1. VIVIR JUNTOS, MORIR SOLOS✔



El sol se ocultó en el horizonte, abandonando a la sombra la ciudad de las grandes torres y todo a su alrededor.

Las grandes murallas delimitaban el perímetro de la ciudad de Áyax, y en los campos, más allá de la fortaleza de la capital del Norte, se extendían las aldeas que constituían extramuros. En el final de todo, cuando acababan los campos y los caminos que se dibujaban entre las aldeas, marcados por antorchas en la oscuridad, se erguía el inicio de la Selva de las Luces.

Allí quedaban confinadas a la oscuridad las criaturas que brillaban en su interior al compás del silencio, solo rasgado por nuestros pasos, abriéndose paso entre una de las sendas vivas, capaces de ubicarse a su antojo para conducirte hacia sólo ellas sabían dónde y porqué.
Al final no importan los porqués. Después de todo, no eres tú el que busca las repuestas, sino ellas las que te encuentran.

Nuestros pies descalzos se abrían paso entre las orquídeas que recubrían aquella senda, y cuyas células, sintetizadoras de oxígeno, iluminaban la penumbra al contacto con nuestra piel, sumiéndonos en un halo de brillantes colores de neón que casi cegaban los ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, convirtiendo la noche en una intensa paradoja.

La senda se dibujaba entre la oscuridad con forme avanzábamos, depositando nuestra esperanza en encontrar un lugar específico. Aquel que sólo buscábamos en contadas ocasiones, cuando necesitábamos algo de él, o, tal vez, mejor dicho, algo de Ella.

Caminamos varios kilómetros en silencio, sin descansar, adentrándonos más y más en la espesura con la esperanza latiendo en nosotros, y tratando de sofocar ese miedo que siempre late en tu corazón cuando se acerca el día en que te lo juegas todo a una carta.

Las luciérnagas volaban en enjambres, las libélulas luminiscentes agitaban sus látigos a nuestro alrededor, y nuestros pies conectaban con las raíces de la Tierra sagrada de donde veníamos y a donde nos dirigíamos.

Habíamos caminado durante un par de horas para cuando logramos dar con el portal de Ánnadeg.

Dos inmensos árboles que se elevaban hacia el firmamento, más allá de donde nuestros ojos eran capaces de ver, y cuyos troncos habían sido tallados como atlantes en tiempos ancestrales, erigían la entrada monumental al Gran Santuario ante nuestros ojos.

Estábamos en algún recóndito páramo de la vieja Selva de las Luces, cuya ubicación, según los estudios más recientes, era más que difícil precisar.

No habíamos estado en muchas ocasiones, pero una vez al año estaba bien.

―Sigue siendo impresionante que logremos encontrarlo cada año, sin que nadie haya sido capaz de explicarnos dónde diantres se encontraba ―Mi amigo Agnuk tomó la delantera para adentrarse con rapidez hacia las escalinatas que descendían varios kilómetros bajo tierra entre las raíces de los árboles centenarios del bosque. Su arco siempre aferrado con firmeza en la mano.

No importaba cuantas veces hubieras pisado aquel lugar. Jamás podría dejar de impresionarte.

―A veces creo que Ella tiene algo que ver ―Me burlé mientras le seguía―. Solo los sladers le llevamos ofrendas, su altar no seguiría aquí de no ser por nuestra estupidez.

―Más te valdría callarte, Dakks ―Se quejó mi amigo, Agnuk, tratando de acallar cualquier intentona de humor negro que pudiera aludir a nuestra querida amiga―. No la enfades, ya sabes que hablar de fantasmas es llamarlos.

―Sabes que vendrá cuando menos te lo esperes, y te... ―concluí.

Se giró para dedicarme la más aterradora de sus miradas y sus ojos se volvieron negros en ese instante, los míos lucirían amarillos con toda certeza, me estaba divirtiendo. Guardé silencio, reprimiendo la risa.

―Aunque hubieras terminado la frase seguiría sin tener gracia.

Fingí cerrar mi boca deslizando el meñique sobre mis labios simulando el corte cruzado de una espada.

Continuamos bajando las escaleras talladas en las colosales raíces, y dejando, a nuestro paso, senderos que se encaminaban hacia diversos altares en los que siempre lucían antorchas encendidas.

Las personas se encomendaban a toda clase de Dioses allí. Cada familia tenía su oráculo, y cada espíritu o Dios que hubiera existido o existiera y a quien aún se rindiera culto en algún confín de la dimensionalidad tenía cabida en ese lugar.

El agua, el fuego, el viento, la tierra, el silencio, la vida, el amor, la victoria, la derrota, el humo, el firmamento, las estrellas, la luna, el sol, la oscuridad, la luz, la libertad o el aire... todos tenían un pequeño altar en aquel lugar bajo las raíces de los árboles más ancianos del universo. Y todos se veían iluminados por la luz de cientos de ofrendas.

Solo desaparecerían cuando no quedase nadie en la dimensionalidad, ni un miserable ser, que creyera o se encomendara a ellos.
Hicimos nuestra primera parada desviándonos hacia una enorme raíz en forma de puente, y moviéndonos con gracilidad sobre el musgo que la cubría, hasta adentrarnos en una pequeña gruta iluminada que quedaba en el lado izquierdo de la gran escalinata. Iluminada por cientos de luces flotantes.

