4- Retelling: "Caballero ladrón"
A bordo de un navío a vapor, trascendental máquina embotelladora de almas sin resquemor cuya única pena era no lograr darse el tiempo de divertimento, nos encontrábamos sin rumbo alguno; un modo extraño de nombrarlo si contamos con la certeza de su rumbo pactado desde el inicio. Aún así, ¿han meditado alguna vez el poder sentirse atraído hacia lo desconocido? ¿Rodearse de extraños con los cuales el roce continuo los hace cercanos, compartiendo el azul del cielo despejado o aquellos grises que plasmen sus penas en los versos más tristes alguna vez escuchados?
Así nos encontrábamos, disfrutando de algún que otro trago cuando las copas danzantes se reunieron ante un improvisado baile. Despliegue de encanto de aquellas damas solteras o viudas acompañadas, o no, de sus jóvenes criados, y de todo galante caballero que quisiera cortejar a la indicada. Pocos éramos los solteros sin familia a cargo y eso, desafortunadamente, nos convirtió en inciertos malhechores dueños de lo ajeno para la ajustada visión de unos cuantos.
Para esa época, las diversas hazañas del famoso ladrón de guante blanco llamado Arsène Lupin, caballero justiciero entre sus pares y anarquista ante cualquier forma de gobierno, eran conocidas por cualquiera que optara del boca a boca como fiel gaceta informativa del momento, a parte de que él mismo dejaba nota en caso de pasar desapercibido su arrebato.
Y en aquella isla flotante, la magia del hilo conectivo e invisible del telégrafo, nos otorgó el despacho de unas pocas y codificadas palabras que fueron silenciadas luego de que un violento estruendo atravesara el cielo como un bravío océano:
Arsène Lupin, a bordo de su navío, viaja solo, primera clase, cabellos r...
Luego del silencio absoluto que sobrevino, muchas dudas quedaron al respecto. Cómo, ¿de qué manera estaba vestido? ¿O si llevaba algún distintivo fácil de ubicar entre el gentío? Detalles que dieron de impacto directo en cuanto tuvieron que señalarnos a todos aquellos navegantes en solitario de primera clase y con supuestos cabellos dorados.
Por momentos, cuando la tristeza no invadía cada uno de mis pensamientos, disfrutaba de la grata conversación que simulaba conmigo una bella dama reconocida por su trayectoria de incipiente empresaria industrial y de su acaudalada fortuna en ascenso. Y a la cual, sospechosamente, se le habían desaparecido unas finas telas de seda que habían aparecido en los cuerpos de las jóvenes de clases menos agraciadas.
Acción que no resultó sospechosa más que para mí persona, en cuanto más la observaba y menos concordaba su temor hacia el famoso, culto y seductor ladrón, como lo habían denominado entre los nerviosos pasajeros que intentaban resguardar sus joyas y su próspero dinero.
Una noche de tantas mientras intentaban dar con el paradero del escurridizo ladrón luego de cometer otro delito sin uso de la fuerza bruta más que el hurto de alguna que otra prenda de ropa interior de la más finas telas y encajes de algodón, cruzamos miradas bajo el resguardo de esa bóveda negra que es el inmenso cielo estrellado. Y no me refiero a un simple ojeo del cual cualquier bruja curandera de época retiraba, sino a ese mágico momento en donde se detienen las manecillas del reloj moderno o frena su paso, la arena de un receptáculo al otro, en su defecto. En ese instante, en donde combinamos el agrande de la pupila del contrario, creo, que nos reconocimos sin hablarnos.
Solo su nombre por boca de algún que otro peculiar acompañante de cada noche, se mesclaba con mis ganas de desenmarañar algún acto corrupto ante los ojos ajenos. Aquellos actos por los cuales éramos y somos mal vistos, perseguidos en el mejor de los casos o ejecutados en aquellos que no tienen escapatoria más que la solemnidad de la muerte en soledad por no poder ser uno mismo ante la pulcra y correcta sociedad.
Y sí, me refiero a esa palabra enterrada en lo más hondo de mis entrañas y que solo me atrevo a nombrar en mis sueños más profundos... Allí donde nadie nos juzga por amar como sentimos y en donde soy libre de poder disfrutar de quién soy.
Porque esa dama de delicados cabellos y ropas entalladas que pudo en unas pocas palabras robar mi endeble corazón, no era más que otro ser semejante ante los ojos de Dios... Y no me refiero a ser hijos de Él bajo el divino manto de ser nombrados parte de su rebaño, sino a dos seres vivos que comparten el mismo gen, aquel cromosoma Y que nos hace ser quienes somos ante el resto.
¡Y bienaventurado el destino que lo puso en mi camino! Porque en ese navío, pude ser participe de disfrutar del delicioso sabor de la dermis que recubre cada fracción de su piel, aunque a veces cubría su rostro con mascarillas para su cuidado o con alguna especie de segunda piel tapando cada detalle que me haría recordarlo. Pero de sus roces y del arrullo de los melodiosos sonidos de su voz, no los olvido aún hasta al día de hoy; porque sé que fui amado por un hombre disfrazado como solía denominarse él. Hombre que me dejó amarlo entre penumbras y al cual lo llamaba como la sociedad la ubicaba, señorita Nelly Underdown.
Así pasamos algunos mágicos momentos hasta que en uno de esos, descubrí que podría ser aquel escurridizo ladrón, una noche que se durmió recubierto entre mis brazos y del sostén de sus falsos pechos cayeron unos pequeños diamantes en formas de aros. Situación de la cual no pude preguntarle en ese momento, ya que poco después sonó la ruidosa campana que nos llamaba a toda la primera clase a estribor.
Siendo un completo delirio hacerme del conocimiento de que amo a un maestro de disfraz, extravagante y seductor ladrón capaz de burlar a la policía y salirse siempre con las suyas.
Y lo supe en veracidad, ya que esa misma noche fui apresado por el célebre Ganimard por ser el único acusado por descarte. Cabellos r decía el escueto despacho. Yo también creí que se refería a "cabellos rubios" como los míos y no a "cabellos recogidos y ropa de damisela", que era lo que faltaba en la enmienda cortada por el poder de esos rayos.
Así fue como lo vi caminar en su despampanante vestido rumbo al descenso del trasatlántico dando gracias al policía que apresó, por fin, al desvergonzado ladrón...
Ladrón que días después fue liberado por el mismo Ganimard al darse cuenta de que mis cabellos eran míos y de que la piel de mi rostro se apegaba hacia mis huesos. Dejando al descubierto que, una vez más, Arsène Lupin hizo de las suyas.
Una tarde de invierno, el escurridizo ladrón encontró el camino hacia mis brazos y hacia mi batiente corazón. Y aunque nunca me dejó observar las verdaderas facciones de su agraciado rostro, dice que por precaución, estoy más que seguro de que me hubiera enamorado aún más de lo que estoy.
Porque Arsène Lupin no solo roba para darle al que más necesita o por el simple hecho de hacerse notar ante las diversas autoridades de la sociedad, robó mi capacidad para dejarlo de amar y detallar cada una de sus aventuras que envuelto en el calor de mis brazos, en confidencia, me contó.
¡Y culpable me declaro!
Porque no solo sé su identidad sin intención de inculpar, me declaro culpable de ser aquel galante caballero que su corazón supo cuidar. Porque aún al día de hoy, sus confidencias comenta tomando el té en mi gabinete de trabajo o envuelto entre las sábanas de mi cuarto.
Nota: Retelling del capítulo uno del libro de Maurice Leblanc denominado: "Arsène Lupin, caballero ladrón".
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