El final de la farsa

Un par de horas y tres exámenes desastrosos después. Entenderéis, imagino, que no estaba de muy buen humor.

Había estudiado mucho, sí. Es verdad. Pero ¿Para qué?, o, al menos, eso me preguntaba por entonces, mientras hacía el examen de Historia, el penúltimo de la jornada humana. Para cuando me encontré intentando redactar un tema sobre la revolución francesa llegó el tan temido momento en el que fui incapaz de distinguir más la historia humana de la dimensional. Mi cerebro colapsó y las cabezas de Luis XVI y María Antonieta rodaron por Aldaran; las de los reyes Mansos de Orión rodaron por París, que acabó en llamas y marcó el fin de un imperio. Y ya no sé qué más chorradas escribí. De seguro mi profesora me recomendaría escribir ciencia ficción después de leer ese examen. Lo peor es que para mí no era ciencia ficción. Ya no sabía ni lo que era, ni si vivía en 1789 o en el año 400 después de que Ella creara el cosmos. Sí. Nosotros tenemos una forma diferente de medir el tiempo a la vuestra. Nuestro universo tiene millones de años. Y no conocemos el antes de Cristo, sino el Tiempo de Oscuridad. Todo lo que viene después se considera la Era del Cosmos. Actualmente, y por si alguien tiene curiosidad, ronda el año 8mm630l412 (traducido a la escala numérica humana sería el año ocho mil millones seiscientos treinta mil cuatrocientos doce), seguro que ahora entendéis que abreviemos las fechas. El universo es demasiado antiguo y no pasaremos mucho tiempo en él como para perderlo poniendo la fecha completa en cada documento.

Maldije a todos los demonios del inframundos, y me cagué en las puertas de los siente infiernos. Al menos diez veces durante el examen. Y para cuando concluyó era definitivo. Mi cabeza nadaba en un mar de niebla.

Mandé un mensaje a Anet, aprovechando el último descanso entre clases, para avisarle de que acudiría al aula que había reservado para practicar filtros a la hora que sugirió quedar allí. Y para recordarle que era una lista habiendo alegado que aquel día no podía asistir al instituto y pedido que le adelantaran los exámenes. Otro cuervo habría cantado si a mí se me hubiera ocurrido.

Suspiré y volví a sentarme en mi sitio, al lado de la ventana, tratando de obviar cómo todos mis genios discutían desesperados, peleándose por ser reconocidos el que mejor nota iba a tener el examen de historia. Tal y como habían hecho con español, lengua, matemáticas, y dibujo.

Solo quedaba biología.

Un examen que no me preocupaba lo más mínimo porque era lo mío. Nunca lo he dicho, pero cada vez que había visitado al Oráculo para que éste determinase hacia dónde seguía mi futuro profesional había implorado con todas mis fuerzas para poder seguir estudiando, porque soñaba con poder estudiar una carrera universitaria aparte de mi futura carrera profesional como rastreador. Y si su elección estuviera en mis manos, sería sin duda alguna Animalística y/o Paramedicina.

Biología era lo más parecido que en el plan humano a las cosas que me interesaban. Además, por algún motivo que aún no alcanzo a entender, a Jane, aquella excéntrica profesora, le caía bien.

Y su examen, aunque admitirlo rehúya mi reputación, fue el único momento en que me relajé en toda la mañana.

Descubrir que los protagonistas del enunciado de uno de los problemas iban a verse envueltos en un serio dilema existencial y pronto tendrían muchas explicaciones que darse por que se habían puesto unos cuernos del tamaño de las sagradas murallas ciclópeas de Shamarkanha ―lo que, ojo, son palabras mayores―, fue bastante gracioso. Al menos desde el punto de vista humano. A los slader no nos pasan esas cosas porque solo podemos amar a una persona en nuestra vida, a la que estamos conectados sin remedio, y a la que condenamos a amarnos. Pase lo que pase.