―Espero que hayas traído una buena ofrenda, sigue resultando inquietante que cada año por estas fechas nos permita encontrar el Santuario ―admití.
―Y más aún con tu dosis de sarcasmo hiriente incapaz de respetar nada ―Se burló mi amigo.
Se detuvo ante la vieja escultura de un árbol en piedra, un pequeño altar, casi insignificante para venerar a la Selva. Sacó su flauta de pan y tocó la melodía que invocaba el espíritu de su clan.
No importaba cuántas veces lo hiciera, ni que yo no fuera un sombra. Ni mucho menos que no perteneciera a ese clan. Cada vez que aquellos acordes me rondaban me sentía en casa.
Apenas un par de minutos después el cántico de un ave, entonando la misma melodía, se volvió una realidad, dejando emerger la silueta luminosa de un pájaro quetzal que se deslizó acariciando el aire hasta posarse con elegancia sobre el brazo alzado de mi amigo.
En su pico portaba una pequeña bolsa con una hogaza de pan.
―Siempre se las arregla para conseguirlo ―Sonrió Agnuk, acariciando orgulloso a su compañero―. Sé que a mi padre le dará algo por esto, pero si sobrevivimos habrá valido la pena.
Suspiré.
―Sigo diciendo que Ella hará lo que le plazca, Agnuk ―Me quejé, aunque no pude disimular mi media sonrisa―. Deberías guardar esa hogaza de pan, es lo último que les queda a nuestras familias hasta que la caza del oso comience, o terminen de llegar los nómadas con su ganado.
―Dos días sin comer ―Se defendió―. No me parece para tanto ―añadió.
Tomó la hogaza de la bolsa y la partió por la mitad, abandonando sobre la mesa de ofrendas una de las dos mitades.
Entre los dos conjuramos un fuego frío, y lo dejamos flotar ante el altar en honor al espíritu de la Selva, por habernos permitido acceder a su lugar más sagrado.
Después Agnuk permitió que su animal volase lejos, en libertad, hacia algún escondrijo en la espesura de la selva.
Continuamos camino en silencio, descendiendo cientos de metros entre las imbricadas escalinatas de madera que se entrecruzaban. Directos al centro de la Tierra. Si aquel lugar no lo era, nunca lo conocería.
Solo nos detuvimos cuando la última y más anciana raíz se enterró en la corteza terrestre entre los gusanos y un húmedo suelo cubierto por la hojarasca.
Habíamos llegado al lugar más recóndito de aquella zanja y mirar hacia arriba era como adentrarse en el infinito. Te hacía sentir tan insignificante que incitaba a reflexionar sobre porqué Ella te mantenía allí, con vida.
El cielo estrellado contemplado desde aquel lugar era lo más cercano a mirar al vacío que hubiera conocido, y también resultaba atrayente. Puedo admitir que solo regresaba allí por volver a deleitarlos con tan audaz espectáculo de la naturaleza. Pero ya sabéis lo que dicen. Cuando miras el vacío, éste también mira dentro de ti. Y ese vacío que, de súbito amenazaba con atraparme. Tuve que apartar la vista para volver a la realidad en la que Agnuk y yo nos encomendábamos ante el altar de los altares. Ese al que solo veneramos los sladers.
Nuestro único Dios. El único al que respetamos, sin importar las veces que lo maldigamos en silencio, odiando lo que hace de cada día con nosotros.
Nos adentramos en aquella oscura gruta de madera cuyo techo era una falsa bóveda recreada por las raíces de los árboles más ancianos del universo. A ambos lados ardían las antorchas sumiendo el interior en un juego inquietante de luces y sombras. Nuestros jóvenes corazones se adentraron en el camino de la noche, latiendo al unísono entre la resignación y el miedo. Entre la certeza de la existencia y de la muerte.
Al fondo, en la penumbra, aquella oxidada laja de piedra tallada con una horrible mueca sobre la que se posaba el esqueleto de un cuervo.
Cuando llegamos a la altura del altar, en donde depositamos la otra media laja de pan, nos arrodillarnos e hicimos arder varias luces flotantes que arrojaron luz a la penumbra. Agnuk tomó su colgante, la pluma fosilizada del quetzal que fue el compañero de su abuelo, un sombra todavía nómada, y se lo llevó a los labios para besarlo en señal de respeto.
Pero ¿Qué le dices a la muerte cuando está cerca?
****
― ¿Tienes miedo? ―preguntó Agnuk.
Estábamos sentados en el linde de las montañas grises. Contemplando en la oscuridad las viejas corrientes de arena que llegaban desde el desierto, y, bajo nuestros pies, atravesaban lenta pero decididamente el corredor de roca que constituía el Paso del Norte.
El interminable flujo migratorio de las tribus nómadas de sombras que acudían a Infierno Verde se dibujaba como una corriente más sobre la tierra, afanándose en atravesar el paso de Shanaihuán. Como cada año, acudían a Áyax desde la región de Arenas, buscando un lugar más recogido para sobrevivir al invierno.
La lumbre de las antorchas los acompañaba, a ellos y a sus rebaños trashumantes, gracias a los cuales y entre otras cosas, familias como las nuestras, residentes habituales de las aldeas de extramuros de la ciudad de Áyax, lograrían sobrevivir un año más a la estación blanca.
Me limité a dejar caer mi espalda sobre el lecho de hierba, con las piernas pendiendo sobre el aire que me separaba de una caída libre de casi mil metros, y acariciar el vacío, al tiempo que mis ojos se entregaban a la bóveda de estrellas que se cernía sobre nosotros en la que quizás fuera nuestra última noche.
―Te he hecho una pregunta ―reiteró, observándome sin dar crédito.
Suspiré.
―Solo resignación ―admití.
Sonrió.
―Siempre te haces el duro, pero sé que lo tienes ―concluyó.
Agnuk siempre sacando sus propias conclusiones.
― ¿Serviría de algo admitirlo? ―pregunté, casi malhumorado.
―Te sentirías mejor.
Bufé.
― ¿Sabes lo que me haría sentir mejor de verdad? ―Me quejé.
―Déjame adivinar, ¿Qué los malditos humanos se esfumasen de la faz de la tierra y de todas las dimensiones humanas del universo y se acabara nuestro maldito problema con morir para protegerlos? ―preguntó riéndose.
―Premio ―aplaudí.
―Pero ya sabes lo que ocurriría...
Suspiré, tratando de enterrar mi amargura a kilómetros bajo la tierra y hacerla desaparecer. Tratando de esconder cuánto os odiaba por negar la evidencia de nuestra existencia y despreciarnos en el caso de aceptarla fugazmente cuando no os quedaba otra opción que vernos. Tratando de pensar que hacía lo correcto aun cuando había visto morir a demasiadas personas que habían sido importantes para mí, solo para protegeros, sumidos en el silencio, y sin recibir una miserable palabra de gratitud de vuestra parte.
Esas personas eran para vosotros un cadáver más, inútil e invisible en vuestra dimensión, pero en la mía se convertían en el llanto de una familia y una pira funeraria ardiendo sobre una balsa de madera en la laguna del río Amarna, hasta las cataratas, en donde se perdía para siempre su recuerdo. Y una estúpida lápida recordando su miserable existencia en la Meseta Oeste de las Montañas Grises.
―Lo sé ―concluí, después de todo.
Todos lo sabíamos. Todos menos vosotros.
―Si pudiera pedir un deseo sería la abolición de la Namka.
Me reí.
―Los exámenes perderían su gracia.
―No tiene ningún sentido ―Agnuk siguió en sus trece―. Si tenemos problemas en un examen de lucha, deberían poder salvarnos la vida ―atajó―. Si quieren que los sladers sigamos manteniendo este sistema a cambio de nada, deberían asegurar unas tasas mayores de supervivencia juvenil.
Me reí.
―Asúmelo Agnuk, algún día acabarás siendo una lápida más en la meseta Oeste de las montañas grises. Junto a Aysel, Onur, Hayden, o Yax.
―Olvidaste a Kerem ―añadió, observando distraídamente la bóveda celeste.
Por lamentable que fuera, tenía razón.
― ¿Cuánto hace que murieron? ―pregunté.
Hacía mucho que había perdido la cuenta, aunque sabía que no había pasado tanto tiempo.
―Kerem murió en el primer examen de lucha, hace ya dos años ―recordó―. Aysel y Yax durante la incursión en París, hace año y medio. Hayden no sobrevivió al examen del año pasado, y Onur...
No habría podido olvidarlo.
―Se fue a los dieciocho, y jamás regresó de la prueba ―concluí.
Aquello lo recordaba con más claridad porque había sucedido hacía tan solo unos meses.
―Ya solo somos diez por curso, y en último año quedan tres...
―Alguno morirá mañana ―aventuré con tranquilidad.
Le observé, encogiéndome de hombros, y frunció el ceño, molesto.
―No parece que te preocupe mucho ―Me reprochó.
―A estas alturas solo me importaría tu muerte ―admití―. Sabes que después de lo de Onur decidí no encariñarme con nadie más.
Suspiró y observó las estrellas, aunque, después de todo, sonrió.
―Y porque soy casi como tu hermano, ya sería tarde para evitarlo ―Me recordó, rompiendo a reír.
―Deja de recordármelo, y pásame la botella ―supliqué, abandonando mi lecho de hierba para sentarme junto a él, todavía con las piernas pendiendo en el vacío―. Ya sabes lo que pienso de estos exámenes.
Suspiró.
―No lo apruebo.
―Y a mí me trae sin cuidado.
Pese a todo me pasó la botella, tomé aire y exhalé, contemplando embelesado como mi aliento se volvía vaho frente a mí, lo que solo podía significar que el invierno, nuestra estación favorita del año, se acercaba con cada día.
―Ya sabes cuál es mi filosofía de vida.
―Mejor morir feliz, y beber es la única forma en la que luchar a vida o muerte te hace feliz ―sintetizó.
Levanté la botella en señal de asentimiento profundo, para después llevármela a la boca y dar el primer trago. Aquel alcohol era asqueroso, y llevaría años caducado, pero era lo mejor que teníamos.
Me acompañó toda la noche, mientras me emborrachaba. Creo que sabes que tienes un amigo cuando puede permanecer a tu lado en silencio durante horas, mientras tú encomiendas tu vida a emborracharte pese a tener un examen a vida o muerte a primera hora el día siguiente.
Nunca entenderéis nuestra resignación, ni que él me dejase hacer de las mías. La única respuesta es que lo habría hecho de todos modos y, como solemos decir en el Norte... nunca dejes que alguien que amas beba solo.
****
El firmamento seguía oscuro, pero a lo lejos la luz clareaba. El Gran Reloj de las Universidades resonó emitiendo los seis toques de pututu. Era una caracola tradicional, cuyo sonido quedaba reservado para los actos más solemnes del Norte. El anuncio de las horas en punto que regían la vida de todos sus habitantes. El inicio de las cacerías en febrero, que permitía a los habitantes de las aldeas hacer uso de las reservas señoriales del Este durante un mes para abastecerse al final del invierno. Y las alarmas dimensionales, en cuyo el toque el pututu no paraba de sonar a intervalos cortos y con un tono más grave que el que al instrumento le era característico.
Eran las seis, pero yo ya estaba preparado. Mis padres ya estarían en el campo. Pero mis hermanos seguían durmiendo así que me levanté del lecho de paja sin hacer ruido. Los días de examen siempre me acostaba vestido. O no me acostaba –con frecuencia acostumbraba a pasar la noche entera bebiendo--.
La realidad era que había vuelto hacía una media hora y solo había descansado la vista, sin siquiera deshacer la cama ni encender la luz. Estaba borracho, pero no lo suficiente como para morirme tranquilo. Titubeé antes de agarrar mi bolsa de lucha, preparada desde la tarde anterior. En lugar de eso me agaché. Tanteé entre el polvo y los viejos tablones de madera desvencijados de debajo de la alcoba. Toqué la pared con la mano izquierda y después pasé los dedos por la primera rendija de la madera que se escondía bajo la cama. Ahí estaba el viejo agujero, justo en el inicio del tercer tablón. Tiré con delicadeza. La madera apenas crujió. Introduje la diestra en su interior y tras deshacerme de algunas telas de araña di con lo que buscaba.
La botella de las emergencias.
Era una vieja botella de whisky genserio que guardaba desde hacía un par de años. Era extremadamente fuerte, así que solo le daba un trago o dos de vez en cuando, si lo necesitaba mucho.
Pensé en darle un trago y dejarla donde estaba. Pero iba a necesitar bastante más para soportar aquellos exámenes, así que la agarré y la eché a la mochila. Después me levanté y la cargué al hombro. Observé por la ventana un instante, y advertí cómo una tímida línea de luz se perfilaba en el horizonte tras los árboles que cercaban el caserío. Las antorchas todavía ardían en los caminos.
Suspiré y eché a andar, dejando la habitación a mi espalda. Pero ya no miré atrás. Una vez en el pasillo enfilé el tramo de escaleras que descendía hacia el salón cocina en la planta baja, y en escasos treinta segundos me encontré en la escalera. Pasé la mano izquierda por la barandilla. El tacto áspero de la madera me estremeció el corazón por un instante, y traté de embriagarme de aquel olor que una vez dentro de casa simplemente se desdibujaba, pero que habría reconocido en cualquier parte. El olor a Norte.
Era el olor a hogar. Al fuego ardiendo cada noche en la chimenea con la que a duras penas se calentaba toda una vivienda. El mismo olor que asociaba con el invierno y que a las aldeas les era inherente.
El geniecillo del hogar, en una pequeña jaula de madera que pendía sobre la puerta, comenzó a grillar. Lo despedí mientras abría la puerta de la entrada y el aliento de la noche me congelaba la cara. Era el espíritu de un grillo, y había estado unido a mi familia por muchas generaciones, protegiendo el hogar y a las personas que habitaban aquella casa. Solía emitir su característico ruidito cuando se acercaban visitas, o solo como recordatorio de alguna cuestión importante para la familia. No pude contener una sonrisa. Después atravesé el umbral encontrándome con el aliento del invierno. Frío. La escarcha cubría con un manto blanco la hierba y sería fácil resbalar. Cerré la puerta dejando atrás el calor residual que había conservado la vivienda en la noche.
