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𝙳𝚒𝚜𝚙𝚊𝚛𝚊𝚍𝚘𝚛: 𝙰𝚋𝚛𝚒𝚜𝚝𝚎 𝚕𝚊 𝚙𝚞𝚎𝚛𝚝𝚊 𝚎𝚚𝚞𝚒𝚟𝚘𝚌𝚊𝚍𝚊. 𝙶𝚛𝚒𝚝𝚘𝚜 𝚍𝚎 𝚎𝚖𝚘𝚌𝚒ó𝚗 𝚢 𝚞𝚗𝚊 𝚑𝚘𝚛𝚍𝚊 𝚍𝚎 𝚐𝚕𝚊𝚍𝚒𝚊𝚍𝚘𝚛𝚎𝚜 𝚝𝚎 𝚛𝚎𝚌𝚒𝚋𝚎𝚗 𝚊𝚕 𝚘𝚝𝚛𝚘 𝚕𝚊𝚍𝚘. 𝙷𝚊𝚜 𝚟𝚒𝚊𝚓𝚊𝚍𝚘 𝚊 𝚞𝚗 𝚖𝚞𝚗𝚍𝚘 𝚍𝚎𝚜𝚌𝚘𝚗𝚘𝚌𝚒𝚍𝚘 𝚍𝚘𝚗𝚍𝚎 𝚎𝚕 𝙶𝚛𝚊𝚗 𝙴𝚖𝚙𝚎𝚛𝚊𝚍𝚘𝚛 𝚊𝚗𝚑𝚎𝚕𝚊 𝚎𝚕 𝚎𝚗𝚝𝚛𝚎𝚝𝚎𝚗𝚒𝚖𝚒𝚎𝚗𝚝𝚘 𝚍𝚎 𝚕𝚘𝚜 𝚛𝚎𝚌𝚒é𝚗 𝚕𝚕𝚎𝚐𝚊𝚍𝚘𝚜. 𝚃𝚞 ú𝚗𝚒𝚌𝚊 𝚜𝚊𝚕𝚒𝚍𝚊 𝚎𝚜 𝚊 𝚝𝚛𝚊𝚟é𝚜 𝚍𝚎𝚕 𝚌𝚘𝚕𝚒𝚜𝚎𝚘, 𝚕𝚞𝚌𝚑𝚊𝚗𝚍𝚘 𝚌𝚘𝚗𝚝𝚛𝚊 𝚝𝚞𝚜 𝚘𝚙𝚘𝚗𝚎𝚗𝚝𝚎𝚜 𝚙𝚊𝚛𝚊 𝚕𝚕𝚎𝚐𝚊𝚛 𝚊 𝚕𝚊 𝚙𝚞𝚎𝚛𝚝𝚊 𝚍𝚎 𝚎𝚜𝚌𝚊𝚙𝚎.

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—Katrina Palas, ¡esta vez sí que te mato!

Jake Jeffords era incapaz de negarle a su mejor amiga cualquier cosa. Y tal vez era esa eterna consideración lo que lo había llevado a estar ahí, en esa dimensión de bolsillo, corriendo y luchando por su vida, sin saber cómo escapar de dicho microcosmos.

Su aventura había comenzado por culpa de Magic Dice, un juego de rol que a Katrina le encantaba, y al que ella lo forzaba a jugar al menos dos veces por semana. Para su cumpleaños, la chica le había pedido una edición especial de un tablero de casillas, que había salido a más o menos veinte años atrás, y era considerado una reliquia entre los jugadores asiduos.

Jake lo encontró luego de una búsqueda implacable, pero no en un lugar común y corriente, como una tienda de cómics y consolas, sino en una tienda de anticuarios.

En específico, el sector de "objetos embrujados" de la tienda de anticuarios.

En retrospectiva, era obvio que el tablero estaba maldito.

Resulta que el mismo había sido usado por una cofradía de brujas para albergar varias dimensiones de bolsillo, y cada una de las casillas que se extendían por su superficie representaban un momento distinto de la historia de la humanidad.

Jake, al extender el tablero sobre la mesa de su comedor y poner el modelo miniatura de su personaje sobre él, acabó abriendo la puerta a un mundo nuevo, al que él no se sentía ni un poco listo para explorar. Fue tragado por un vórtice de colores y cayó de espaldas sobre un terreno arenoso, seco y duro.