Sí. Una cuestión muy escabrosa. Terrorífica incluso. Tenía gran parte de la culpa de que no quisiera ni oír hablar del amor. No lo dudéis. El amor es una mierda. Siempre es una mierda.

Pero por infortunios del destino, mi momento de paz duró más bien poco, y, de súbito, me tuve que enfrentar a una situación que había temido día sí, y día también, desde que inició esta aventura. Y en la que hubiera agradecido sobremanera tener a Anet a mi lado.

¡Pero nunca estás cuando te necesitan!, ¡En lugar de eso te emborrachas en algún lugar de Mok, como haría yo si pudiera elegir no estar metido en este antro! Eso fue lo que pensé en el instante en que aquel olor regresó, paralizándome.

Por las malditas puertas de los siete infiernos.

Fue lo único que pude pensar cuando, presa del pánico, me di cuenta de que ese rastro solo podía significar una cosa. Ella rondaba en ese mismo instante aquellos pasillos, y aquellas paredes. Ella estaba allí, esperando porque quizás alguien fuese a verla pronto. Y esa noche una fugaz rasgaría el cielo en su recuerdo.

Mi corazón comenzó a latir muy deprisa.

Levanté la vista, y aquellos colores aterradores inundaron una vez más mis retinas. Como si estuviera de vuelta en infierno verde y sintiese aquel olor cada noche antes de salir de caza. Como si regresara la noche en que cambió mi vida para siempre.

Y, por un instante, me pareció sentir que el tiempo pasaba muy despacio.

Después se escuchó un golpe sordo en la puerta, tan fuerte que todos nos sobresaltamos y levantamos la vista de súbito. Mis compañeros se miraban unos a otros, observando con detenimiento hacia el acceso del aula.

Se sucedió un segundo golpe sordo, más fuerte.

Las miradas empezaban a crisparse, y la profesora seguía inmóvil en su mesa sin dar crédito a lo que pasaba. Y gritando "Adelante", indicando a quien quiera que estuviese fuera que podía pasar sin echar la puerta abajo.

Sabes que te odio, maldita cínica, pero, por favor, ayúdame. Balbuceé por lo bajo, haciendo lo que menos me gustaba en el mundo. Encomendarme a su nombre.

Con el tercer golpe la puerta cayó al suelo rompiendo varias baldosas y provocando un enorme estrépito.,

Le siguió algo que ni yo, ni ninguno de vosotros, querría encontrar.

Un demonio Assein.

¡Por todas las estrellas del cielo y los dementes del universo que las miramos cada noche!

¿Qué probabilidad habrá de que algo así suceda en un aula humana en el último confín de Pangea y con un slader dentro?, repito ¡No me jodas!, ¡Maldito engendro!, ¡No me jodas! ¿Me va a matar uno de estos a escasas horas de cumplir los diecisiete, a escasas horas de sobrevivir a mis primeros exámenes de lucha nivel rastreador, a escasas horas de evitar una masacre, y a dos días de regresar a casa?, ¡No seas tan cínica, mierda!

Cálmate, Eliha. Cálmate, me dije. Que la huelas no quiere decir que nadie vaya a morir, solo que existe la posibilidad de que así sea. Puedes solventar esto. Puedes hacerlo. Me dije intentando respirar.

Tomé aliento, profundo.

En aquel momento solo alcancé a saber una cosa. Mi secreto estaba acabado. Ese era el fin de mi farsa, porque, con esa situación, no me quedaba otra que hacer lo que haría cualquier slader en mi lugar. Aunque con ello acabase todo.

Nadie allí presente sabía cómo reaccionar, como es lógico. Nadie salvo yo.

Mirándolo bien, fue toda una suerte que ese engendro hubiera decidido entrar a la única clase del instituto en la que sí había un slader, que, por supuesto, no le dejaría sorberle a nadie las vísceras.

Mis compañeros habían empezado a levantarse de sus mesas, en especial los de las primeras filas, y echarse atrás. Paralizados por el miedo, igual que la profesora, sin dar crédito a lo que veían.