A la derecha, en un pequeño armarito destartalado que teníamos en el porche, guardábamos los zapatos. Solo los llevábamos en contadas ocasiones porque en el Norte se respetaba a la naturaleza como en ningún otro lugar de Áyax y la hierba que todo lo cubría solo podía pisarse sin calzado. Aquella era una de las ocasiones porque nunca sabes si en una simulación te convendrá llevarlos. La otra eran los funerales. Y la tercera las incursiones al mundo humano, en donde ningún slader pretendía llamar la atención más de lo necesario. Una vez allí nos organizábamos para enfrentar el peligro que fuese, y solo cuando la paz era restablecida regresábamos a casa.
Agarré las botas de montaña, me senté en el primer escalón y me las calcé deprisa. No até los cordones, solo los metí en los laterales. Aferré la mochila a mi espalda y bajé los tres escalones que separaban la casa del suelo. Toda la arquitectura de las aldeas era similar. Casas de madera con vanos de papel vegetal y cristal. Puertas correderas. Y situadas sobre pequeños pilotes de piedra que separaban el suelo de la planta calle, para salvaguardar la vivienda de la humedad. Eran dos plantas. En la baja el hogar, la cocina y un escueto salón. En la alta el aseo, y las habitaciones. Los techos de barro cocido con una gruesa capa de paja comprimida y vigas de madera al interior. Siempre a cuatro aguas, para canalizar el agua de la lluvia, que se redistribuía y almacenaba en un pequeño depósito bajo la casa. De ese pequeño pozo se podía extraer agua desde el interior del salón, en donde había una pequeña trampilla que comunicaba con los bajos de la casa con el depósito. Todo el perímetro de las viviendas quedaba rodeado de un porche de apenas un metro de anchura. En la mayoría sin barandilla.
La desigualdad de la distribución de las viviendas, las angostas calles entre el caserío bajo y la hierba abriéndose paso entre los caminos, delimitados por hileras de antorchas que ardían en la noche, le daban a aquel lugar un aspecto único. Enfatizaban su singularidad los vivos y diferenciados colores con los que cada vivienda se pintaba al exterior, y que se mezclaban con la madera desnuda.
Tampoco miré atrás. Eché a andar, casi a correr, con paso decidido. Y me adentré en el sendero que conducía entre las casas hacia la única calle comercial de Zirquo. Allí el corredor de Kodra enlazaba con Kaléndula Este. Era donde había quedado con Agnuk.
Apenas quince minutos después divisaba la puerta de Áyax, cuyas grandes torres perfilaban el cielo a lo lejos. Más allá de las murallas ciclópeas de madera coronadas con almenaras. Agnuk ya estaba allí. Aceleré el paso hasta llegar a su altura. Nos estrechamos el antebrazo con desgana. Cabizbajos. No mediamos palabra, solo seguimos andando a buen paso, avanzando entre en el abigarrado caserío de Áyax, que crecía en altura con forme te acercabas al centro de la ciudad. Alcanzaban cientos de metros en su centro.
Las grandes torres le daban nombre a la ciudad de Áyax, y sus coloridas tejas la volvían única. Eran un desafío a la existencia y al cielo, pero la madera les hacía rememorar a los dioses antiguos que por desarrollada que fuese su cultura, los moradores de Infierno Verde recordaban su pertenencia a la tierra, y que a ella deberían volver. Que cada uno de ellos era desde el principio y hasta el final efímero y prescindible. Que el mundo no se detendría con su partida. Que no serían más que un suspiro en el ciclo de la vida.
Cerca de media hora después faltaban cinco minutos para que el Gran Reloj diera las siete. Era la hora a la que se citaba a todos los alumnos en las escuelas durante los exámenes ordinarios del curso ―siempre en diciembre y junio―. Para entonces llegábamos al distrito Sur, el área de las universidades, frente al edificio de didáctica básica. Era una modesta arquitectura de cinco o seis alturas que contrastaba con las dimensiones de todo cuanto la rodeaba, en especial con las torres del castillo que alojaba las universidades y los colegios mayores de estudiantes. La escuela básica no quedaba dentro del recinto universitario, sino a la entrada, cercano al murete que separaba el barrio universitario del resto de la ciudad. Frente a ella se ubicaba la entrada a un modesto zoco en el que robábamos alcohol con frecuencia.
Subimos con prisa la escalinata de madera, tratando de no tropezar con el musgo que crecía en muchos de los escalones. El edificio estaba bastante descuidado. Una vez dentro el vestíbulo se veía abarrotado. Era de planta oval. Muchos alumnos se agolpaban justo en medio del vestíbulo, ante los tablones en que habían publicado las listas. Nos quedaba buscar en qué aula haría el examen nuestra clase.
Nos observamos, cara de circunstancias, y nos acercamos, como todos los demás, abriéndonos paso como pudieron. Hasta que tropezamos con unos compañeros de clase.
―Aula XIII. Cuarto piso. Ala izquierda ―sentenció Shamarra, con el rostro serio. Sus ojos, de normal azules, estaban negros por la preocupación. Y su pelo, naranja, se volvía marrón por momentos. Tenía ascendencia sombra y su clan el don de los cambiapieles. Todos los compañeros nos saludaron con desgana. Nosotros los seguimos hacia la escalinata oeste, en el centro del ala izquierda del vestíbulo.
El griterío habitual había sido sustituido por un silencio que casi ningún alumno de los cientos que deambulábamos nerviosos por todas partes se habría atrevido a romper. En nuestra clase solo quedaban veinte personas. Habíamos coincidido desde pequeños, aunque muchos ni siquiera nos habíamos molestado molestado en conocernos. Mi yo de entonces no habría llamado amigo a ninguno. Y lo prefería así. Los exámenes del cuarto curso llevaban fama de sanguinarios.
Con forme nos agolpamos frente a las dos puertas del aula XIII, en silencio, el Gran Reloj dio el toque de las siete. La luz comenzaba a colarse por los ventanales de los pisos superiores, pero las antorchas seguían ardiendo.
― ¿Sigues borracho? ―susurró Agnuk sin apenas mover los labios.
―No lo suficiente ―farfullé, sin molestarme en hablar en voz baja. Sentí la mirada confusa de varios de mis compañeros.
En ese instante el señor Flick abrió la puerta izquierda del aula. La que conducía a las escaleras que llevaban a la tribuna. En la parte de abajo sería la simulación. El tribunal ministerial que ponía las notas de los exámenes estaría ya aposentado en lo alto del graderío. Preparados para juzgar hasta el más mínimo detalle de lo que los alumnos hicieran.
―Ya sabéis cómo va esto, chicos ―empezó Flick. Todos le escuchamos con atención. Los nervios y el miedo palpitaban en todos nuestros corazones. Las manos sudadas. El olor a muerte adueñándose de todo. Sonrisas borradas. Temblores disimulados. Miles de sentimientos se concentraron en escuetas miradas que los compañeros nos dedicamos, conscientes de que sería la última vez que muchos nos viéramos con vida―. Voy a sacar una letra de esta bolsa ―añadió extrayendo una pequeña bolsa de cuero de su trenca de piel forrada de lana de esparko―. Seguiremos por orden alfabético desde el apellido que corresponda. Así en adelante. Los demás subiréis a la tribuna. Allí podréis ver la simulación de los compañeros ―suspiró―. Recordad que la simulación cambia. La ambientación será la misma, pero las criaturas y las armas no lo serán. Permaneced atentos. El objetivo lo conocéis de sobras. Matar a todo lo que se os ponga por delante durante el tiempo que dure el examen. Sabréis que ha concluido porque una vez esté muerto el último demonio sonará el pututu y la ambientación en que os movíais desaparecerá. ¿Está todo claro?
Hubo un asentimiento general entre mordidas de uñas, movimientos de piernas, jugueteos con los cuchillos, y suspiros.
―No me cansaré de repetíroslo chicos ―añadió Flick, todavía resistiéndose a abrir la bolsa que contenía el alfabeto. El primero en hacer el examen casi siempre moría. El factor sorpresa es una de las cuestiones más dificultosas para los jóvenes sladers, todavía más acostumbrados a los ataques cuidadosamente planificados que a improvisar―. Puede que todo termine hoy, pero hagamos que haya merecido la pena. Hagamos que sepan de qué estamos hechos. Y recordad que el Norte nunca nos olvida―casi bufó, con gesto osco y molesto―. Que esos malditos sureños tengan vuestras miserables caras en la cabeza hasta que mueran. Enseñadles de qué sois capaces. ¡AHGANDI! ―Bramó.
Todos respondimos reproduciendo el mismo grito. Un viejo cántico de rebelión en el Norte que el señor Flick siempre entonaba en sus clases y que se había convertido en una seña de identidad para nosotros. Podría traducirse a la lengua común como "Adelante", aunque perdiendo el matiz de amenaza que solo el dialecto de los ayaxures puede darle a la palabra.
En ese instante Flick abrió la bolsa con resignación, e hizo adelantarse a compañera, semidémaca, de tez rojiza y con dos grandes trenzas de tentáculos anudadas desde la raíz de su cráneo. Ella avanzó con decisión. Introdujo su mano en la bolsa y extrajo una letra.
Flick la tomó de su mano, y se la enseñó a todos. Era una pequeña runa con la letra E. Los ojos del profesor se clavaron directos en los de Agnuk, cuyo apellido era Ehekunz. El único que empezaba por esa letra en el grupo.
Mi amigo bufó.
A mí me dio un vuelco el corazón, pero no dije nada. Solo coloqué la mano sobre el hombro de mi amigo, y él asintió. Todo lo que quería decir era "puedes hacerlo". Pero mis labios no se movieron.
En ese momento Flick abrió la puerta de la izquierda, y los demás comenzaron a entrar, subiendo las escaleras hacia la tribuna desde donde nos obligarían a contemplar el examen de nuestros compañeros hasta que llegara nuestro turno. Aliviados por no ser el primero.
Yo aguardé un momento más. Agnuk y yo nos estrechamos el antebrazo y él hizo un gesto con la cabeza para que me uniera a mis compañeros atravesando la puerta de acceso a la tribuna. Con el gesto serio y tenso, y el corazón latiendo fuerte, asentí. Me esperaba una larga agonía pues mi apellido era Dakks. Y sería el último en hacer el examen.
Me encaminé a paso firme hacia la vieja puerta de madera y me perdí subiendo los escalones sin mirar atrás. Eran un par de pisos con un rellano en medio. Una angosta y estrecha escalinata tallada en la madera, y que había que subir casi a tientas tan solo guiándote por la luz que se introducía desde el final.
Una vez arriba contemplé la tribuna destartalada en la que tantas veces me había sentado. La luz entraba desde un gran óculo en el techo que incidía sobre la estancia central. Ésta se encontraba dos alturas más abajo, con las armas dispuestas en diversos expositores que permanecerían en su lugar durante la simulación. Sin importar lo que reprodujese.
Me senté en el escalón más bajo de la tribuna, que tenía otros cuatro más, y luego la Atalaya, como llamaban al deambulatorio que rodeaba por completo la estancia y estaba aún a una altura superior. Una cristalera lo separaba de la tribuna y del espacio central. Ya se entreveían en lo alto las sombras de los jefazos sureños que cada convocatoria acudían a evaluar sus exámenes y presenciaban impasibles la muerte de los jóvenes salvajes.
No pude evitar pensar que aquellas personas no merecían llamarse así.
Tal vez las gentes del norte no fuésemos más que alguna suerte de aborígenes, con unos ideales extremistas, y un código de conducta anticuado que todavía respetaba esferas que la "civilización" parece haber olvidado. Pero no habíamos olvidado quiénes éramos.
Dimitrius Stair había sido nombrado presidente de la República Interdimensional hacía treinta años, y con su presidencia toda la corte republicana, como era costumbre, se había trasladado al lugar de donde el Canciller electo procedía. La ciudad de Mok, en los lares del sur de una dimensión de la periferia que protegía a una reserva humana en la dimensión de Pangea. Hasta ese momento muy pocos sabían encontrar Aztlán en los grandes mapas. Pero ese tiempo les había bastado a los sureños para "modernizarse" y despreciar todo lo que habían sido.
Me senté sentó solo. Guardé la mochila entre las piernas, y la abrí con decisión. Había muchas posibilidades de presenciar de forma inminente la muerte de su mejor amigo. Su temperatura corporal estaba subiendo, y se sentía alterado.
Nadie quería que las leyendas se convirtieran en ciertas, y se liberase mi forma animal, fuera cual fuese ésta.
A veces, cuando me sentía enfadado, me había tenido que recordar los límites de su raza. Criaturas ántropas con un don limitado para la magia básica, tres almas ―aunque nacemos solo con dos―, y unas cualidades físicas y sensoriales excepcionales.
Aunque ya entonces era consciente de tener un don para la intuición, por la ascendencia sombra del clan de mi padre, no quería seguir sintiendo cómo mi cuerpo enfadado luchaba contra la naturaleza. También Agnuk era un sombra que había tenido la desgracia de nacer slader. Su clan tenía el don de la zooparlancia. Pero no estaba previsto que ninguno de nosotros experimentase nunca un encuentro más allá con la magia. Y detrás de la liberación de un alma se encuentra una magia poderosa. Más de lo que ningún slader podría soñar.