Al mirar alrededor, desorientado, notó que estaba en el centro de lo que parecía ser un estadio. No se demoró mucho en rectificar este hecho; estaba en el corazón del Coliseo. A un lado, leones hambrientos le rugían. Al otro, gladiadores ensangrentados le gritaban. Y desde todas las direcciones imaginables, cánticos violentos y agitados le sacudían los tímpanos, empeorando su confusión.

Miró al cielo. Notó que, en su cénit, un rectángulo blanquecino brillaba más que el propio sol. Aquella era la puerta a su dimensión, y la única ruta de escape que tenía disponible.

¿Cómo llegaría ahí?

No tenía idea, pero podía averiguarlo después.

Un felino con la cara enrojecida y los bigotes goteando carmesí le estaba enseñando sus colmillos a su derecha.

Sin pensarlo, materializó en sus manos su escudo y su espada, usando sus poderes de superhéroe para salvarse a sí mismo, por un cambio.

—¡Me vas a tener que comprar muchas donas cuando salga de aquí, Kat! —Él se volvió a quejar con nadie en específico, esquivando la mordida del león, y luego los golpes de sus demás oponentes.

—LUDUS HABENT? —Un hombre vestido con lujosas y refinadas prendas gritó en latín, desde su cómodo asiento en las alturas.

Era el emperador de los romanos, Jake se dio cuenta.

El sonriente sujeto reposaba en la ima cavea —la parte del Coliseo destinada a gobernantes, senadores, équites, miembros de la magistratura y otros personajes poderosos de la antigua sociedad—, bajo la sombra, con unas uvas frescas en la mano, mientras él y los demás gladiadores luchaban a muerte a sus pies, en el óvalo de la arena. 

Al detenerse a mirarlo el muchacho acabó siendo herido en el brazo.

El dolor lo arrastró de vuelta al combate. Furioso, siguió luchando con todo su brío, evitando latigazos, codazos, patadas, embestidas y todo tipo de ataques con destreza y agilidad. Mientras tanto, el político discursaba y el público seguía celebrándolo, haciendo al suelo temblar con su sanguinario entusiasmo. Ni siquiera los leones a su alrededor rugían con tanta ferocidad como aquellos malditos romanos. La algarabía de la muchedumbre era ensordecedora.

—Et draco intrare! —Fue lo último que Jake logró oír al emperador decir, antes de ver a los gladiadores a su frente ser consumidos por enormes llamas azuladas, tan calientes como lo eran letales.

—¡¿QUÉ DIABLOS?!...

Un dragón entró a la arena.

Al parecer aquella dimensión de bolsillo tenía ciertas... inconsistencias históricas.

Bloqueando el fuego con su escudo mágico, él formuló con apuro un plan para salir de aquel horrendo y dantesco lugar.

Al ver que el monstruo estaba encadenado, hizo lo que a nadie más se le hubiera ocurrido hacer. Huyó de sus ataques, de las brasas y del humo, y tomó impulso para saltar y caer sobre los eslabones que lo esclavizaban, rompiéndolos con su espada.

El gigantesco reptil, al verse de pronto libre, comenzó a volar en círculos, queriendo aprovechar el viento para salir lo más rápido que podía del Coliseo.

Así que el frenético animal pasó por encima su cabeza, Jake hizo a sus armas desaparecer, dio un salto hacia arriba y se agarró de una de sus patas.

El dragón no se incomodó por darle un aventón a su salvador. Siguió circulando por los interiores del anfiteatro, levantando una nube de arena mientras movía sus alas. Abajo, los soldados del César reaccionaron. Intentaron cazarlos a ambos con sus flechas y lanzas.

El público desesperado comenzó a huir. El emperador perdió la cordura y se levantó de su asiento a demandarle a sus hombres que actuaran más rápido. Jake usó a las escamas del dragón para subirse a su lomo y volverse su jinete. 

Los dos volaron cada vez más alto.

Cada vez más cerca del rectángulo blanquecino que iluminaba las alturas.

Y así que su cercanía se volvió aparente, el muchacho soltó al dragón, fue tragado por la luz, y cayó rebotando en el comedor de su casa, cubierto de arena, sangre, y hollín. 

Exhausto, sí.

Pero vivo.