En ese momento tropecé de forma fugaz con las miradas de Adamahy Kenneth y Sicilia, que se dirigieron derechas a mi persona, al borde del pánico.

Suspiré. Más cabreado que otra cosa.

Decidí que era el momento de tomar las riendas de la situación y dar lo que se esperaba de mí, aunque para ello tuviese que terminar mi secreto. De una vez por todas.

Dudaba que Noko y Miriam estuviesen preparados para saberlo, y, mucho menos, el resto de la clase, o del instituto, dependiendo de cómo trascendiese la cosa. Pero ¿Qué otra cosa podía hacer?

No iba a saltar por la ventana, largarme de allí y dejar que murieran. No había pasado noches sin dormir pensando en mil maneras de protegerlos de un licántropo como para ponerme en modo supervivencia.

Me levanté de un salto, tirando la mesa y la silla y armando un gran estrépito. Pronto me separé del rebullo que estaban formando mis compañeros en la parte trasera de la clase, avanzando entre los pupitres hacia delante, mientras ellos retrocedían presas del pánico. Aquel bicho todavía taponaba la puerta, justo al lado de la pizarra, y observaba desde sus ojos múltiples arácnidos a las que planeaba convertir en sus presas de un momento a otro, decidiendo por dónde empezar el festín.

No sabía es que no habría festín.

― ¡Eliha!, ¡No seas estúpido, quédate aquí! ―suplicó Miriam a mi espalda.

Para entonces ya quedaban todos a mi espalda, y escasos dos metros me separaban de aquel engendro. No iba a volverme más a mirar atrás. Mi profesora también retrocedió con mis compañeros, intentando hacerme retroceder en un par de ocasiones, agarrando mi brazo. Pero yo me zafé.

Ya estaba hecho.

Assein. Pensé.

Era una especie de un nivel bastante superior al que corresponde a un slader de diecisiete años, por rastreador que planee ser, lo cual lo dejaba lo que viene siendo un poco bastante por encima de mis posibilidades de salir con vida.

Pero no había otra opción válida en ese momento. Y llevaba tiempo esperando un gran reto.

Sí. Podía morir, pero también era la excusa perfecta para probarme a mí mismo.

― Sladerrrr ―bufó el Assein― ¿Qué has vennnido ahacerrrrr aquí? ―preguntó aquel bicho en lengua de demonios, y, de muy mal humor, por cierto, casi tanto como yo.

Por si no lo sabíais, muchos demonios pueden hablar. Otra cosa es que vosotros entendáis algo. Yo sí los entiendo, porque los sladers hablamos las lenguas demoniacas -no me preguntéis por qué, hay cosas que, simplemente, son así-.

―Eso deberrrría prrrregunnntárrrrtelo shoo ati, ¿Nnno crrrrees? ―contesté en lengua de demonios.

Escuché exclamaciones entre los compañeros. Seguramente estarían flipando como en su vida antes lo habían hecho, y no les culpo. La primera vez que ves a un slader en acción es impactante, hasta para un demonio. Vosotros necesitáis tiempo y algo de predisposición para aceptar estas cosas. Y, para que engañarnos, la predisposición hacia lo paranormal sigue sin ser lo vuestro.

Un demonio con delirios de grandeza.

Compuse una media sonrisa burlona. Y me dije lo mismo que me digo cada vez que todo está a punto de terminar. Si voy a morir hoy, que sea divertido.

―Akk'ii nnno habrrrrá nnningunnn ffestinnn parrrrati ―espeté.

―Nnno esasunto tuio ―Se burló, correspondiéndome con una macabra sonrisa a base de varias hileras de dientes afilados y negros como el carbón, y pestañeando con todos sus ojos a la vez― Nnno connnoces elhambrrrre, sladerrrr. Años. Encerrrrado. Esperrrrando olerrrr sus huesos.

¿Años encerrado?, ¿Alguien me puede decir de dónde ha salido este bicho?