No cesaba en mi empeño de repetirme que yo era como cualquier otro. O eso me esforzaba en creer.
Pero ninguno de nuestros compañeros habría tomado aquella botella y echado el trago más largo de whisky que un mortal hubiese presenciado jamás. Yo ni siquiera me esforcé en disimular.
En ese momento Agnuk se adentraba en la sala. Hizo la reverencia protocolaria hacia la presidencia de la Atalaya, y el contador marcaba la cuenta atrás de un minuto para el inicio de la "Simulación". No pude evitar pensar que la ironía encerrada en aquella palabra no conocía límites.
Flick llegó a la tribuna en ese momento. La cuenta atrás marcaba cuarenta y nueve segundos exactos cuando se sentó junto a mí y me observó con aquella incipiente media sonrisa burlona. Quizás él era la fuente de todas las sonrisas burlonas.
No me esforcé por esconder que estaba bebiendo. Pero Flick no dijo nada. Lejos de eso hizo un ademán con la mano, pidiéndome un trago, observándome desde esos ojos verdes con su melena pelirroja a un lado de la cabeza, como era costumbre entre los sladers en el Norte, el otro medio lado de su cabeza estaba rapado y cubierto por tatuajes tribales. Le tendí la botella y él dio un enorme trago.
―Es lo único que lo hace soportable ―admitió en un susurro casi inaudible―. Aunque está caducado.
―Es lo mejor que he podido robar.
Él sonrió, y el cronómetro entró en la cuenta atrás de diez segundos.
Desde donde me encontraba podía escuchar el corazón de Agnuk latiendo con fuerza. Estaba concentrado en la cruz del centro de la sala, sobre la que permanecía en pie. Se esforzaba por apartar el miedo que se apoderaba poco a poco de él. Pero lo conocía bien. Si alguien era capaz de lograrlo tenía que ser ese maldito canalla. Era un espectáculo matando. Y uno que habría pagado por ver.
El cronómetro marcó el inicio y sonó el pututu. En ese momento todos comenzamos a golpear con las manos las bancadas de madera, imitando el ruido de un gran redoble de tambor. Era una costumbre que teníamos desde pequeños para expresar nuestro apoyo hacia los compañeros. La realidad era que al mismo tiempo esperábamos expectantes. Lo que parecía ser un edificio en ruinas se erigió frente a nuestros ojos. Y un holograma mágico se proyectó en el lado opuesto para ofrecer la visión Agnuk en todo momento.
Todos exclamamos horrorizados.
Habíamos visto y realizado muchas simulaciones, pero ninguna en un emplazamiento como aquel que a las gentes del norte nos era por completo ajeno ya que se trataba de una arquitectura extraña a nuestros ojos y abandonada. En ella se disponían toda clase de obstáculos y maquinaria destartalada, y una extraña neblina verde que reducía la visibilidad a niveles alarmantes.
¿Cómo podían pretender que Agnuk o alguien fuese capaz de encontrar los expositores con las armas entre ese caos?
Di otro trago a la botella. Notaba como mi temperatura corporal iba in crescendo. Cómo la ira latía en mi entrañas. No pude contenerme más. Me levanté sin pensar y arrojé la maldita botella concentrando toda mi rabia contra el cristal que separaba la tribuna de la simulación. El casco se hizo añicos.
― ¡MALDITA SEA ELLA! ―bramé, furioso― ¿CÓMO PRETENDEN QUE ENCUENTRE UN CUCHILLO ENTRE TODA ESA PORQUERÍA?
Todos se quedaron callados. Flick se levantó y forcejeó conmigo. Me sacó casi arrastras de la sala. Hasta el pasillo, bajando las escaleras a empujones. Y una vez fuera recuerdo que me zarandeó con fuerza.
―Dakks, escúchame con atención ―dijo Flick en tono amenazador, clavando sus ojos directamente en los míos―. Son unos jodidos hijos de Ella ―concedió―. Pero así solo conseguirás que te maten, ¿Lo has entendido?
Me sentí acorralado. Sentía la sangre arder en mis venas, en sentido literal. Sabía que tenía que hacer un esfuerzo para contener lo que fuera que ardía en su interior. Estaba borracho y cabreado. Y no quería ver morir a mi mejor amigo. Golpeé con el puño la pared, y de alguna manera el dolor me devolvió a una esfera de la realidad de la que había estado cerca de desconectar.
―Escúchame Dakks ―Me suplicó Flick, ambos ya más tranquilos―. Que les ahorquen ―dijo dándome un cachete en la mejilla, como expresión de afecto―. No puedes darles lo que quieren. Vuelve a esa tribuna. Compórtate como esperan. Y cuando llegue tu turno, haz que todo bajo el cielo vuelva cenizas, ¿Lo has entendido?
Me sorprendieron aquellas palabras, pero contra todo pronóstico logré reaccionar. Ambos quedamos sentados en el pasillo, en silencio, por diez minutos, hasta que logré tranquilizarme. Después regresamos a la tribuna. Agnuk seguía luchando. El contador ya marcaba veinte minutos. No se veía mucho porque la niebla verde era bastante espesa, pero el proyector enfocaba a la figura de Agnuk, que en ese momento se batía a muerte en unas escaleras sin barandilla contra un demonio Sernio. Era como un maldito puercoespín gigantesco, agitando sus púas, auténticos cuchillos, mientras Agnuk los esquivaba protegiéndose con lo que parecía la tapadera de un cubo.
Le pegó una patada en el pecho, la única zona desguarecida de púas, y lo arrojó por el hueco de aquellas escaleras. El bicho se clavó un hierro en el cuello y Agnuk lo remató con algo parecido a una pala, que quedó alojada en su cráneo.
En ese momento la simulación se detuvo y los dos, cada uno en nuestro contexto, respiramos.
Agnuk se vio sobre el suelo de madera, rodeado de cadáveres entre los que se contaban varios vampiros, demonios farios y el sernio al que acababa de matar. Me levanté y elevé las manos con las palmas extendidas hacia el frente. Era una señal que reconocía el mérito de alguien en el Norte. Todos nuestros compañeros, sin excepción, me imitaron. Y Flick silvó y vitoreó. No era para menos. No conocían a nadie más que hubiese sobrevivido haciendo el primero la simulación. Y esa era de nivel siete.
Agnuk nos observó desde abajo sonriente. Más allá de unos cuantos golpes y rasguños no parecía tener nada serio. Hizo la tradicional reverencia al tribunal que se encontraba todavía en la Atalaya.
Apenas un minuto después abandonó la sala de exámenes. Y Flick se dirigió a una de las compañeras, a Shamarra. Ella asintió con seriedad y se levantó. Se estrechó el antebrazo con Kendra y Faiga, con Khal y con Ozbek. Yo me llevé el índice y el corazón extendidos a la boca, en señal de respeto y de desearle buena suerte. Ella correspondió con el mismo gesto. Nunca habíamos tenido demasiada relación, pero siempre nos habíamos visto con respeto.
Los demás nos imitaron. Y Flick la acompañó a la salida. Seguramente la dejaría colocada para el examen, acompañaría a Agnuk a la enfermería y regresaría. Agnuk volvería dentro de un rato. Para prestar apoyo moral. Todos los heridos que no revestían gravedad solían hacerlo. Era una muestra más de respeto hacia los compañeros. Estábamos todos metidos en la misma porquería, lo mínimo que era apoyarnos. Y lo cierto es que lo hacíamos bien.
Apenas cinco minutos después iniciaba la simulación de Shamarra.
Cuando el tiempo empezó a correr se la veía nerviosa. Más de lo habitual. Un vampiro y un demonio Shaldo atacaron casi al mismo tiempo desde dos flancos distintos. Logró esquivarlos y tropezó con lo que parecía una mesa. Aprovechó una pata, la rompió por la mitad y ensartó al chupasangre que se volvió cenizas justo cuando iba a morderle.
Tenía controlado al Shaldo, que arrojaba lodo urticante desde sus fauces. Lo esquivó utilizando el tablero de la mesa como escudo a su frente. Pero no fue suficiente. El corazón me empezó a latir deprisa, y sentí el sudor bajando por mi espalda. Me levanté, cabreado. Y no fui el único.
―¡A tu espalda! ―Se levantó Faiga histérica desde la bancada, casi suplicante. Todos gritamos con todas nuestras fuerzas tratando de avisar. Aunque sabíamos que no nos escuchaba.
Los gritos de impotencia del graderío siguieron al fatal desenlace. Varios cuchillos arrojados por un demonio sario que emergió desde una destartalada puerta a la espalda de Shamarra alcanzaron su espalda. En ese momento la cámara enfocó a su rostro y sus ojos, desconcertados, perdieron, de súbito, la luz que siempre los guardó.
El edificio desapareció y la sala de exámenes se perfiló entre nuestro silencio. Los técnicos entraron para apartar del cadáver de la joven a todos los demonios y vampiros que se abalanzaban al acecho desde distintas partes de la sala. Todos los que Shamarra no llegó a matar.
Nos quedamos de pie. Inmersos en aquel maldito silencio. Y las lágrimas silenciosas tiñeron la atmósfera de aquel incómodo olor a sal que todos conocíamos. Me sentí defraudado. Crucé los brazos sobre el pecho y dejé la mano derecha sobre el corazón. Si bien no puedo decir que conociera a Shamarra, la había visto crecer.
Flick entró a buscar al siguiente alumno. Tratando de disimular cómo la rabia le quemaba, porque acababa de ver morir a otra niña más. Solo una más de los que conocía y entrenaba desde pequeños y a los que nunca volvería a echar la bronca. Con los que no volvería a ser condescendiente. A quienes no volvería a jalear para que sacasen lo mejor de sí mismos. Para lograr marcar la diferencia entre que se convirtieran en una lápida más o mañana lucharan junto a él.
***
Pasaron dos horas. En aquella tribuna solo quedábamos diez personas. Tan solo yo faltaba por hacer el examen. El resto eran los supervivientes. Y durante el descanso de media hora que había hecho el tribunal habíamos ido con Faiga a robar un par de botellas de alcohol al mercado de extraperlo que había frente a la escuela.
Los rostros de mis compañeros, magullados y corroídos por el dolor, guardaban silencio sin fuerzas, mientras contemplaban la muerte de otro compañero.
Yo di otro trago inmenso a una de las botellas.
―No deberías hacer ese examen borracho, Dakks ―Me regañó Faiga con los ojos perdidos en el cadáver que ahora yacía frente a ellos en la sala de exámenes―. No va a ser como ningún otro examen que hayas hecho y...
―Las estadísticas dicen que tengo más posibilidades de morir que de salvarme ―respondí―. Si voy a morir, que sea feliz. Y, hoy por hoy, beber es lo único que me hace feliz.
No hubo más réplicas, y Agnuk colocó su diestra sobre mi hombro. Cuando Flick atravesó de nuevo el umbral de la puerta yo ya sabía que era mi turno. Me levanté y estreché el antebrazo de Agnuk.
―Ahgandi ―susurró Agnuk.
Estaba bastante borracho, pero no lo suficiente como para que mi cuerpo fallase. Un slader tenía que beber muchísimo para llegar a un estado importante de embriaguez.
Seguí a Flick en silencio escaleras abajo, despidiéndome de mis compañeros, colocando los dos dedos índice y corazón sobre los labios, como habían hecho todos. Una vez en el pasillo, la puerta de la sala de exámenes esperaba impaciente.
Me dispuse a entrar con decisión y terminar con todo cuanto antes, pero el señor Flick me agarró del hombro y se colocó frente a mi.
―Escucha atento, Dakks ―empezó con preocupación―. Llevan cuatro horas de examen. A estas alturas solo querrán mandarlo todo a la faiga y largarse a su hogar de sureños.
Rompí a reír. Enseguida entendí lo que Flick quería decirme.
―Quieren matarme pronto e irse a su casa, lo entiendo. Putos sureños ―añadí, con amargura.
Flick me dedicó una media sonrisa.
―No es la primera vez que te lo digo. Sé rápido y haz de las tuyas. No es solo que puedas hacerlo, Dakks ―dijo―. Puedes hacer que se les caigan los ojos.
En ese momento Flick hizo algo que yo nunca pensé que haría. Me tendió el antebrazo, como a un igual.
―Ahgand, Eliha Dakks ―terminó,.
Correspondí al gesto con decisión, y orgullo, y atravesé aquella puerta con una tranquilidad que pocos estudiantes conocían y con las palabras de mi profesor resonando todavía en mi cabeza. Quizás fuera el alcohol o ese extraño estado que confiere la aceptación de la muerte inminente. Esa risa irónica y depravada que resuena en el interior de algunos sladers cuando se sitúan frente a Ella con un cuchillo en la mano.
Entré a la sala. Todo se veía distinto desde ahí. Había que reconocer que aquel lugar imponía. La cruz roja estaba situada en el centro, sobre el suelo de madera, era como una marca de esclavitud. La realidad era que entre los techos altos y los grandes ventanales cubiertos por cortinas negras durante los exámenes cualquiera se habría sentido amedrentado.
Pero en lugar de achantarme, y disimulando que me temblaban las manos y los pies, observé a Agnuk, que caminaba nervioso en la tribuna, y enarboló una media sonrisa. La puerta se cerró y empezó el tiempo de descuento. En un minuto me encontraría en el lugar más extraño que jamás hubiera pisado. Sabía que sería inútil ver entre aquella niebla así que me dedicaría a sentir. Era lo que mejor sabía hacer. Los ojos allí no me servirían. Y tratar de desentrañar alguna lógica sobre el posible ataque de mis enemigos tampoco. Así que haría lo único que sabía hacer. Procuraría pasarlo bien.
Y no. No estaba para reverencias protocolarias así que la diplomacia sureña se la llevarían los jefazos a su pedazo de mundo. En el mío no la conocíamos. Por algo nos llamaban salvajes. Y a mí no me avergonzaba.
Ni me avergonzó cuando el cronómetro entró en su cuenta atrás definitiva. Ni en el último segundo antes de que aquel edificio se levantase conmigo en su interior y la niebla verde y asfixiante me hiciera llorar los ojos y me cegase por completo.
