↠Capítulo 4. "Alguien ataca"
Luciale.
Acomodo las mangas de la gabardina oscura que envuelve mi cuerpo. Mi espalda está recta, mi mentón elevado hacia arriba y mi vista está en el frente.
Al entrar al hospital del condado de Kriast, acompañada de soldados de la Guardia Real de los Meire, todos los presentes se inclinan ante mi presencia. Médicos, enfermeros, vigiladores, incluso algunas personas que esperan ver a sus familiares.
—Es un honor recibir su presencia aquí, Señorita —se dirige a mí una mujer de cabello y ojos negros—. Soy la directora de este hospital, Pillrett Liweul.
Prima de los hermanos condes. Sonrío de forma amplia.
—El honor es mío —respondo por cortesía. Noto que comparte rasgos con sus primos, como la forma de los ojos y frente—. Recientemente la Condesa Meydila me ha informado de una joven que ha sido atacada.
—Con mucho gusto la guiaré hasta la zona de terapia intensiva —curva sus labios con amabilidad—. Sígame, por favor.
Recorremos un pasillo blanquecino, decorado con pinturas de artistas del mundo mortal. Los humanos son bastante interesantes en su faceta de pintores, como el tal Van Gogh que se rumoreaba que estaba loco.
Considero que era una persona con una visión distinta del mundo. A la gente que se diferencia del resto, suelen categorizarla como desequilibrada mentalmente y, como si fuera una ley, dejan de tomarla en cuenta para decisiones, opiniones y demás.
Tal vez lo que ocurrió con Van Gogh fue eso: sus ideologías no se relacionaban con la sociedad en la que le tocó vivir. Es más frecuente de lo que creemos.
—¿Divagando por ver arte? —me interrumpe Kreim, su semblante se mantiene sosegado como de costumbre.
—Es fascinante —comento interesada, mi mirada se aparta de las paredes para enfocarse en el frente.
—La mente humana es increíble —concuerda sereno, algo extraño en él. Cada vez que hay una oportunidad, sus ideas son opuestas a las mías—. Aunque no solo la de ellos, la de nosotros también.
—Pero tal vez nosotros no tenemos permitido tener tanta libertad —mascullo indiferente. Mis ojos grisáceos se clavan en los escalones que deberé subir, debido a que el hospital bloquea todo tipo de magia en la zona de terapia intensiva.
Levanto la falda de mi vestido con delicadeza y comienzo a subir, mis pasos son delicados al subir cada escalón de mármol blanco. Los botines de tacón negro golpetean contra la superficie brillante, un ruido melódico, casi celestial.
Kreim se mantiene a mi lado, taciturno. Ninguno de los dos decide romper el silencio que se formó en este recinto, solo nuestras respiraciones se oyen como ecos en el universo y en el vacío mismo.
Al llegar a la parte superior, suelto la falda para acomodar mi vestido. La gabardina azabache cae con una elegancia digna de ser admirada. Suspiro y desato una cinta negra que llevo en mi muñeca izquierda por si hay casos como este, en el que no puedo utilizar mi magia. Tomo varios mechones de cabello rubio y armo una media cola de caballo que despeja mis hombros.
Así estoy más cómoda.
—Después de usted, alteza —anuncia mi acompañante, sin despegar la vista de mí.
Evito mirarlo y me conduzco dentro de la habitación blanquecina. Observo una camilla con sábanas blancas, situada en el centro de las cuatro paredes. Hay máquinas que rodean a la cama, monitorean los signos vitales de la muchacha.
Pillrett cruza miradas con su primo y luego conmigo, sus iris inquisitivas intentan penetrar hasta lo más profundo de mi ser.
—La Condesa no ha llegado aún —me limito a responder seria, tan solo para apartar su mirada de mí—. ¿Quién es la chica? —desvío el tema, mi atención comienza a centrarse en la paciente.
La joven mujer no aparenta tener más de diecinueve años. Su piel es tan pálida como una hoja de papel, cabello espeso negro cae por sus hombros para terminar su recorrido en sus caderas. No logro divisar el color de sus orbes o su salud a través de ellas, está dormida.
—Katrina Van Ederd —lee Pillrett, de forma monótona—. Veinte años. Miembro de la élite. Signos vitales estables por el momento. Fue herida con magia oscura. Alguien intentó drenarla.
—¿Heridas visibles? —inquiero severa mientras analizo la apariencia de la muchacha.
—Pentagrama en su espalda —menciona pensativa, sin levantar la vista del papel en sus manos—. Está tallado, imagino que con una daga negra.
—Esta zona del hospital está, obviamente, protegida. ¿No? —suelto de manera obvia.
—Claramente, Señorita.
De un momento a otro, Katrina se levanta de su ensoñación y alarga su mano en mi dirección, observo en sus ojos negros un profundo deseo de tocarme y destrozar mi energía. La aparto de un chasquido de mis dedos, Kreim deshizo el hechizo protector que cubría esta parte del hospital.
Hasta que por fin hace algo productivo.
—¿Quién fue? —clavo mi mirada oscura en ella. Traga saliva al percatarse de la exigencia en mi voz.
—No... —murmura casi inentendible.
—No lo voy a repetir de nuevo, Katrina —siseo indiferente, sin apartar mis iris grisáceas de su rostro.
Oponer resistencia a la clase de magia que utilizo es imposible. Resulta casi mortal si lo intentas, a ella he decidido darle la oportunidad de redimirse.
Percibo que sus esfuerzos por resistirse se vuelven nulos. Su cuerpo se relaja en un segundo, vuelve su rostro a mí. Me permite que la lea y guarde cada detalle que logre apreciar.