Correspondí a mi incomprensión con una seriedad sepulcral.

―Conozko el hambrrrre, Assein. Ha stado apuntode matarrrrme muchas veces ―contesté, enfadado―. Ytú sabes como io se, que no tocarrrras anadie ennntrrrre estas parrrredes miennntras io viva ―sonreí, encogiéndome de hombros― ¿Quierrrres comerrrr? Adelante ―Le animé―. Pasa porrrr ennnncima demi y alimennntate deeios hasta sacciar tu sed. Perrro telo advierrrto. Parrrra eso prrrrimerrrro tendrrrre qu'estarrrr muerrrrto.

Dejó ir una terrorífica carcajada, enseñando sus quelíceros.

―El hambrrrre enlas entrrrrañas esmas poderrrrroso queun sladerrrr ―Se burló―. Tu estupidezz me darrrra de comer annntes delo que piennnsas.

Lejos de achantarme mantuve la mirada de aquellos centenares de ojos que parpadeaban entre una coraza de escamas de la dureza de un dragón, en un cráneo que me sería muy difícil atravesar.

Volví a reír.

―Prrrrobémoslo ―espeté escupiendo al suelo―. Y cando acab's connnmigo comete loquedemirrrreste.

Me devolvió una mirada desafiante.

―Cando acab' connntigo nnnote rrrreconnnocerá nnnila puta detu madrrrre.

Por ahí no. A nadie le gusta que nombren a su madre.

Sé que iba a decir algo más, pero no le di tiempo. En lugar de esperar me arrojé contra él como si en ello me fuera la vida. Aunque lo cierto es que así era. El que da el primer golpe lleva ventaja. Estrategia básica.

Y mi ventaja fue alejarlo de la puerta, dando a mis compañeros la oportunidad de que pudieran salir al pasillo, cosa que hicieron en cuanto fueron capaces de reaccionar, apenas unos segundos después, mientras yo forcejeaba con el Assein cerca de los ventanales, ya alejado de la puerta.

El único "pero" fue que para obtener esa ventaja no tardé mucho en constatar que, en efecto, aquel engendro era más fuerte que yo. Y que solo lo comprobé en el momento en que, una vez la clase estuvo vacía y comenzamos a medirnos en un ataque real, yo terminé atravesando el cristal de la puerta con la cabeza ―aclararé que duele mucho, por si algún insensato tuviera en mente llevarlo a la práctica―.

Como habréis deducido, terminamos en el pasillo ―evidentemente yo salí por delante porque, como ya he dicho, atravesé la puerta con la cabeza―.

Toda la clase estaba ahí, en el pasillo, observando la situación histéricos y gritando. Alcancé a ver que Amy se tapaba la boca con ambas manos para ahogar un grito cuando presenciaron mi estrepitosa llegada al pasillo.

Me puse de pie tan rápido como pude, todavía frente al Assein. Bloqueando los golpes.

Lo que faltaba.

¡¿A qué clase de demente se le ocurriría quedarse ahí parado?!

Espera, ya lo tengo: ¡Malditos humanos!

― ¡CORRED! ―apremié bajando la guardia por un instante.

Mal hecho.

Uno de los golpes, quizás el más fuerte que hubiera recibido nunca, me mandó derecho al otro lado del pasillo.

Me levanté de un salto. De seguro tenía la nariz rota, pero el dolor forma parte de nosotros cuando peleamos, así que nos es fácil ignorarlo. Ella seguía por ahí, asfixiándome con su olor nauseabundo, y dadas las circunstancias una parte de mi fue feliz. Porque pude imaginar que moriría, y que no tardaría en encontrarme con Agnuk allí donde hubiera ido.