Me arranqué la camiseta y la anudé a mi cabeza, tapando mis ojos, todavía con la media sonrisa iluminándome el rostro. Solo siente. Me dije. Matar no es sobre ser el más listo. Ni sobre tener la mejor estrategia, por muchas veces que algo así pueda salvarte la vida. Matar es sobre bailar con Ella. Eso es lo que hacen los sladers. Disfrutar de lo único que saben hacer.
Sentí el rastro de varios cuchillos dirigirse hacia mí y una presencia así a mi espalda como al frente. Me impulsé sobre los pies para dar un gran salto elevándome en el aire y esquivando los cuchillos. Mis pies fueron a parar contra la cabeza de un demonio Naskahr. Lo reconocí por el olor. Giré los pies y piernas, con brusquedad, haciendo un equilibrio en el aire tan pronto lo noté, y le partí el cuello con el impulso. Después me dejé caer a su espalda y lo utilicé como escudo contra otro asalto de cuchillos. Tanteé en el suelo y me hice con dos. Uno lo arrojé en la dirección de donde provenían los demás, sintiendo como el calor de la sangre del démaco me ayudaba a hacerse una idea de mi ubicación exacta. Lo asaeteé en ese mismo instante. Corrí hacia su posición tras escuchar el golpe sordo del cuerpo desplomándose contra el suelo.
Agarré tantos cuchillos como fui capaz de cargar en el cinto. Fueron algo así como ocho. Y otros dos balanceándolos en las manos. No había nada que amase más. Bueno. Solo la música. Era lo único que le faltaba así que, qué faiga. Empecé a cantar. Todo era mejor cantando, incluso la muerte.
―White man came, across the see, he brought us pain, and misery ―entoné a pleno pulmón. El olor a chupasangre me masacró la pituitaria. Aquellos bichos sí que olían mal. Me arrojé a un lado dando una voltereta en el aire y dirigí varios cuchillos a mi izquierda y mi derecha, justo donde mis sentidos percibían movimiento. Ensarté a un vampiro con el mango de uno de los cuchillos, que era de madera. Debí darle justo en el corazón, ya que lo sentí convertirse en polvo entre aquel alarido tan característico, cuyo sonido producía éxtasis en los sladers. Y a dos demonios Farios los clavé a la pared. Sabía que había atinado en el centro de sus calaveras, porque no los escuché más.
Frené un segundo tomando otro par de cuchillos del cinto y traté de sentir el movimiento y el calor corporal a mi alrededor. En aquel piso no quedaba nada. Tendría que bajar las escaleras porque abajo sentía moverse a varias criaturas. Aquello sería divertido. Pero iba a necesitar más cuchillos así que, con sigilo, me acerqué pegado a la pared hacia el cuerpo del primer demonio que había matado y cuyos restos estaban todavía semi cubiertos por los cuchillos que armaban su caparazón de puercoespín. Habría sido inútil buscar las armerías. Aquel bicho tenía todo lo que necesitaba para pasar un buen rato.
Cuatro cuchillos, dos en cada mano, y el cinto lleno. Más uno de reserva en las botas. Ya no olía a vampiro, así que, supuse, con acierto, que todo lo que quedaba en pie eran demonios. En el piso de arriba tampoco se rastreaba gran cosa así que el grueso debía estar abajo.
Era entonces o nunca, me dije. Y en lugar de bajar por la escalera, pues aquello sería una ratonera y esos bichos estarían esperando verme aparecer para abalanzarse, tanteé aire.
Chupé la yema del dedo índice e identifiqué una tímida corriente que penetraba desde algún lugar de la estancia. No era una ventana. Con toda seguridad era alguna parte del firme porque destilaba un claro olor a humedad pétrea y provenía de abajo. Seguí su rastro, avanzando con sigilo. Y reconocí el sonido de la piedra a punto de resquebrajarse bajo mis pies. Sonreí. Solo bastaría un buen salto y una vez abajo, como decimos en el Norte, que Ella reparta sus plegarias.
―HE KILLED OUR TRIBES, HE KILLED OUR CREED, AND TOOK OUR GAME FOR HIS OUR NEED ―bramé, mientras saltaba cerca de un metro e iba a parar contra el suelo, que se resquebrajó bajo mis pies, tal y como había previsto, catapultándome al piso de abajo.
Una vez allí giré a una velocidad admirable para un ser vivo sobre mi mismo. Utilizando una de mis piernas para pivotar sobre la punta del pie y la otra para darle impulso mientras arrojaba cuchillos a toda velocidad y contra cualquier rastro de movimiento. Esquivé varios dardos envenenados basculando y saltando. Pero no dejé de cantar. Un cuchillo tras otro. Según los agarraba de mi cinto los arrojaba. Clavé a unos diez demonios a la pared, y a algún otro lo maté en el acto atinando en el cuello y en el cráneo. Adoraba ver la sorpresa dibujada en los rostros de aquellos cadáveres. Era una lástima llevar una venda en los ojos. Pero a esas alturas poco importaba. No podía quedar mucho y solo quería que aquellos hijos de sícula le escucharan cantar. Que supieran que allí en el Norte no les temían.
―WE FOUGHT HIM HARD, WE FOUGHT HIM WELL, OUT ON THE PLAINS, WE GAVE HIM HELL, BUT MANY CAME TOO MUCH FOR CREED...
Con la última palabra desapareció todo rastro de calor que pudiera ser indicador de vida a mi alrededor. Solo un aliento permaneció. En ese instante retiré la camiseta de Iron Maiden que había utilizado como venda para cubrirme los ojos. La niebla comenzaba a desaparecer y pude contemplar, orgulloso, la masacre que había provocado a mi alrededor. Frente a él solo un Demonio Fario se ahogaba en sus propias vísceras porque no había atinado en el cuello ni en el cráneo sino en el pecho.
Nos observamos un instante. E incluso me dio lástima.
Pero aquel lugar no estaba pensado para eso. Levanté ligeramente la pierna para alcanzar mi tobillo, en donde había alojado un último cuchillo en un pequeño cinto que guardaba por si se daba la ocasión. Agarré el mango con fuerza, pero esta vez no jugueteé.
―Oh, will we ever be set free? ―canturreé mientras lo arrojaba atinando de lleno en el cráneo del démaco, cuyo sufrimiento terminó en ese mismo instante.
Toda la arquitectura desapareció y me encontró en mitad de la sala de exámenes solo, rodeado de más de veinte cadáveres. No me resistí a contar los que había atinado en el cráneo. Por lo menos dieciocho. Era mi mejor marca hasta la fecha.
La puerta se abrió para dejarme salir. La tribuna en silencio. El cronómetro apenas marcaba los cinco minutos y treinta segundos. Era un récord en los exámenes de Infierno Verde. Eso por descontado. No hice la reverencia protocolaria que marcaba el final del acto de los exámenes. En su lugar, me llevé el índice y el corazón a la boca, mientras observaba con seriedad aquellas sombras que eran todo lo que podíamos ver del tribunal de la Atalaya. Y eché a andar, deprisa, dejando atrás todo aquel desastre.
Una vez en el pasillo escuché a alguien bajar las escaleras a toda prisa y pronto encontré al señor Flick zarandeándome. No dijo una palabra, pero su rostro habló por él.
Suspiré y sonreí, aliviado, mientras el olor a Ella se esfumaba poco a poco de mi pituitaria. Y aquella característica sensación de haber ganado y al mismo tiempo haber perdido regresó a mi corazón.
****
― Querían matarte antes de los diez minutos, y tú terminaste el examen en cinco, desgraciado ―Se burlaba Agnuk. 
Me observó de arriba abajo, como si la respuesta fuese la verdad más fácil de probar bajo el cielo.
Guardé silencio por respuesta, aunque no pude reprimir una de nuestras medias sonrisas.
― ¿No dices nada? ―espetó Agnuk arqueando las cejas.
Me encogí de hombros.
― ¿Qué debería decir? 
―Lo has vuelto a hacer ―declamó su amigo, gesticulando―. ¡Sobrevivir a un examen de lucha al que te presentas borracho!
―No veo otra forma en la que matar sea más divertido, hacerlo a palo seco ya ha perdido la gracia.
Rompimos a reír. Era momento de celebrar junto a los pocos sobrevivientes. Mañana nos tocaría lamentar la muerte de la mitad de nuestros compañeros, pero aquel era el momento para compartir entre los que quedábamos vivos. Diez. Por lo menos ocho todavía dentro de aquel antro. Pero nosotros preferíamos beber a la intemperie, tomando el aire, como buenos moradores de aldea. Inmersos en aquel sentimiento de alivio que te da escapar de la muerte, que te grita: "Celebra la vida, porque no siempre será tuya".
―Y no contento te pusiste a cantar Run to the Hills ―añadió Agnuk, todavía sin dar crédito―. ¿Canciones de rebelión? ―declamó con efusividad―. ¿No te da vergüenza, Dakks?, ¡Darles esa despedida a nuestros vecinos sureños!
Sonreímos.
No habría encontrado mejor canción de Iron Maiden para aquel instante. No fue del todo a propósito, pero de alguna manera no había podido controlar más el asco que sentía hacia ellos. No les debíamos nada más que la miseria en la que nos obligaban a vivir. Estúpidos sureños y estúpida diplomacia.
Suspiré.
―Por lo menos me lo pasé bien.
Ninguno pudo aguantar más la risa.
―Todo es más divertido cuando estás borracho ―concedió Agnuk―. Aunque mantengo mi hipótesis de que provienes de otro planeta.
No me enzarzaría otra vez en esa discusión.
―Al Señor Flick le gustó ―Me defendí.
―Le gusta el espectáculo, ya sabes. La gente que mata así, normal, le parece sosa.
Seguíamos apoyados en la puerta del Gaucok, uno de los garitos más rancios, sucios y baratos en el único lugar que podía permitirse tabernas en extramuros, el corredor de Kodra. Era una gran calle comercial que enlazaba con Kaléndula Este, una de las cuatro puertas de la muralla de Áyax, y la única que permanecía abierta, aunque custodiada, toda la noche.
Solíamos acudir allí en busca de alcohol barato. A decir verdad, era el lugar en donde vendíamos todas las botellas que robábamos de los mercados de Áyax. No pagaban bien. Pero era divertido. Y por nuestra lealtad Gaucok era el único bar de Áyax en donde bebíamos gratis. Es cierto que mayoría de las botellas a degustar habían sido convenientemente desechadas por el comité de salud pública y por otros comerciantes, pero no menos cierto que era lo único que podíamos permitirnos.
Sí. Allí se pasaba hambre. Pero ambos habíamos aprendido a amar esa tierra como a nuestra propia vida. El olor a humedad de la miseria en los senderos sin asfaltar, y en los edificios bajos insertados entre los árboles difusos de las praderas que precedían a la selva. Las antorchas encendidas en los caminos, iluminando la noche. Las casas bajas, de máximo dos pisos, y construidas enteramente en madera, que era era, junto con los cultivos al oeste de Áyax y las granjas de insectos, lo único de lo que vivían nuestras familias.
Aquel laberinto difuso que se concretaba en esa calle conduciendo hacia la gran ciudad era su hogar. Pero también aprendieron a amar esa vieja ciudad. Porque, dentro de cómo eran las cosas, siempre había hecho lo posible por mantener las aldeas con vida, aún en los momentos más oscuros. Y es que Áyax representaba, en esencia, lo que cada uno de sus moradores encarnaba: la lealtad, la colectividad y el coraje.
Le dí un codazo a Agnuk porque en ese instante salía del bar el muchacho de la facultad de Animalística que no solía frecuentar esos garitos, y cuya supervivencia el año anterior había despertado un misterioso alivio en mi amigo.
El joven le guiñó un ojo a Agnuk con todo el descaro del mundo. No pude evitar reírme al constatar que el guiño era correspondido.  Mi camarada le dedicó una pícara sonrisa a aquel joven. Una sonrisa que eclipsó toda otra facción de su rostro, la mayoría del tiempo camuflado entre su mata de pelo rubio. Por mucho que Agnuk tratase de parecer duro, estaba condenado a seguir siendo el ser más entrañable que podrías encontrarte bajo el cielo. Aunque no deseaba batirme a muerte con él bajo ningún aspecto. No solo porque fuera mi mejor amigo. Sino porque no había conocido a nadie que matara como él.
No necesitaba ser muy listo para saber qué acababa de pasar en las viejas letrinas de aquel tugurio, y tan pronto como el Animalista se marchó no fui capaz de reprirmirme.
―A juzgar por las luciérnagas invisibles que revolotean sobre tu cabeza, y por como apestas a ese perfume que nunca podrías pagar, deduzco que hace un rato lo pasaste bien ―Me reí.
La enigmática sonrisa de Agnuk regresó.
― ¿Y tú? ―espetó señalándome con la cabeza― ¿Se puede saber cómo sacas la puntuación más alta en todos los exámenes de lucha presentándote borracho? Porque te juro que sigo sin explicármelo.
Un cambio de tema abrupto que convertía la evasiva en certeza. Era el estilo de Agnuk.
― ¿Y tú eres capaz de decirme qué pretendíamos a principio de curso cuando perseguimos a un cerdo mutante por toda la escuela, completamente borrachos, con el señor Flick gritando Ahgandi a pleno pulmón?
Agnuk sonrió y arqueó las cejas.
―Y yo qué sé ―resumió.
―Pues eso: "Y yo qué sé" ―respondí.
Sonrió.
―Llevas demasiado tiempo sin...
No iba a dejar que siguiera por ahí.
―Vete al cuerno de Ordaj, Agnuk. Yo no...
Pero en ese momento nuestras risas se diluyeron entre algo que no tardó en despertar todas las alertas. La alarma que anunciaba la activación del mecanismo de seguridad dimensional se activó y su eco resonó por todas partes, inextinguible y aterrador, al tiempo que todas las hogueras que ardían en las almenas de la muralla se tornaban azules.
Como movidos por un impulso irracional ambos tratamos de abrir la puerta del garito para entrar, casi a la desesperada, pero ya era tarde porque un campo de fuerza nos catapultó hacia atrás y quedamos tendidos en medio de la calle, cubiertos de barro.