Un halo de oscuridad rodea todo mi cuerpo. Percibo al aire transformarse en tóxico e introducirse por mis fosas nasales hasta llegar a mis pulmones, donde se queda allí como si hubiera encontrado un hogar. Para otras personas, respirar en esta situación los mataría o dañaría gravemente, pero a mí no me lastima en absoluto; me alimento de esta bruma tóxica. Más allá de alimentarme, es un tipo de barrera que me protege de posibles amenazas al ingresar en los recuerdos perdidos en la mente de Katrina.
Sin divagar más, doy rienda suelta a mis sentidos para que perciban todo lo que puedan hallar en la mente de la chica de la élite.
A través del olfato, huelo un aroma a putrefacción humana mezclado con rosas del bosque infernal, un perfume lleno de cenizas y con un ápice de dulzura. Inhalar este veneno es como sufrir una sobredosis de radiación, los efectos son inmediatos y casi mortales. Este es el olor que transmiten personas de una especie muy específica al momento de querer acabar con su presa.
Mi visión no percibe nada, tampoco mi tacto.
No obstante, mis oídos oyen un silbido agudo, de volumen bajo, pero muy particular. Suave, casi angelical y dulce serían los adjetivos que utilizaría para describir ese sonido.
Nunca antes el grito de la muerte se había escuchado tan precioso, tan idilico que se lo podría comparar con alguno de nosotros, las deidades. De una forma tan sencilla es celestial.
Es el silbido de los malditos.
El anuncio de que una persona está a punto de morir por sus manos.
Mi fuerza de voluntad me trae a la realidad otra vez. Abro mis ojos con naturalidad, viajan desde el suelo hasta encontrarse con el cuerpo de Van Ederd.
Sus iris negros hallan los míos y me mantiene la mirada casi sin titubear. Ella sabe que yo acabo de descubrir la pieza más importante para determinar el grado en el que ella fue herida, y si puede sobrevivir o tendré que decidir que la ejecuten.
Esbozo una sonrisa satisfecha en mis labios oscuros.
...
Rowan.
Suspiro de forma pesada, mis dedos se aferran al abrigo rojo que me han traído hace unas horas. El frío que hay en este lugar es impresionante, se siente como si estuviera en el lugar más helado del planeta.
Sigo aquí, a la espera de que la mujer que ordenó mi reclusión en esta "Corte", se digne a venir y tomar una sentencia en lo que vendría siendo "mi caso".
No tengo idea alguna de donde estoy. Tampoco entiendo el porqué todo está decorado como en la época victoriana o medieval, aun no distingo cuál es. Pero eso no es lo importante, aquí lo que es de suma importancia es que me encuentro en un lugar desconocido, probablemente en un país que no es el mío.
Y no me asusta en lo absoluto. Me es indiferente lo que vayan a decidir conmigo.
De todas formas, ya estoy condenada en esta vida.
Repaso la habitación en la que estoy. Las paredes están pintadas de un color celeste, hay una gran cama tamaño king de sábanas a juego con el color del recinto.
Cierro mis ojos un momento, lo que busco es un poco de paz, pero me veo obligada a abrirlos de nuevo al percatarme de que se oye otra respiración en este lugar.
La mujer rubia que he visto hace unas horas, está de pie frente a mí. Su cabeza está inclinada en mi dirección, veo que sus ojos grises siguen con su tonalidad normal, pero ya no hay rastros de una sonrisa burlona en su rostro.
Tampoco está fumando.
—Discúlpame, no te oí llegar —murmuro casi susurrante. Abrazo mis piernas sin dirigirle la vista ni un segundo.
—Nunca me hubieses oído —suspira, inexpresiva—. Supongo que sabes porque estoy aquí.
—¿Has decidido matarme? —me atrevo a cuestionar. Balanceo mi cuerpo de atrás hacia delante de una manera suave, casi imperceptible.
—Ejecutarte, mantenerte con vida o enviarte a tu mundo tienen los mismos costos y riesgos —explica, sin perder su tono impasible. Es como si no le importara nada ni nadie—. Así que, me gustaría preguntarte que prefieres.
Despego mis labios para responder cuál de sus tres sugerencias voy a elegir, pero luego decido no hablar. Me detengo a pensar en las palabras «enviarte a tu mundo». ¿Qué significa?¿Qué no estoy en la Tierra?
—No estás en la Tierra —habla aburrida, como si leyera mis pensamientos—. Tampoco estás en algún planeta conocido, cielo o infierno. Es una historia larga que quisiera no tener que relatar ahora —contiene un suspiro y, por fin, me tomo el atrevimiento de cruzar mi vista con ella—. Necesito que me comuniques que es lo que quieres.
—Si me quedo, ¿Debo cumplir con algo? —interrogo, dubitativa de forma leve.
—No. Tampoco me deberías nada, tómalo como que el universo ha decidido darte una segunda oportunidad.
Soy consciente que aceptar su propuesta me alejará de Jenna. La única persona que ha estado conmigo durante tantos años, Jenna Bransen, será traicionada por mí, por la adolescente que juró nunca abandonarla años atrás.
Pero Rowan adolescente está muerta. Y después de todo, Jen no conocía todo sobre mí. Solo le enseñé la parte que la gente merece ver de mí: la dulce chica, la amable, servicial, adorable, bromista.
No el monstruo roto que se esconde tras mis pensamientos de medianoche. Ni el alma fragmentada que grita durante las madrugadas de insomnio, quién hace de todo para no romper en llanto todos los días.
—Ten por seguro que si decides quedarte, nadie recordará tu existencia dentro de 30 minutos. Será como si nunca te hubieran conocido o no hubieses nacido —agrega con cierto interés en mi decisión.
Sin más que evaluar, pronuncio las palabras que pueden salvarme o condenarme a la muerte.
—Acepto.
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