Pero no moriría sin luchar. Haría que fuera digno de ver. Y que fuera la pelea más divertida que jamás hubiera librado. Aunque la realidad era que no dejaba de recibir golpes que me era prácticamente imposible parar. Prácticamente podía patinar por el pasillo sobre las gotas de mi sangre. Pero fue en ese momento crítico en el que logré patear la pared con mis pies y elevarme en el aire para esquivar un golpe que me habría matado cuando recordé algo importante. Algo que, solo tal vez, podría sacarme de aquel entuerto.

Como un flash recordé que a primera hora, en gimnasia, antes de empezar todos los exámenes habíamos estado practicando beisbol en las instalaciones de la azotea, acondicionada para practicar deportes. Una soberana estupidez, de no ser porque sabía que aquel día la sargento había olvidado un bate en la cancha de la azotea. Hacía apenas unas horas, en la primera clase, o sea, en gimnasia, la profesora había olvidado recoger un bate de beisbol... y yo sabía ella no tenía ninguna otra clase en el resto del día los viernes, así que nadie habría vuelto a subir allí. Luego aquel artefacto de mil demonios seguiría ahí, cogiendo polvo.

Esquivé un segundo golpe tratando de recuperarme de mi ensimismamiento ―no es por alarmar, pero éste pudo haberme atravesado la cabeza―. Eché mi espalda hacia atrás dejándola formar con mis piernas un ángulo de 90º perfecto.

¡Decide algo estúpido!, Dijo mi voz interior. Y hazlo bien, ¡La azotea está vacía y hay un bate de béisbol esperándote! ¡Puedes transformarlo en machete, y de un tamaño digno!

¿Y qué hago entonces gilipollas?, se auto-respondió mi cerebro.

¡Ese es un problema de tu yo del futuro!, ¡Ahora corre, y aléjalo de aquí!

Pues lo pienso entonces, en efecto, porque me quedo aquí y me mata.

Había tomado una decisión, solo me quedaba dar el golpe maestro. Un ataque ejemplar, seguido de algo ingenioso que pudiera herir sobremanera su ego para asegurarme de que perdiera su interés en todo humano a su alrededor y tan solo le obsesionase matarme.

Comenzaba el baile. El que todo cazador baila frente a su oponente, como si éste encarnase la muerte. En una lucha letal en la que solo queda vencer o morir. Una sucesión de movimientos de lucha ancestrales, acrobacias, y florituras en el manejo de las armas.

El tiempo se ralentizó y me vi frente a él, agitando sus quelíceros con violencia, y desplegando las cuchillas de sus brazos, tratando de hacerme pedazos. Di un salto de gran altura, y me giré delante de él dándole una patada en la cabeza con cada pie. Justo sobre los ojos. Lo que le hizo prorrumpir en un grito de rabia que hizo temblar hasta las paredes.

Frenó en seco, porque, para qué engañarnos, aquello le había tenido que doler.

Solo queda la frase ingeniosa, la que marcaría el paso a la fase demoniaca clásica de: problemas de control de la ira.

―Dejarrrr qu'unnnn sladerrrr tehaga perrrrderrrr eltiempo, Asseinnnn, qu'patetico errrres ―me burlé.

Dado el grito de rabia en el que prorrumpió, y que golpeó con fuerza el suelo con sus patas, como si se tratase de un animal a punto de atacar, volviendo añicos las baldosas bajo sus pies, creo que mis palabras consiguieron su cometido. Pero en ese instante me percaté de algo más. Toda mi clase asomaba desde otro pasillo mirando, como hipnotizada, cada cosa que hacía. Pese a que mi profesora de biología se afanaba en intentar que mis compañeros se fueran. Ellos seguían allí.

Si alguien pudiera explicarme en algún momento qué es lo que los humanos entienden por "corred", le mostraría mi agradecimiento más profundo.

Pero no era momento para preguntarme cómo una especie que cada día demostraba una estupidez mayor que la del día anterior había podido sobrevivir en el universo durante millones de años. Era el momento de echar a correr, porque, esta vez sí, aquel engendro me seguiría hasta el último confín de la Galaxia Parnassos, más allá del fin del mundo.