Las pocas personas que, como nosotros, se vieron atrapadas en las calles sabían bien lo que aquello significaba. Aunque aún estaban lejos de imaginar el alcance que tendría el mal al que el Norte se enfrentaba.
Nos levantamos lo más rápido posible. La mayoría de los presentes huyeron despavoridos hacia las profundidades de la selva con la esperanza de guarecerse. Pero nosotros éramos sladers. Teníamos otra misión en el mundo.
Nos miramos, aterrados, pero, pese a todo, echamos a correr. Dirección contraria a la marabunta. Enfilando el corredor hacia Kaléndula Este para adentrarnos en el laberinto de calles de la ciudad de Áyax. Había que hacerlo antes de que el espacio aéreo y terrestre se acotase y quedase blindado por una infranqueable magia. Sus habitantes le harían frente a una amenaza aún desconocida dentro de sus murallas. Solos.
A contracorriente, como decimos los sladers
Tan pronto nos encontraron dentro de la ciudad nos abrimos paso sin parar de correr entre el callejero imbricado confeccionado por edificios de madera cuyas alturas desafiaban al cielo gracias a la magia.
Pero aquel hedor no tardó en llegar a nuestras pituitarias.
― ¿Ya estamos otra vez? ―preguntó, Agnuk, pegando con el puño en una fachada― ¿Es que nunca se va a cansar de perseguirnos?
El olor que inunda las entrañas de los sladers cuando Ella se acerca. Como una sombra que siempre nos persigue.
―El perfume de tu colega no estaba tan mal ―admití, después de todo.
Dejamos ir dos sonrisas fugaces, pero lo que nuestros ojos vieron a continuación terminó por ahogar todo atisbo de la risa en nuestros labios. A cualquiera le habría encogido el corazón.
El cielo se volvió negro. Y aquella oscuridad, casi total, se tragó la luz y las estrellas. Fue entonces cuando vislumbré la primera de las naves negras. Volando al raso, y con agresividad. Sorteaba los edificios como en un circuito de vuelo. Con una agilidad y una decisión capaces de congelar el universo a su paso.
Nos arrojamos tras el chaflán de un edificio cercano para evitar una ráfaga de disparos, que parecía provenir de una segunda nave.
― ¿Qué mierda ha sido eso? ―Casi bramó Agnuk, levantándose y tendiéndome la mano que me había empujado con todo su cuerpo hacía solo un instante.
No puede estar pasando, maldije, con el corazón acelerado. Por un instante ese pensamiento eclipsó mi mente por completo. Pero sí, estaba pasando.
―Un Kazza ―respuse con un hilo de voz―. Eonzés.
El rostro de Agnuk perdió el poco color que conservaba.
― ¿Eonzull? ―susurró, con el corazón en un puño― Por todas las malditas puertas de los siete infiernos eso no es posi...
No terminó la frase, nos interrumpió una señal. La que llevábamos un rato buscando. Escasas dos manzanas más adelante, siguiendo la calle transversal a la que servía de pasillo a las naves entre los edificios, divisamos un pelotón de sladers.
No hubo titubeos. Echamos a correr hacia ellos, con todas nuestras fuerzas, siempre pendientes del cielo y surcando la oscuridad que se adueñaba como una extraña niebla de las calles. El ruido de los gigantes de metal se volvía ensordecedor por momentos.
No musitamos ni una palabra más, a mí no me quedaba nada más que decir. La realidad lo había dicho por mí.
***
La orden de nuestros superiores fue clara. No éramos más que un pelotón improvisado de desgraciados que habían quedado atrapados en las calles. Pero en nuestros hombros recaía la responsabilidad de defender a la ciudad con todas las consecuencias.
No seríamos más de treinta. Y acordamos dividirnos en escuadrones por la ciudad. Intentar cubrir el máximo de terreno posible y hacer frente a la amenaza que se constataba real. Más que cualquier otra que hubiéramos vivido.
Una anomalía interdimensional había rasgado el espacio de Áyax y la ciudad había sido aislada por el mecanismo de seguridad. Los kazzas de Eonzull eran una inmensa amenaza. Provenían de una antigua dimensión conquistada por la inteligencia artificial creada por sus propios habitantes humanos, y que, durante la Guerra de los Akklanes, mantuvo en jaque a la mitad de la dimensionalidad hasta que se logró confinarla, sellando los portales del círculo de Basorah para siempre.
Yo la conocía bien por las historias que se contaban en las hogueras. Muchos de mis ancestros habían luchado en aquella guerra, pues el clan de sombras al que había pertenecido mi padre provenía de una dimensión en el círculo de Basorah, y la tradición oral lo narraba todavía como una gesta heroica en la que los humanos, después de todo y como venía siendo habitual, ya estaban detrás de todos los males. Luego los sladers teníamos que hacer frente a la destrucción que su estupidez sembraba a su paso.
La realidad es que crecí sin evitar odiarlos. Pero en aquel momento los odié todavía más.
Agnuk y yo fuimos a parar en una partida de veteranos. Debíamos desplegarnos hacia la zona centro. La más difícil de defender cuando la infantería de bots descendiese a pie de calle. Allí se guarecía el Jorioh, el Bosque Sagrado, de apenas tres o cuatro hectáreas. Era un lugar pintoresco que ocupaba el corazón de la ciudad y en donde seguro que muchas criaturas habrían optado por refugiarse. Se creía que ofrecía protección a todo aquel que luchase por Áyax. Además, guardaba el manantial que proveía de agua a toda la ciudad y manaba desde las entrañas de la roca. Para muchos provenía del lago de Okhmos, que se ubicaba en alguna parte de la profundidad de la Selva, pero nada se había demostrado. La vieja fuente de piedra de la que el agua manaba y desde la que se canalizaba a todas las tomas de la ciudad se hallaba bendecida con el símbolo de la flecha. Ese que solo Ella podía portar.
Nuestra misión allí era hacer frente a cada uno de esos soldados robot. Atacar su cuello para destruir el chip interno que los programaba e inutilizarlos. Todo eso mientras esperábamos un milagro, porque a menos que alguien lograse sellar la anomalía resultaría imposible salvar Áyax.
Nos avisaron de que sería una zona problemática. Pero sobre el terreno se volvió más complicada porque al tratarse de una masa de árboles muy poblada la luz escaseaba en su interior. Aquella extraña niebla negra lo había cubierto todo y un ejército de droides no tardó en desplegar sus efectivos.
Solo sabíamos que, si llegaba el momento de morir, lucharíamos codo con codo hasta que el hedor del paso de los milenios nos asfixiara. Por si no lo sabíais, así es como huele la Muerte.
***
Dos horas después, sin armas de fuego porque las gentes del Norte respetamos la faitha, los efectivos desplegados en el Jorioh encontramos entre sus gruesos árboles y aquella densa neblina negra una ratonera.
Agnuk y yo nos cubríamos mientras procurábamos avanzar hacia el centro del bosque. Apenas quedaban otros cinco o seis sladers en pie de su pelotón, y éramos la última guarnición en la zona. Todos los demás habían muerto.
Por un instante nos encontramos avanzando en silencio. Solo nos estremecía el rugido de las naves que sembraban el caos llenando de escombros las calles de Áyax. La gran pregunta seguía rondando nuestras cabezas.
―¿Dónde están los Arsenales del Rey? ―pregunté, visiblemente molesto por la situación, mientras cerraba el pelotón manteniendo los ojos bien abiertos a mi espalda por si tenía que cubrir a Agnuk, que había logrado hacerse con una ballesta.
―No van a venir ―contestó uno de los sladers más mayores, a unos metros de ellos―. Sois muy ilusos los jóvenes.
―Pero el Basileox tiene la obligación de...
―Es el basileox, solo le rinde cuentas a la República. Puede hacer lo que quiera, chico. Los arsenales son su guardia. Dependen de su misericordia ―rebatió otro slader, más adelantado―. Y no la tiene.
En ese instante el slader que encabezaba el pelotón elevó la diestra extendida, rogando silencio e hizo un gesto hacia la derecha.
El olor a muerte se volvió insoportable. Intercambiamos una significativa mirada y como movido por un impuso sobrenatural Agnuk se arrojó sobre Eliha y ambos cayeron al suelo detrás de un inmenso tronco de árbol. En escasos segundos se repusieron y agazaparon en la boca de una madriguera de raíces, bien posicionados, mientras los disparos rasgaban el aire por todas partes. Ni siquiera habían logrado divisar el pelotón de infantería bot que se cernía sobre su suerte.
El fuego cruzado fue atroz. Y dos de los compañeros del pelotón cayeron apenas segundos después de iniciarse. El otro se guareció en un tronco contiguo al nuestro. Su pelo cano firme y corto, y el sudor surcando su frente.
Nosotros nos mantuvimos juntos. Aguardando la muerte. En ese momento una diminuta esperanza se dibujó en el rostro del hombre que nos acompañaba. Las voces de otro pelotón slader, que creíamos desaparecido, se escuchaban llegando desde el flanco derecho, y pronto nos vimos rodeados por más camaradas, agazapados entre las raíces de los árboles contiguos.
― ¡Vosotros dos! ―musitó uno de los más cercanos, un afortunado que podría tener la edad de mis padres, por un instante rompió su formación para acercarse a los chicos― Os quiero dentro de esa madrigera ―susurró―. Ahora.
Obedecimos su indicación sin pensar. Lo próximo que se escuchó, demasiado cerca, fue el golpe sordo de un cuerpo inerte cayendo al suelo. El cadáver de aquel slader quedó casi cubriendo la boca de la honda oquedad en donde habíamos encontrado refugio. Los pequeños agujeros entre las raíces les dejaban margen para disparar algunas flechas con la ballesta. Y con suerte podríamos improvisar algún arco con las ramas podridas que formaban el suelo en el interior, entrelazadas con la tierra.
Pero éramos conscientes de que no tardaríamos en correr la misma suerte si las cosas seguían como hasta el momento. Los disparos, los gritos, el olor a muerte y el sonido de los cuerpos desplomándose entre la hojarasca continuaron. Pero también el sonido de los cortocircuitos que indicaban que parte del contingente bot estaba siendo agredido.
Asomé la cabeza por un instante, detrás de la gran corteza de una raíz, para contemplar, espantado, como los pocos sladers restantes del pelotón, más que superados en número por los bots, eran disparados y ensartados. Aquellos armatostes de metal con forma semi-ántropa no conservaban un miserable atisbo de la humanidad que los había creado. Y el hedor se volvió insoportable.
Me quedé paralizado.
―Tenemos que hacernos con un arma ―susurró Agnuk, agarrándome de la camiseta y tirando de mí hacia abajo. Nos agachamos hasta quedar de cuclillas en los más hondo de la madriguera. La espalda apoyada contra una de las paredes del foso. Agarré una rama, extraje el cuchillo de mi cinto, el que siempre llevaba encima, y comencé a tallar―. Una de las suyas, porque lo que es las nuestras ya ves de qué han servido...
No pude evitar sonreír, tratando de recuperarme del susto y centrándome en la rama que estaba tallando, más que nada por llevar mi atención a otro sitio que no fuesen los pensamientos en bucle que me aceleraban el corazón ante la inminencia de la muerte.
― ¿Al cuerno la faiga? ―musité, manteniendo mi media sonrisa en los labios. Intercambiamos una mirada cómplice, y Agnuk arqueó las cejas, asintiendo con firmeza después de todo. El honor era importante. Pero aquella noche íbamos a necesitar algo más para defender Áyax―. Mejor que sean dos, entonces.
En ese instante, ya más calmado, decidí mandarlo todo a la mierda.
Me zafé de Agnuk, que todavía agarraba mi camiseta porque conocía demasiado bien al loco de su amigo, y trepé hasta la gruta de la oquedad, apartando por un momento el cadáver del slader que allí yacía. Había visto el momento oportuno para asaltar a dos bots que patrullaban cerca después de la masacre.
Hacía algún tiempo había aprendido un hechizo para generar una gran corriente eléctrica y focalizarla sobre un cuerpo, que no fuera el mío, claro, el organismo de los sladers se debilita de forma alarmante ante la electricidad. Era un intento más bien suicida porque los slader no poseemos la magia suficiente como para conjurar determinados hechizos por muy geniales que los enseñen en las escuelas. Tenía todas las de no funcionar.
Pero no tenía ninguna esperanza y la resignación que me condujo a arriesgarlo todo pesó más en aquella balanza de inconsciencia que por entonces orientaba la mayoría de mis actos.
Cogí por sorpresa a los droides, que en ese instante rodeaban el tronco del árbol tras el que se agazapaba, mientras Agnuk no paraba de rogarme que regresase. Alcé ambas manos y murmuré las palabras que conjuraban al rayo, siguiendo mi intuición. A los pocos segundos, y contra todo pronóstico, ambas máquinas quedaron reducidas a chatarra.
Con el corazón detenido en el pecho y el aliento todavía sin atreverse a emerger de mis pulmones me apresuré a agarrar las armas de ambos engendros. Dos rífles de cañón láser extremadamente precisos. De repente nos pertenecían.
Esquivé una ráfaga de disparos lejana, y logré, con la ayuda de Agnuk, regresar al abrigo de la madriguera y recolocar el cadáver en la boca de acceso. Una vez dentro ambos nos agazapamos en el fondo mientras un nuevo pelotón de bots pasaba de largo. Ausencia de disparos, ausencia de resistencia más allá de ellos.
Permanecimos ocultos en su escondrijo por un par de horas. Arrojando ráfagas de disparos eléctricos de alto voltaje a todo lo que pasaba para convertirlo en chatarra. Pero aquella locura no tenía salida.
