Corredores negros


Un oscuro corredor se abrió ante mis ojos. Aquello no se parecía en nada a lo que yo recordaba de los ministerios. Aquel sitio, en la última planta del ministerio presidencial ―el único que nunca había pisado―, estaba excavado en la roca de una montaña, la única que había en todo el continente mocense, el monte Uda, y la humedad que allí reinaba lo embriagaba todo. Aquel era el lugar al que nadie vivo quiere llegar en Aztlán. A un lado despachos de interrogatorios sobrios y condescendientes. Al otro lado interminables mazmorras con salas plagadas de artefactos de tortura. Todo ello en pleno centro de la ciudad de Mok. Imponente entre los demás ministerios, que bordean la montaña sagrada.

Tal vez había llegado el final del camino. Pero ya no importaba. En ese momento nada me importaba salvo hacer lo posible por no defraudarles. Aunque, si estamos siendo honestos, el odio en mi interior era tan grande que no sabía ni siquiera si podría cumplir mi parte.

Si había algún sentimiento que pudiera impregnar aquellos muros negros ese era. El odio. El odio de tantas personas que habrían pasado allí sus últimos momentos de vida. Personas que habrían gritado, llorado, y rezado a todos los Dioses y espíritus existentes entre aquellas paredes envueltos en una desesperación que no les ayudó.

Yo no le daría eso. Era lo único que sabía. Cuando todavía creía que podía morir esa noche.

Llegué al final del corredor, y Nagy se apartó para cederme el paso a una gran sala cuya puerta se cerró tras de mí. Una sola puerta. Una sola mesa de madera casi podrida. Y dos sillas enfrentadas. Antorchas en las paredes, y muros de oscura piedra con humedades.

Apenas tuve tiempo de pensar cuando la vieja puerta se abrió una vez más y una voz que resonó en la estancia como el eco de un viejo conocido, aunque nunca le había escuchado hablar, me hizo saber que no estaba solo.

Un frío glacial inundó la habitación y me congeló hasta las entrañas. Seguido de un olor que pocas veces había sentido antes, y cuya presencia cobró sentido en ese preciso instante. El olor del azufre. El rastro de la magia más oscura del universo. Asfixiante y nauseabundo.

―Buenas noches, Eliha Dakks, al fin nos conocemos ―Aquellas palabras silbantes con un acento en exceso neutro para su supuesta procedencia bastaron para que me girase. Manteniendo la compostura para encontrarme de bruces aquel rostro cadavérico. El rostro del hombre más poderoso de la dimensionalidad.

Dimitrius Stair.

―Señor Stair ―convine, estrechando la mano que me tendía y sosteniendo con gravedad su mirada. Rezando para que no notase el odio que mi interior rebosaba y amenazaba con extinguir la atmósfera heladora que nos rodeaba y que, seguramente, se debía a la fuerza del elemento que él controlaba: el hielo.

Me observó de arriba abajo, con gesto grave y una leve sonrisa que más que conciliar le habría congelado la sangre a cualquiera. A cualquiera menos a mí.

Después de aquel día nunca más le tendría miedo.

―Por favor, toma asiento, Eliha, tenemos asuntos que atender ―Señaló con cierta gracia la silla que se hallaba en el extremo de la mesa más cercano a la puerta. Se reservó la más lejana, ostentando su condición de superioridad.

―Tengo entendido que sabes por qué estás aquí, ¿Me equivoco? ―Comenzó una vez nos hubimos sentado.

Asentí con gravedad.

―Tengo noticia de los acontecimientos.

―Eso lo hará todo más fácil ―expresó con sencillez, arqueando las cejas y recomponiendo esa tétrica sonrisa. Después se sirvió una copa de vino que hizo aparecer de la nada―. Como ves, todos los viejos tenemos nuestras debilidades. ―apuntó alzando la copa mientras la botella desaparecía en el aire. Se la llevaba a la boca sin apartar un segundo los ojos de mí. Pero no sería yo quien rompiera el contacto visual. No le tenía miedo. Ya no―. Eres un tanto taciturno, Eliha Dakks, ya me lo habían dicho. Parco en palabras, ¿Sabes qué ha sido de tus padres?

Tuve que hacer un esfuerzo para no arder. Para no cerrar los ojos. Para no dudar. Para decir la frase más difícil que jamás había pronunciado.

―Tuvieron la suerte que merecían ―tercié proyectando en ellos todo el desprecio que sentía hacia Stair.

Sonrió.

― ¿Cómo te enteraste? ―No iba a bastar con eso, desde luego.

