2. El descanso de la modelo
Mi mente viajó al mismo lugar, pero a principios de los 80. Sabía que esto ocurriría tarde o temprano, la facultad era un sitio cargado de demasiados recuerdos.
Había decidido empezar a estudiar la carrera de Bellas Artes, otra vez. Acostumbraba a licenciarme más o menos una vez cada década. Pintar era lo único que le daba sentido a la eternidad, me hacía sentir vivo. El mundo del arte constantemente se nutría de nuevas técnicas, estilos y materiales que hacían un poco menos aburrida mi existencia.
Recuerdo que llevaba la vieja chupa de cuero de mi semidifunto amigo el motorista enamorado del Rock & Roll —prometo contar alguna vez esta rocambolesca historia—, una de mis múltiples camisetas negras y mi look más siniestro, la mayoría de veces conseguido sin quererlo. Es lo que tenemos los de mi especie, estamos cargados de algo así como un morbo siniestro que, las cosas como son, favorece bastante nuestra incómoda manera de alimentarnos.
Me venía fenomenal ese aspecto físico poco amigable pues prefería tener el menor contacto posible con nadie, aunque en aquellos tiempos la gente ya no se asustaba de nada. Había ciertos personajes punk en el aula cuyas pintas hacían que a su lado yo pareciera un catequista. La cuestión era que resultaba recomendable pasar desapercibido si quería volver a aparecer por allí varias décadas seguidas con mi juventud congelada.
La joven desnuda a la que estábamos esbozando en nuestros caballetes nos acababa de pedir disculpas y había salido un momento a descansar. Muchos aprovechaban para charlar, otros para afilar lápices... Yo decidí encenderme un cigarrillo mientras esperaba y entonces tuve la desgracia de conocerla.
Estaba sentada en el suelo, al lado de la puerta del aula y casi sin levantar la cabeza del libro que estaba leyendo, me preguntó con voz insinuante:
—¿Me das fuego, chico misterioso?
Saqué el mechero del bolsillo y ella estiró un brazo abriendo la palma de la mano para que se lo pasara. Cuando se lo di, cerró la mano intencionadamente, manteniéndome atrapado más rato del socialmente correcto. Me analizó con sus exóticos ojos rasgados, mirándome descaradamente por encima de sus gafas de sol redondas. Finalmente, puso una sonrisa suspicaz y, en voz baja para que solo pudiera oírla yo, dijo:
—Ya sabía yo que eras un siete, pero tienes curiosos matices de veintinueve. Eres un extraño ejemplar.
No entendí nada, pero al tocar sus dedos helados, una chispa me conectó directamente con sus circuitos. Cada día, durante el tiempo que duró nuestra extraña relación, me volví más dependiente de su electricidad. Y cuando más conectados estábamos, sin explicación alguna, despareció dejándome totalmente roto por dentro. La soledad que hasta entonces había sido mi refugio, se convirtió en una losa que me oprimía el pecho y me impedía respirar.
https://youtu.be/gj1JaoNmQkQ
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