― ¿Alguna idea? ―preguntó Agnuk en un susurro, aprovechando el murmullo de los pasos bots, que avanzaban por un sendero desierto hacia Caléndula Norte y eran demasiados. No habríamos podido abatirlos sin desvelar nuestra posición.
― ¿Por qué siempre esperas que tenga una idea? ―pregunté, riéndome.
―Porque sé que la tienes ―admitió―. Y no me vale salir ahí fuera y matar a todo lo que se mueva berreando Run to the Hills.
Sonreí.
Aquel cabrón me conocía mejor que nadie en el mundo.
―Vale ―me esforcé por recordar que tenía que respirar mientras mi mente divisaba una posible salida a la situación. Todavía no me había recuperado del shock después de haber sido capaz de invocar una magia tan poderosa, pero debía intentar mantener la mente en su sitio―. Tengo una idea...
― ¿Y esa idea es...? ―apremió Agnuk.
―No me has dejado acabar ―Me quejé, pensativo―. Puede que sea la mejor idea que haya pasado por mi cabeza hasta el momento. O que se convierta en la última.
Agnuk rompió a reír.
―Entonces ya sabes lo que tienes que hacer.
Le observé expectante, señalándolo con la cabeza, ávido de respuestas.
― ¿Qué quieres decir?
―Flikr lo dijo muy claro, Dakks ―terció mi amigo, recuperando la seriedad―. "Ante una disyuntiva: sus vidas antes que mi culo".
Recordé al estúpido de mi profesor. Con lo desgraciado que era seguro que el mecanismo se habría activado con el bebiendo en una cuneta. Era probable que ya estuviera muerto. Pero mientras siguiera con vida, viviría en mí.
―No te he explicado lo que pretendo.
―Pues va siendo hora ―insistió―. No es que tengamos mucho tiempo.
Medité mis palabras.
―Ya sabes lo que cuentan las historias ―empecé, mi amigo asintió―. Que en el final de la guerra...
―Lo reitero, no tenemos todo el día Dakks. Aunque no olvides que solo son historias ―apremió Agnuk, asomando el arma para disparar contra un pelotón de bots que se acercaba a la posición, pero aún lejos como para levantar sospechas sobre su ubicación.
Era consciente de que mi plan podía no ser más que una quimera. Pero, tal vez...
―Recuerdas la parte que dice que sellaron el Cinturón de Basorah con la enorme explosión de la nave base, que tenía un mecanismo de autodestrucción y...
―Estas peor de lo que pensaba, Dakks.
―Ya sabes que mis abuelos eran piratas, y de pequeño me enseñaron a pilotar ―Le corté―. Creo que podría robar una de esas naves con relativamente poco esfuerzo. Intentar colarme en la base, y activar el mecanismo de autodestrucción generalizado, introduciendo el código que siempre relatan en las historias. Si todo sale bien podríamos cerrar la anomalía dimensional con la explosión.
Agnuk me observó sin dar crédito, y se tuvo que tapar la boca para ahogar su risa.
―Estás completamente loco ―sentenció.
Yo sonreí, sabía cómo iba a terminar esa conversación.
―Pero tampoco se te ocurre nada mejor –arqueé las cejas.
―No lo niego ―corroboró Agnuk, asintiendo con decisión.
Se hizo el silencio por un instante.
― ¿Y?  ―insistí, expectante.
―Creo que sabes de sobras lo que tienes que hacer ―sonrió Agnuk.
― ¿Y tú?
Mi amigo dudó por un instante, pero después me miró con decisión y esa media sonrisa burlona que compartíamos, como auténticos hermanos.
―Me defenderé bien aquí abajo ―asintió con convicción.
―Pero...
―Eliha, ya sabes de qué va esto, y no tienes mucho tiempo ―resumió―. Vivir juntos, morir solos.
Ambos asentimos, y Agnuk se levantó, encalló el arma en una de las oquedades, a la altura de su cabeza, y comenzó a disparar una ráfaga en la dirección contraria a la que a mí me correspondía salir.
Se detuvo por un instante. Y ambos nos observamos por un segundo. Los ojos marrones. Cubiertos de tierra y con el corazón latiendo fuerte. Juntos. Siempre.
Sonreí, y me apresuré a emerger a la superficie de nuevo retirando el cadáver, y tras recolocarlo en su posición eché a correr. 
Después todo sucedió muy rápido.
Corrí con todas mis fuerzas. Mis pies, ya descalzos, surcaron el bosque, repleto de cadáveres y amasijos metálicos electrificados. Esquivaba ráfagas en todas direcciones, como si protagonizase una carrera de obstáculos. Trataba de protegerme con encantamientos defensivos básicos, alguno de los cuales había surtido efecto antes en circunstancias de peligro. Y otros conjuros de ataque, que hacían brillar mis ojos bajo un resplandor rojo que se proyectaba en mi mente como una niebla cuando la magia relumbraba en mi interior, fulgurante, y aterradora. Nunca imaginé poder conjurar aquellos hechizos, pero los campos de fuerza y la electricidad fueron un arma eficaz cuando no podía apuntar con el arma.
Sin entender cómo, me las arreglé para alcanzar la plaza de abastos. Era un lugar bastante al descubierto entre los rascacielos, con dos grandes espacios porticados cuyas columnas eran troncos de árboles. Me agazapé un segundo en una esquina para recuperar el aliento y evaluar los daños. Por suerte nada más que un par de rasguños.
Allí el rugido de las naves se volvía aterrador. Planeaban bajo para abandonar a su suerte a hordas de soldados bot de infantería. A los pocos minutos, mientras avanzaba en silencio y agazapado junto al murete de una de las columnatas, no me quedó otra que emprenderla a tiros contra otro pelotón. Los volé por los aires probando otro hechizo que había estudiado en cultura mágica básica, combinándolo con los disparos. Servía para aumentar el poder destructivo de los tiros de largo alcance en las naves. Y también sirvió en ese contexto.
Fue entonces cuando divisé mi oportunidad. Uno de los kazzas planeaba especialmente bajo. Sin pensar demasiado, eché a correr en su dirección. Como si el mundo se detuviera un instante, a cámara lenta, entre disparos, comitivas bot, explosiones y disparos, me abrió camino a una velocidad de vértigo y me apoyó en el arma para hacer un salto de altura. Segundos después me encontré en la cubierta del kazza, que se elevaba en altura, ya lejos del alcance de los disparos de la infantería. Me agarré con fuerza a un resorte mientras trataba de recordar un hechizo que sería vital para mi supervivencia y era sencillo. Lo había puesto en práctica más de una vez y no excedía los límites de la magia slader. Pese a todo, aquellas runas a evocar en la mente para conjurar la magia, siempre moraban en mi cabeza, erráticas, difíciles de localizar.
Tras un par de minutos, a cerca de cien metros de altura, logré ubicar las tres malditas runas. Las visualicé, y la cubierta de mando se abrió, dejando al descubierto a un soldado bot al que no le dio tiempo de reaccionar. Le disparé a la cabeza, al puente de mando mental.
En ese instante la nave comenzó a caer. Me apresuré a deshacerme del cuerpo del bot y ocupar su lugar. Cerré el cristal superior que cubría el asiento del piloto y me hice con los mandos de la nave mientras esta se encontraba al borde de estrellarse contra un rascacielos.
― ¡Maldita sea Ella! ―blasfemé.
In extremis reconduje la trayectoria, quedando a apenas unos milímetros de impactar contra la superficie del campo de fuerza que recubría el edificio. El choque habría hecho estallar la nave de inmediato. La elevé hacia lo alto, girando noventa grados, en paralelo a la fachada. Y lo más difícil quedó hecho.
Mantenía una idea firme en mi mente. Integrarme en el tráfico aéreo copado por los kazzas, dar vueltas a la ciudad imitando el comportamiento de las naves durante un rato para evitar levantar algún tipo de sospecha, y después dirigirme a la base.
Una vez alcancé altura suficiente sobrevolé los edificios tal y como había previsto, siguiendo las órbitas planteadas por las otras naves. No me costó hacerme con el vuelo. Me gustaban demasiado aquellos cacharros. Y desde niño había soñado con poder pilotar mi propia nave, una real, y no los prototipos de mierda con los que jugaba de pequeño.
Cerca de una hora después entendí que era el momento de regresar el kazza a la base a por combustible o a por lo que fuera que regresaran otras naves a las que veía elevarse en altura hacia la compuerta de despegue del crucero. Pero no podía llegar ahí y salir de la nave como Ella en el Infinito, sin consecuencia ni beneficio. Había previsto que debía pasar inadvertido y llevaba un buen rato tratando de recordar las palabras exactas para materializar un sencillo hechizo de invisibilidad que me daría cerca de una hora de camuflaje total con el entorno. Lo habíamos estudiado hacía algún tiempo. Ese mismo curso. Porque era un hechizo sencillo que la magia de algunos sladers podía abarcar, y que resultaba muy beneficioso en la lucha. De hecho, habría agradecido recordarlo esa mañana durante los exámenes, y alguno de los supervivientes lo había utilizado como estrategia. Pero la perfección no existe.
Me bailaban un par de palabras cuando me vi obligado a poner rumbo hacia la compuerta, siguiendo el flujo de las naves que me rodeaban. Sabía que de equivocarme podría provocar un desastre sobre mi cuerpo. Pero en aquel momento no tenía más opción que jugármela. Y una vez dentro sería igual. Formular un hechizo localizador, básico en el día a día de las incursiones slader, y ubicar el área de controles. Según las leyendas de los antiguos, que su hermano Onan y yo le habíamo habían hecho repetir más de mil veces a nuestro padre, un antiguo ancestro de la familia había logrado sobrevivir a una incursión de Eonzull en otra dimensión. Y la persona que acabó con la presencia de los bots había descrito con todo detalle que se había colado en la nave y había logrado averiguar el código de autodestrucción gracias a un alto mando al que había cortocircuitado. Me sabía tan bien la historia que incluso recordaba cuál era el código preciso utilizado en aquella ocasión. Y que era mi única baza para salir de ese lío.
Con forme me acercaba a la plataforma de aterrizaje, conjuré la invisibilidad sobre mi cuerpo, y respiré aliviado porque no hubo ningún fallo. Me mimeticé con el entorno a la perfección. Tan pronto como aterrizase abriría la compuerta y bajaría de la nave evitando en la medida de lo posible que alguien reparase en mi presencia.
Tampoco había imaginado que aquella lanzadera pudiese tener la magnitud que tenía. Era sobrecogedora y lo constaté tan pronto mi nave aterrizó en un costado de la dársena de despegue y aterrizaje. Me detuve junto a un surtidor eléctrico, imitando el comportamiento del resto de las naves. Apreté el botón que abría la compuerta semicircular de cristal que se deslizó sobre mi cabeza dejándome vía libre para salir.
La nave tendría unos dos metros de altura. No me molesté en extender la escalera. Salté y traté de visualizar dónde se encontraba. El espacio parecía una arquitectura realizada a partir del exoesqueleto de algún animal. Grandes costillas metálicas configuraban una bóveda de más de cien metros de altura. se dividía en más de cincuenta pisos cuyos deambulatorios eran visibles desde cualquier parte de la zona de carga en donde se encontraba. Un ejército de bots marchaba en fila hacia los tres vomitores que daban acceso al espacio principal. Uno en el centro del corredor izquierdo, otro en el centro el del derecho, y otro al fondo, en el lado opuesto a la lanzadera.
El más cercano era el de la derecha. Estaba a apenas diez metros, pero una larga hilera de bots marchaba introduciéndose hacia él así que supuso que no llevaría a las dependencias en las que yo estaba interesado. Los esquivé y me agazapé en una esquina. Aproveché para realizar el hechizo localizador, con el modo de olor, puesto que era el único sentido del que carecían las máquinas. De haber convocado el hechizo en su forma tradicional, esto es, como una linterna ―pensada para guiar a los viajeros en la noche―, habría despertado todas las alarmas y hubieran sellado compuertas. Lo que no me interesaba porque todavía desconocía el hechizo que se utilizaba para orbitar. Y dudaba que estuviese al alcance de la magia slader. Por muy poderosa que, para mi sorpresa, pareciera ser la mía.
Suspiré. Tal y como mi intuición había previsto el olor me llevó hacia el vomitorio central, menos concurrido, en donde nada se adentraba.
La altura se reducía conforme te introducías en su boca, ascendiendo por medio de una pronunciada rampa. Pero en ese instante deseé haber esperado. Me encontré de frente con un pelotón de lo que parecían ser robots más preparados para el combate de infantería que para el manejo de naves. Avanzaban en hileras tan apretadas que no dejaban espacio para que yo pudiera colarme y pasar desapercibido. Y estaba demasiado adentro en el túnel como para deshacer el camino.
Agnalak, maldije para mis adentros.
Mis ojos estuvieron más ávidos que mi mente. Divisaron lo que parecía ser un conducto de mensajería. Conocía bien el sistema que utilizaban porque mi padre me lo había explicado. Solo en ese momento fui consciente de que aquella miserable historia y las palabras de mi padre eran lo único que me separaba de morir.
Traté de apartar ese pensamiento.
Me acerqué hacia la izquierda y di un enorme salto, encaramándome al techo como pude. Puesto que tenía unos pronunciados salientes metálicos no me fue difícil. Me mantuve a pulso durante varios minutos, y los bots comenzaron a marchar a mis pies. La trampilla que accedía al conducto de mensajería solo quedaba a unos metros. Estaría transitado por fuertes corrientes de aire que impulsaban las memorias digitales de un lugar a otro para llevar mensajes, pero tendría una envergadura considerable. Con un poco de suerte me guiaría hacia un lugar interesante. La mensajería solo era directa entre la torre de mandos y la administración militar, en la dársena de aterrizaje. Tal vez las corrientes de aire me pudieran guiar en la dirección correcta. Siguiendo el olor del localizador.
