"¿Sabes, acaso, lo que es el silencio?", le preguntó a la figura delante de sí.

"Es lo que te he pedido que hagas desde que llegaste", continuó hablándole.

— Tu eres quien no sabe qué es eso — argumentó la otra persona.

— ¿Que no lo sé? ¿QUE NO LO SÉ? — gritaba él desaforado. — Silencio es callarse la boca, cerrar los labios, no emitir sonido o palabra — divagaba mientras se mecía el cabello.

— ¡Si que eres un completo imbécil! Eso no es el silencio — continuó su interlocutor.

— ¡Cállate! ¡Me tienes harto! ¡Ahora si te voy a callar! — vociferó haciendo eco su voz en el espacio cerrado y en blanco.

Tomó de una mesa un punzón a modo de aguja, hilvanó en él alambre y redujo al otro hombre tómandolo por sorpresa. Se sentó en su pecho para inmobilizarlo y comenzó su tarea de coser la boca de éste.

El abatido no se movió pero mostraba en su rostro signos de desesperación, dolor y llanto. Sus lágrimas corrían por sus sienes y pequeños hilos sanguinolentos escapaban de cada puntada.

— Ahora si sabrás lo que es el silencio — argullo ufanoso el costurero.

"Pues sigo insistiendo en que eso no es silencio", escuchó la frase salir de algún lado el atribulado hombre.

— ¿Cómo puede ser que te siga escuchando si ya tu boca está sellada? — preguntó el hombre exasperado.

"Pues no has acallado lo que puede seguir produciendo ruido, palabras, argumentos, sonidos: la mente"

— ¿Me dices, quizas, que la cabeza es la artífice de todo este barullo, de la interrupción del silencio? — cuestionó cansado el sujeto.

"El silencio es el mutismo eterno de la mente. Si tu raciosinio no tiene paz, el silencio desaparece", continuó la imagen.

Y sin más preámbulos, el hombre sacó una daga con la que surcó de diestra a siniestra el cuello del espectro.

Un gusto metalizado inundó sus papilas gustativas y sintió cómo sus pulmones se ahogaban en tibio cauce rojo. Aún así, esbozó una sonrisa cosida para si mismo pues había logrado encontrar el significado del silencio: había enmudecido a su mente a través de su propia muerte.