En el momento en que se dispuso a embestirme con toda sus fuerzas, yo eché a correr. Aunque, para complicar aún más la cosa, tenía que pasar por el pasillo donde estaban todos mis compañeros.

― ¡APARTAOS! ―Chillé corriendo como alma que se va con Ella, y tratando de no resbalar por aquellos encerados suelos de cerámica que podían ser de gran utilidad o resultar una trampa mortal si no tenía un perfecto control de mi cuerpo a cada segundo.

Imaginé que me encontraba sobre la corriente azul. En pleno invierno, y que mis pies resbalaban sobre el flujo de las arenas. Que la pared era un salto entre corrientes. Y que estaba solo, haciendo lo que mejor sabía hacer. Mi deporte favorito. La liberadora sensación de matar.

Para mi sorpresa, y, aún sin salir de la histeria colectiva que les embriagaba, mis compañeros, alentados por la profesora, obedecieron.

― ¿TIENES UN PLAN, ELIHA? ―preguntó Luca mientras yo me alejaba corriendo con el engendro a mi espalda, haciendo lo posible por aprovechar al máximo el control que tenía sobre mi cuerpo.

No respondí.

Casi volé por el pasillo y las escaleras, aprovechando mi impulso para saltar sobre las paredes y cambiar la dirección en los chaflanes para evitar perder velocidad. Las subí con un par de acrobacias aéreas, y casi sintiendo el aliento del Assein en mi nuca. Repetí el proceso en el piso de arriba, esquivando un par de hojas voladoras de hueso que podía arrojar desde sus garras. Y para cuando llegué a la azotea hice un sprint, a enormes zancadas y esquivando nuevamente las armas arrojadizas a base de volteretas y saltos mortales. Divisé la mesa, a la que me acerqué y en donde el bate estaba todavía. Lo agarré y tiré la mesa para usarla como escudo mientras me preparaba para hacer la magia apropiada.

Rememoré el hechizo pertinente, que Galius me había enseñado hacía algunas semanas, y convoqué a la magia. El bate no tardó adoptar la forma de un hermoso machete, que todavía conservo hoy. En el momento en que lo empuñaba la mesa voló en mil pedazos y yo aproveché el cuerpo del Assein, que se cernía sobre mí dispuesto a arrojar su rádera para rebanarme el cuello, para dar una voltereta hacia atrás en el aire tomando por impulso una fuerte patada que propiné a su cabeza.

Caí a su espalda, frente a él, a unos metros de distancia. Y sonreí. Blandiendo aquella hermosa hoja que ahora ansiaba bailar en mis manos. Adoro jugar con cuchillos. No sé si alguna vez lo había dicho, pero son mi debilidad.

Y si iba a morir, por lo menos que fuera en mi terreno. Haciendo lo que más amaba.

Lo único que sabía es que en ese momento el único modo de salir de ésta y matar a aquel engendro era atravesarle con el machete, atinando con el arma exactamente en el lóbulo frontal de su cabeza, que en esa clase de demonios es de un tejido gelatinoso y su único punto débil además de las enormes celdas de ojos que lo flanquean. El resto del cuerpo está blindado por una coraza de escamas tan resistente como la piel de un dragón. Cualquier otra parte de su anatomía sería imposible de atravesar, y me costaría el machete.

Me maldijo en su lengua. Y yo correspondí en la mía. Mirándonos fijamente. Hasta que se arrojó contra mí para propinarme un nuevo golpe, con la intención de ensartarme después en la hoja que emergía desde su garra derecha.

Yo lo esquivé, bailando, con la sonrisa en mis labios y propinándole otra patada en los ojos. Pero me llevé un corte en el brazo. Y dolió. No lo negaré.

Terminamos subidos en lo alto del murete de un par de metros que separaba la azotea del vacío.