Basculé en el aire columpiándome sobre el brazo izquierdo. Hasta que los dedos de mi mano derecha rozaron el siguiente resorte, y pude saltar de uno a otro. Repetí el proceso avanzando varios metros. Hasta que di con la trampilla. Para mi suerte no la tapaba ningún recubrimiento metálico. Como funcionaban con corrientes de aire no era necesario tener los resortes cubiertos. Así cualquiera podía introducir mensajes desde las diferentes trampillas ubicadas cada ciertos metros. Me impulsé con los brazos hacia arriba haciendo fuerza y, tan pronto la mitad de mi cuerpo estuvo dentro, una fuerte corriente de aire me arrastró y tuve que reprimir un grito. Solo imploraba a los espíritus para que no hubiera muchas curvas abruptas.
Tuve suerte porque de lo contario la efectividad de aquel sistema hubiese sido cuestionable.
La sensación era lo más parecido a volar que hubiese experimentado. No rocé el suelo ni las paredes en ningún momento, lo que me llevó a alcanzar una velocidad de vértigo. Como si mi propio cuerpo se tratase de un cohete. Un cohete en la dirección correcta porque el olor se intensificaba con forme los minutos transcurrían. Más porque Ella lo quiso y porque el don del clan de mi padre era la intuición. Así que siempre jugaba con ese as bajo la manga para tomar las decisiones acertadas.
No fallé.
Pero tuve que hacer frente a algo que no había previsto.
Aterricé de lleno en la torre de mando. Rodeado de bots.
Por un instante me quedé petrificado. Mi caída provocó un estrépito y todos se detuvieron a observar en mi dirección. Sabía que de alguna manera los había alertado así que tendría que ser rápido.
Me abrí paso entre ellos esquivándolos sin casi saber cómo porque se movían deprisa. Y llegué a la zona de controles. No tardé en divisar el alfabeto rúnico que mi padre tantas veces había descrito. Conocía los pasos y el código que debía introducir, pero para ello necesitaba que aquella sala quedase por completo vacía. En otras circunstancias sería imposible actuar porque el controlador se daría cuenta.
En ese momento, no entendí bien por qué, pero mis ojos fueron a dar con un extraño botón rojo en la pared. Por algún motivo lo asocié con algún tipo de alarma. Quizás una que haría posible que todos aquellos operadores desaparecieran y dejaran abandonado el lugar.
Me acerqué al botón y justo en ese instante divisé un arsenal de ametralladoras laser. Parte de mí se dividía entre pulsar el botón y comprobar qué ocurría, o agarrar una de esas y disparar contra todo lo que se moviese hasta que no quedara nada operativo en aquella sala.
Aunque la segunda opción era más de emergencia, ya que si provocaba un tiroteo podía dañar los controles.
Para mi desgracia el hechizo de invisibilidad comenzó a fallar en aquel momento así que no me quedó otra opción.
Fui el primero en agarrar la ametralladora y disparé contra todo lo que había a mi alrededor, utilizando el cuerpo del primer bot al que asaltó como escudo ante los disparos de los demás. Me llevó cerca de veinte minutos deshacerme de todos y un disparo me rozó el brazo. Pero lo logré. Lamentablemente, la compuerta de mando se cerró y quedé atrapado.
Aquello no podía ser bueno.
Me dirigí hacia los controles de mando, e introduje el código que conocía de memoria en el teclado rúnico. Después apreté el botón de control y una alarma aterradora extendió la palabra autodestrucción en lenguaje rúnico por toda la nave. Le siguió el encendido de las luces de emergencia y el apagado de las normales.
No pude evitar golpear el control de mando con efusividad, y se me escapó un grito de la emoción. Sonreí y me giré con rapidez para tantear mis posibilidades de escape. Pese a la ola inicial de felicidad debía mantener en mente que aún no había logrado salir de allí.
Puesto que la puerta estaba atrancada, me dispuse a acceder de nuevo a la trampilla del conducto de mensajería. Aunque en ese momento recorrerlo sería más complicado puesto que los principales sistemas de la nave habían quedado desactivados. Restaban veinte minutos escasos para recorrerlo entero, robar un kazza, y alejarme de la explosión inminente tanto como pudiera.
No perdí el tiempo. Alcancé la trampilla colgándome del techo de un salto y subí a pulso hasta introducirme en el conducto. Una vez allí me arrastré a una velocidad de vértigo, facilitada por la adrenalina, hasta encontrar la salida. Gracias a un nuevo hechizo localizador. Por desgracia tuve que escoger entre el localizador y el hechizo de invisibilidad porque no me quedaba energía para ambos.
Me situé sobre la trampilla más próxima a la dársena donde se agolpaban las naves. Tendría que renunciar a regresar a la que me había llevado hasta allí y tomar la más cercana porque no iba a pasar inadvertido. Y necesitaba como mínimo un escudo. Había cuidado de agarrar una ametralladora cargada. Y arranqué una placa metálica para utilizarla como protector.
Aguardé paciente un par de minutos a que pasara un pelotón de bots. Y en ese preciso instante, ya divisando la compuerta que daba acceso a la dársena y una nave que quedaba cerca, me dejé caer por la trampilla y comencé a correr.
Lo mío no era pasar desapercibido así que pronto se percataron de mi presencia. Y comenzaron a disparar desde el flanco izquierdo cuando llegué a la compuerta. No podía perder un segundo más de tiempo. Agarré el escudo improvisado y disparé mientras corría intentando protegerme, entablando un fuego cruzado hasta que logré camuflarme detrás de un ala de la nave y después saltar sobre ella. Abrí la compuerta, todavía cubriéndome de varias ráfagas de disparos, uno de los cuales me rozó la oreja. Prorrumpí en juramentos mientras entraba, ya guarecido por el cristal y ponía la nave en marcha a toda velocidad.
Los disparos llegaban desde todos los flancos, pero nada me impidió despegar. En aquel momento me percaté de que la compuerta principal por la que entraban y salían las naves comenzaba a cerrarse. Con toda probabilidad para dejar dentro al infiltrado, porque nadie había ordenado la autodestrucción. Si iban a ser destruidos querían llevárselo por delante. Pero no se lo iba a permitir. Aún a riesgo de desintegrar la nave porque no había alcanzado la velocidad adecuada para accionar ese mecanismo, activé décima marcha de la velocidad. El motor rugió y la velocidad pegó mi cuerpo al asiento mientras esquivaba unos cuantos kazzas que se lanzaban en misión suicida a interceptarme. Me precipité contra las compuertas, a punto de cerrarse, y las atravesé en el último minuto, cuando apenas restaban miserables dos metros para que se sellasen. Podía haber muerto aplastado, pero logré salir.
Me alejé bastantes metros dando esquinazo a las diferentes naves que se lanzaban contra la mía y disparaban. Descendí en altura cuanto pude, dejando atrás a gran parte de las naves. En ese momento la nave base estalló provocando una explosión de una envergadura inimaginable. La onda expansiva desestabilizó el vuelo de mi nave, y de seguro hizo temblar cada miserable cimiento de la ciudad de Áyax y los bosques. Pude ver por la cámara trasera del kazza como los últimos restos de la explosión, como fuegos artificiales, dejaban a la vista un cielo raso. En el que la anomalía se había cerrado.
Había cumplido mi cometido, y vitoreé, ansioso por contarle a Agnuk lo que acababa de pasar. Pero en aquel instante una de las pocas naves que no habían sido derribadas por la explosión alcanzó el ala izquierda del kazza, y éste empezó a arder. Demasiado cerca de la batería, que según indicaban los controles amenazaba fallo inminente.
Me encontré a escasos metros de un edificio y no pude esquivarlo. El ala en llamas se estrelló contra el campo de fuerza y los restos del fuselaje de la nave comenzaron a girar descontroladamente conmigo en su interior, todavía tratando de desabrochar las sujecciones antes de impactar contra el suelo.
No lo logré. Aquello se convirtió en un amasijo en llamas que me envolvió y estalló impactando contra el suelo de una de las calles más concurridas de la ciudad de las Grandes Torres.
***
Al fin de los disparos le había sobrevenido la nieve.
Efectos colaterales de la anomalía dimensional, alteraciones meteorológicas importantes, ya que aún faltaban unas semanas para que el manto blanco lo cubriera todo a su paso.
Al principio no escuché nada. Al menos nada más allá del rugido de la explosión que todavía retumbaba en mi cabeza como un eco, volviéndome loco. Y un profundo pitido en los oídos. Abrí los ojos, y respiré de golpe, casi como si temiera no volver a hacerlo. Me encontré en medio de la calle, entre los restos del fuselaje. El fuego aún ardía en algunos pedazos, aunque la nieve caía copiosamente, y mi cuerpo estaba cubierto casi por completo por cenizas y escarcha. Me observé, confuso, las manos, esperando encontrar quemaduras por todo el cuerpo. Pero no logré rastrear una sola. Solo rasguños un poco vistosos. Pero nada más allá de lo que hubiese experimentado otras veces en situaciones de menor peligro.
Me puse de pie como pude, ignorando el dolor y tratando de paliar el hecho de que todo daba vueltas. Me tambaleaba, pero un paso siguió a otro. Inseguros pero certeros. Avanzando en una dirección. Hacia el Jorioh.
Todo parecía en calma en comparación con la situación que habían vivido aquellas calles horas atrás. Todo menos mis sentidos y mi respiración agitada. Todo menos el caos que me rodeaba. Menos la gente que se arrastraba entre los cadáveres que comenzaban a verse cubiertos por la nieve, en busca de la ayuda que otras personas se desvivían por ofrecer. Los campos de fuerza habían desaparecido así que el mecanismo de alarma se había desactivado. Había pasado el peligro.
Mi corazón comenzó a latir deprisa, aterrado y sin terminar de entender cómo podía seguir con vida. Me detuve y agarré un puñado de nieve blanca que se apelmazaba sobre un banco. La froté con fuerza contra mi rostro, caliente. Poco a poco el eco de las explosiones dejó paso a los ruidos cotidianos, aunque lejanos aún, de todo lo que me rodeaba. Solo entonces contemplé, consciente, lo que le rodeaba.
Nunca había visto tanta gente muerta.
Pero una inquietud comenzó a latir fuerte en mi interior, una inquietud que se hizo más fuerte con forme reanudé mi marcha hacia el Jorioh sin poder pensar todavía en qué me llevaba hasta allí. Al final esa inquietud se convirtió en temor, y se adueñó de todo, porque fui consciente de que por más que aquella pesadilla hubiera concluido, el olor a muerte no desaparecía.
Solo entonces entendí porque mis pasos me conducían hacia el Bosque Sagrado. Recordé a Agnuk, y una sensación que nunca sería capaz de olvidar me detuvo el corazón.
Eché a correr con torpeza, tambaleándome, desesperado entre la gente que deambulaba. Me adentré en el recinto del Jorioh y regresé al lugar que había abandonado hacía apenas unas horas.
Si lo hubiera sabido jamás me habría marchado de aquel bosque.
Los árboles quedaban atrás y yo gritaba, pero me costaba escuchar mi propia voz. Llamé a gritos a mi amigo. Y con las fuerzas que me quedaban formulé un hechizo localizador, que casi me costó desmayarme. Me sangraba la nariz del esfuerzo, pero dio igual. Seguía avanzando, persiguiendo la lucecita en la penumbra del bosque. Moviéndome todo lo deprisa que su cuerpo me permitía.
Hasta que el peor de todos mis fantasmas se conjuró frente a mi cara.
Mis ojos dieron con el cuerpo de Agnuk tendido en el suelo, y mi corazón se volvió pedazos en ese instante.
Un filo metálico atravesaba su pecho. Todavía estaba vivo. Pero no tardé en entender que no nos quedaba mucho tiempo juntos sobre este mundo.
Me arrodillé al lado de mi amigo, temblando de pies a cabeza, como no había temblado jamás. Y sentí cómo la visión de mis ojos se desdibujaba con forme se anegaban. Parpadeé con fuerza, y dos lágrimas cayeron sin querer.
Pensaba que Agnuk ya no podía sentirle, pero abrió los ojos y sonrió. Movió la mano con torpeza, buscando la mía. Su tacto era frío y duro. Y me estremeció de pies a cabeza. No era capaz de asimilar lo que estaba pasando.
―Todo va a estar bien... ―balbuceé con un hilo de voz, casi inaudible para mis propios oídos entre el pitido que aún resonaba en ellos.
Sabía que no era verdad.
Los dos lo sabían.
―Te espero... donde se extingue la corriente azul ―Sonrió Agnuk. Solo alcancé a leerle los labios. Pero sentí el coraje todavía latiendo en su pecho, aun cuando su corazón estaba a punto de detenerse―. No vengas a buscarme, Dakks. Yo estaré bien.
Después estrechó mi antebrazo con las últimas fuerzas que le quedaban.
En cuestión de segundos su agarre se fue debilitando, y sus ojos se detuvieron en algún lugar bajo la espesura de los árboles, fijos en la tiniebla, en donde habían encontrado algo que yo ya no podía ver. Dos lágrimas rasgaron su rostro y el vaho de su último aliento se perdió en aquella gélida noche en que Áyax se volvió blanca a escasas semanas de llegar el invierno.
El olor a Muerte que había quemado sus pulmones se esfumó de un plumazo, dejándome solo ante la certeza de que Ella se había llevado a una de las personas más importantes de mi vida. E hiciera lo que hiciese, nada me la iba a devolver.

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