concedió―. Eluniversohabladeusted.¿Quéletraepormitienda,señorDakks?

Me esforcé por no detenerme en aquella frase. En "El universo habla de usted". Por centrarme en responder a la pregunta que se me hacía.

―Necesito... ―titubeé―. Necesitamos con urgencia unos ingredientes para dos filtros. Y Anet me dijo que su tienda era el lugar idóneo para reunirlos ―concluí. Esforzándome por no tartamudear de nuevo.

Me sentí observado por unos instantes, como si algo en su interior escudriñase cada milímetro de mis entrañas. Aquel hombre era inquietante, y te hacía sentir juzgado en todo momento.

―Déjemeverloslistados,señoritaBlankard ―pidió, tendiendo su mano derecha con la palma hacia arriba a Anet, pero sin retirar ni un instante su mirada de mis ojos.

Ella obedeció. Y en ese momento pude descansar. Aquellos misteriosos y profundos ojos se hundieron en las letras de los dos papelitos que le traíamos, y pronto comenzó a andar, despacio, pero decidido, hacia algún lugar de la sala. Hizo aparecer una mesa y una vez allí convocó a la magia. Un hechizo rastreador. O muchos a la vez. Los ingredientes comenzaron a volar desde todas partes. Al igual que lo hizo la balanza, que se flotaba en el aire, pesando cada uno de los ingredientes que llegaba volando hasta la mesa. Cada uno se metía en una bolsita de tela, y se posaba sobre la mesa. Y él parecía organizarlo todo mentalmente, con los ojos en blanco. No utilizaba receptáculo para canalizar su magia. Con toda certeza, había sido un druida.

Pronto regresó con dos grandes bolsas de tela en cuyo interior se apilaban las pequeñas bolsitas con los diferentes ingredientes. Supuse, con acierto, que cada una de las dos bolsas contenía los ingredientes de una de las pociones.

―Aquiestatodo,jóvenes ―anunció.

Ambos suspiramos, asombrados por su rapidez. Yo más. Anet había estado allí más de una vez antes.

―¿Cuánto le debemos, Farluk? ―preguntó mi amiga. En ese momento me preocupé, porque apenas había traído reales. Todo lo que llevaba encima a excepción de un par de doktos era dinero humano.

Guardó silencio por un instante.

―Nomedebennada,señoritaBlankard ―concedió―. Seesperangrandescosasdeusted,ElihaDakks ―terminó―. Notengodudadesuvalía,jóvenes.Aprovéchenestosingredientesyutilicenlamagiaconsabiduría.

Le observamos, desconcertado.

Después asentimos, nos despedimos, y nos dispusimos a abandonar la tienda con las bolsas cargadas en la mano.

―Señorita,Blankard ―La llamó una última vez aquella voz. Anet y yo nos giramos de súbito, ya casi en la puerta―. Fueungustohaberlaconocido ―concluyó.

―El placer es mío, Farluk ―contestó mi amiga con decisión. Después atravesó la puerta cubriéndose la boca y la nariz y la perdí de vista por un segundo. Ese segundo en el que su voz resonó en mi cabeza.

―LamentolamuertedeArnold ―dijo aquella voz silbante dentro de mí, erizándome los pelos de la nuca, y obligándome a volverme de súbito, aunque su figura ya no estaba allí―. Nuncaolvidesuspalabras,yseaprudente. ElmundolibróhacemucholaguerradelosTiempos,peroustedlibrarálaspeoresbatallasqueseconoceránennuestraera,señorDakks.Asegúresedeseguirconvida.QueEllaleguardeylemantengasiempredesuparte.

Recuerdo que en ese momento me quedé petrificado, y fue la mano de Anet la que se adentró de nuevo en la tienda para sacarme. Me dio tiempo a taparme la nariz y la boca y quedar, desconcertado, frente a los ojos de mi amiga que me observaban con curiosidad.

―No sé qué te ha dicho, Dakks ―suspiró―. Pero no debes hacer caso de todo lo que diga. Muchos dicen que está chalado ―aclaró, más para tranquilizarme que porque parte de ella no supiera que aquellos ojos veían muy lejos. Más allá de donde los nuestros eran capaces de ver.

Asentí y comenzamos a andar con decisión.

Yo me pregunté qué habría sido del viejo Arnold, y cómo aquel hombre podía saber que yo le conocía y lo que me había dicho en su momento. Me pregunté qué grandes batallas estaban por librarse. Y cuál sería mi papel en el universo. Parte de mí sabía que no era una coincidencia. Nada de lo que había sucedido hasta la fecha. Pero ganó la parte que, aterrada ante la mera necesidad de desentrañar el futuro, optó por silenciar esa extraña intuición de mi clan, que sabe mejor que tú mismo a dónde te guía.

***

―He hecho lo que he podido ―atajó Anet, mientras terminaba de curar mis heridas con un apósito de liédama y me tendía un filtro analgésico que acababa de preparar para que lo bebiera. Todavía estábamos en el aula de filtros que había reservado para practicar antes de los exámenes―. Aunque mañana el dolor será intenso ―vaticinó.

―Era de prever ―concedí.

―¿Estáis listos? ―Han recogió las cosas con un sencillo hechizo limpiador, y después me tendió las dos pociones, cuidadosamente embotelladas en dos pequeños frascos. Yo las tomé y las guardé cuidadosamente en mi mochila, al tiempo que me bajaba de la mesa en la que estaba sentado mientras Anet me curaba.

Era una suerte tener a esos dos.

―Nunca vamos a estar listos, amor ―sonrió Anet, suspirando mientras recogiá su mochila del suelo.

Los tres quedamos en pie, casi formando un círculo.

―Espero que Ella nos guarde ―admitió Han, observándonos alternativamente―. Aunque nunca estemos listos para esta vida.

―Aquí también odiáis el decreto, ¿No? ―pregunté.

Ambos intercambiaron una mirada de circunstancias.

―Aún más que a Ella ―admitió Han en un susurro―. Aunque si alguien me lo reprocha juraré no haber dicho esto.

Sonreí.

―No estoy lo suficientemente borracho como para enfrentar unos exámenes en condiciones ―admití.

Los tres reímos.

―Es lamentable, pero cierto ―concedió Anet―. Para los próximos tenemos que prepararlo mejor.

Han sonrió.

―Un litro de hidromiel picante por cabeza antes de presentarnos en los ministerios. Yo lo veo justo para los próximos ―concedió.

Dejé ir mi media sonrisa.

―Es una promesa ―Le dije―. No sirve echarse atrás después.

―Nunca nos hemos echado atrás con nada, Dakks ―corroboró Anet con decisión―. Somos de buena pasta.

Suspiré.

―No lo dudo ―añadí, mientras caminábamos con decisión hacia la puerta, dispuestos a enfrentar los corredores de los ministerios y llegar al aula Magna, en donde nos dispondrían bien separados. No éramos más de cuarenta. Todos llegaríamos enteros al último examen. Pero a saber cuántos seguiríamos con vida después. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top