Mientras esquivaba los golpes trataba de atinar con el machete en donde debía, sin ver oportunidad de arrojarlo o ensartarlo correctamente puesto que la batalla en las distancias cortas con un enemigo tan fuerte no es una buena elección. Pero ahora mismo no quedaba otra que resistir y esperar mi oportunidad. Esquivé varias cuchilladas, y salvaguardé mi cuchillo de un posible choque contra las hojas de sus garras, que lo habría hecho pedazos.

La situación parecía medianamente bajo control, pero al final hubo un golpe que no pude parar.

Todavía recuerdo cómo me embistió, cortando de refilón mi hombro y golpeando mi mejilla derecha con tanta fuerza que terminó por arrojarme, como a un muñeco de trapo, al otor lado de la azotea. Allí estaba la portería con la que, después de rodar por la mitad del patio sin poder ponerle remedio ni levantarme, raspándome toda la superficie de mi cuerpo contra el asfalto, me golpeé justo sobre la nuca.

Me quedé completamente atontado.

Solo recuerdo que en ese instante escuché a alguien gritar, y eso me devolvió, un par de minutos después, a la realidad en donde dejé de ver doble para reencontrarme con aquel lugar en el que todavía olía a muerte, y en donde las cosas se sometían al extraño influjo de ese color arenoso que nada bueno trae. A ese lugar en donde, para mi sorpresa y terror, al menos la mitad de mi clase seguía observando aterrorizada la escena al pie de la boca de las escaleras que daban a la azotea.

Supe de inmediato quién había gritado. Porque aquel bicho, creyéndome inerte, y vacío, echó a correr hacia ella. Hacia Amy, que se había adelantado y todavía chillaba horrorizadas cosas que en aquel momento no me daba para entender.

No lo pensé, aunque todavía no sé cómo pude hacer lo que hice.

Me levanté, como pude, y eché a correr, deprisa, sintiendo mis zapatillas volar sobre el asfalto caliente, hasta lanzarme como la furia sobre aquel demonio en un placaje que para otra criatura hubiera sido mortal de primeras. Me agarré con los brazos a su cuello. Sus cientos de ojos parpadeando con rapidez. Estaba nervioso por primera vez desde que nuestros cuerpos comenzaron a batirse. Mientras él daba bandazos, tratando de zafarse de mí, había logrado mi cometido. Distraerle por un momento para que alguien pudiera sujetar a Adamahy Kenneth que gritaba furiosa, y la redujera llevándola junto al grupo. Ese alguien fue Luca. Y todavía hoy le debo un gracias.

Pero sabía que aquello tenía un tiempo limitado. Y así fue.

Me lanzó de nuevo hacia atrás, con más violencia que nunca. Y volví a rodar contra el asfalto, hasta quedar arrinconado a unos metros de distancia, contra el pequeño murete que me separaba de doscientos metros de caída libre, y que mi espalda había partido parcialmente.

Esta vez estaba decidido a terminar conmigo. A acabar, de una vez por todas lo que había empezado. Pero no era el único dispuesto a poner fin a todo.

Me levanté, sin ser muy consciente de cómo pude hacerlo. Aferré con firmeza el machete en mi mano, blandiéndolo de forma amenazadora y elegante, controlando con firmeza los gráciles movimientos de mis pies, al acercarme lentamente hacia mi presa. Concentré en su cabeza todo el odio que me quedaba dentro. Todas las ganas de matar que definen a alguien como yo, que no ha nacido para otra cosa que eso. Toda la rabia que sentiré hacia Ella cuando decida que ha llegado el momento de arrebatármelo todo.

Tomé aliento. Muy hondo. Y eché a correr, gritando, como un loco. Machete en mano, hasta que, a escasos metros de que ambos nos fundiésemos en un impacto que podría haberme matado porque ya había preparado las cuchillas para ensartarme, salté dando una voltereta, elevándome varios metros en el aire, y arrojé con todas mis fuerzas el filo mortal que blandía apuntando derecho hacia su cráneo.

No fallé.

Todo lo que recuerdo de después es el amargo sabor de la sangre en mi boca.

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