―Hace unas horas el Mociadense publicó un especial en donde se podía leer que habían reducido los suburbios de Áyax a cenizas, estoy seguro de que usted también ha podido leerlo. No soy tan iluso como para creer que siguen con vida después de lo que hicieron ―añadí―. Pensar eso sería insultarle, ¿Me equivoco?

Me observó algo que se parecía a la curiosidad.

―Eres listo, Eliha Dakks, y no voy a matarte esta noche... ―sentenció―. Pero no intentes engañarme. Yo lo sé todo.

Se hizo un silencio glacial.

Tras el que su risa resonó como un eco entre las paredes de roca.

―No te hagas el tonto conmigo, Dakks ―espetó―. Sé que estuviste con ellos. Sé que viajaste hasta allí. Y que ahora estás aquí, odiándome en silencio porque maté a tu familia y no sabes por qué ―expuso con condescendencia dando un nuevo sorbo a su copa de vino―. Sé que sabes que yo envié a mis rastreadores a matarte a aquel palacio. Que sabes que te sigo la pista desde que destrozaste aquel crucero meses atrás. Y que te di la oportunidad de ser rastreador porque quería tenerte cerca. Aunque aún no sabes por qué.

Me devolvió aquella sonrisa maliciosa que, junto con esas inesperadas palabras me dejó clavado en el sitio. Con el corazón parado. Y todo mi plan en ruinas.

¿Por qué no matarme en ese instante, cuando tarde o temprano tendríamos que enfrentarnos?

― ¿Un werlhem te ha mordido la lengua, Dakks?

Pensé que su cínica risa haría estallar mis oídos. Pero me mantuve impertérrito.

―Somos adultos, chico. Ninguno de los dos quiere seguir con esta farsa. Sabes que tarde o temprano nos enfrentaremos y yo ganaré.

―Si más tarde o temprano nos enfrentaremos, ¿Por qué no ahora? ―espeté―, ¿Por qué no me mata y ya está?

Rompió a reír.

―Ni la diplomacia ni la burocracia son lo tuyo, Dakks, lo has dejado claro durante todos estos meses ―contestó en un suspiro, sin mover aquella sonrisa de su rostro―. No lo fue cuando viste aquel crucero amenazando a tu ciudad y a tu pueblo, y decidiste destruirlo sin esperar a un superior ni recibir órdenes. Y sin que te importase dejar a tu amigo solo ―apuntó con malicia―. No lo fue cuando te lanzaste a rescatar a ese amigo tuyo humano de aquella cacería en la que debió haber muerto. Y tampoco lo fue el día en que el espíritu Linterna se llevó a tu amiguita y decidiste quebrantar el código dimensional y más de un centenar de leyes ancestrales solo para ir en su búsqueda. Porque ya la querías, ¿Me equivoco? ―añadió tomando otro sorbo de su copa de vino sin perderme de vista un mísero instante. Atento a cada uno de mis gestos.

¿Cómo había podido ser tan estúpido?

―Como puedes comprender yo tampoco soy muy diplomático. Pero en mi posición la burocracia es necesaria, Dakks. Y requiere de paciencia ―admitió con cierta frustración―. No puedo matarte ahora porque gracias a tu falta de instinto de supervivencia, ese desdén que te impulsa a involucrarte en locuras, y una misteriosa racha de suerte que algún día acabará... la comunidad paranormal te adora.

― ¿Cómo? ―Se me escapó.

―Así es ―Fue incapaz de disimular más su desprecio―. Si te matase directamente tendría que enfrentarme a mucha gente a la que no me conviene tener en mi contra. Al menos, no todavía ―musitó―. En lugar de matarte esta noche tendré que conformarme con darte un castigo digno de la gravedad de los hechos y dejarte ir. Pero no te confundas, Dakks. Volveremos a vernos ―añadió, levantándose al fin de su silla sin mudar aquella tétrica sonrisa del rostro, y acabando la copa de vino que acto seguido hizo desaparecer.

Yo hice lo propio. Y una vez en pie sostuve su mirada.

Abrió la puerta y dio unas indicaciones. Pero antes de alejarse hasta perderse en la oscuridad de aquellos corredores sin fondo se giró una última vez.

―Y no olvides que hay muchas cosas que puedo hacer antes de que llegue el momento de matarte ―añadió―. Si estoy en lo cierto todavía queda gente que quieres en este mundo. Y no podrás protegerla siempre. No hay secretos para mí, Eliha Dakks ―sentenció, atravesándome con la sonrisa más malvada que haya visto jamás en un rostro en los días de mi vida y dejándome con el corazón encogido―. Y ninguno de ellos va a estar a salvo ―Me tendió una mano que esta vez no estreché―. Buenas noches, entonces ―concluyó.

Solo después se perdió entre la oscuridad, como si jamás hubiese estado allí antes, llevándose consigo ese olor a azufre que no era sino el rastro de una magia putrefacta y oscura que siempre le acompañaba.

A mí me arrastraron hacia otro corredor. Esta vez, en el lado de los calabozos. Sentía el corazón latir tan fuerte en mi pecho que apenas me resistí. Solo pensé en ella. En ellos. Pensé que aquella noche había perdido todo lo que podía perder en la vida, pero me equivocaba. Nunca podría protegerles. Y dolió tanto que quise morir de nuevo.

Me colgaron de un gancho en el techo, atado de las muñecas. Y el sonido del primer latigazo contra mi espalda se perdió en el vacío de mi mente.

Sentía estallar mi pecho, aunque lo que los golpes devastaban era mi espada.

Quería gritar. Quería romper a llorar. Pero sabía que no podía permitirme regalarles eso. Ni un miserable instante de debilidad. Aquello podía durar el tiempo que quisieran. No obtendrían ni una estúpida mueca de mi, aunque en cuanto estuviera fuera de allí estallara en mil pedazos.

Todo lo que hice fue entonar aquellos viejos versos que los sladers le regalamos a Ognork, el espíritu de la guerra, para que nos ayude a soportar el sufrimiento cuando es tan fuerte que duele seguir respirando.

Oh pájaro de la muerte inmortal yo soy, aunque nunca seré recordado. Vuela el pájaro negro que habrá de dar fin a este viejo duelo. Escucho su cantar, porque con él viaja mi nombre, y porta la verdad. Cuando llegue el juego a su final, así el propio rey, como el peón. A la misma caja volverán.

Recuerdo que lo repetí una y otra vez. Una, y otra vez.

Y durante todo ese tiempo solo una idea permaneció firme en mi mente. Algún día pagarían. Pagarían por lo que habían hecho, y por lo que amenazaban con hacer. Pagarían por lo que hicieron con mi familia y con mi pueblo. Pagaría él, y todos y cada uno de los que le secundaran.

No había podido salvarles a ellos, pero aún estaba a tiempo de salvar a muchas personas. Y lo haría. Aunque me costara el corazón entero y renunciar a lo que podría mantenerme con vida. A la parte de mí que me había dicho más sobre quién era, esa que significaba más de lo que nunca llegué a saber antes.

Aunque tuviera que desandar lo andado, y renunciar a ella. Aunque solo de pensarlo mi pecho se partiera en dos y mi mente amenazase con destruirme.

***

Me arrojaron sobre el asfalto a las afueras de Kurnell. Y quedé tirado en la cuneta de la carretera. Boca abajo.

Recuerdo que llovía a mares, y que grité con todas mis fuerzas, solo cuando los supe lejos de mí. Estaba medio desnudo y tenía frío, pero mi espalda quemaba demasiado.

Mis padres habían muerto. Y ni siquiera podía llorar por ellos. Ni iba a poder hacerlo. Nunca les podría llorar porque había renunciado a ello, cuando no habría hecho falta. Él lo sabía todo. No le habíamos engañado en ningún momento. Y yo era un completo imbécil.

Hundí mi cabeza en el asfalto y grité tanto que escuché a los pájaros abandonar, asustados, las ramas en un árbol cercano.

Debí haberme quedado en casa y protegerles. Y jamás debí haberla encontrado. ¿Quién quiere una maldita aventura cuando lo tenía todo? Lo tenía todo y todo lo perdí. Vendí sus vidas para que vivieran mejor, y al final murieron igual. Murieron por nada.

Los pensamientos. Los sentimientos. Se alborotaban y atenazaban mi pecho. Me impedían pensar. Y la culpa me destruía.

Sabía que no podía quedarme allí tirado. Que tenía que moverme. Y llegar hasta ese lugar al que había llegado a llamar hogar, pero que nunca sería mi casa. Para mí un hogar está donde están las personas que te aman. Y sólo sabía que ellos ya no estaban. Aunque ni siquiera pudiera llorarles.

Me las arreglé para ponerme de rodillas. Ni siquiera podía usar las manos. No me había dado ni cuenta de que tenía las muñecas destrozadas. Traté de apartar los pensamientos de mi mente. Y me puse de pie. Y caminé como un autómata.

Me llevó media hora llegar hasta la casa, y crucé el jardín delantero, a torpes pasos entre los que amenazaba con caerme. Eran las tres de la madrugada. Y solo se me ocurrió llamar al timbre. Oí protestar a unos vecinos. Y después se abrió la puerta.

Todo lo que vi fue como a Luca le daba el tiempo justo de recogerme antes de que cayera. Escuché gritos. Y después nada. Al fin. La nada más absoluta.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top