Gritos al viento

Era una esplendida noche de primavera. Las estrellan centellaban en el éter mar azul de la noche. Cómo cada fin de año, se realizaba el baile anual de los jóvenes ¡Qué hermosos eran aquellos bailes!

En algún pequeño rincón de una casa en Ruan dos jóvenes interactuaban ávidamente.

– ¿Qué te pondrás hoy para ir al baile? –Le preguntó Emma a su novio–.

– ¡Lo mejor! como siempre –respondió él esbozando una sonrisa que dejaban mostrar sus perfectos dientes blancos–.

Desde el umbral de la cocina la madre del muchacho escuchaba atentamente. Estaba algo turbada aquella noche. Un sexto sentido no la dejaba tranquila. Caminó hasta ellos e interrumpió la charla.

– ¡Te portarás bien hijo mío! –y sonriendo continuó en tonó consejero –y cuidarás de Emma– al finalizar guiñó un ojo a la muchacha, que le respondió con una cándida sonrisa.

La madre fue hasta su habitación y volvió con una pequeña caja de cartón, que lo extendió hacia su hijo diciéndoles:

–Toma, te lo mereces por ser un buen hijo.

– ¡Gracias mamá! -respondió el joven con lágrimas en los ojos. Abrió la caja y un magnifico par de zapatos negros aguardaban por él. Al verlos no pudo contener la emoción:

-¡Eres la mejor! –repetía el muchacho abrazando efusivamente a su madre

Contentos se fueron al baile en el cabriolé. Al llegar al lugar ella enmudeció al ver el sublime salón.

– ¿vamos? –Gesticuló el joven mientras tomaba la fina mano de la hermosa dama–.

– ¡Si, claro! –Respondió Emma con una sonrisa que expresaba cierto nerviosismo. Sus ojos celestes recorrieron todo el salón en un instante.

– ¡Mira! Allí está Madeleine –Indicó la muchacha a su acompañante–.

– ¡No sabía que vendría tu hermana! ¿Ese es su novio?

– Seguramente, ella no me cuenta esas cosas a mi –al decir esto su rostro tomó un cierto aire de tristeza–.

– ¿Vamos a saludarlos? –perfilándose para caminar hasta allí, pero un repentino tirón en su brazo izquierdo lo detuvo – ¿Qué sucede?

– No quiero ir con ella –acompañando a las palabras con unos gestos de hastíos–.

– Este bien ¿bailamos?

Los dos tórtolos bailaron al compás de la música. Lentamente danzaban al ritmo del vals. Los músicos ubicados en la esquina del salón contemplaban el amor que inundaba el lugar.

En un momento se acercó un muchacho, conocido en el pueblo por sus malas andanzas. Las cicatrices en su rostro eran un reflejo de su miserable vida. Antes de la revolución de 1848 trabajaba como panadero. Luego de ese acontecimiento tuvo que ganarse la vida de maneras más oscuras.

– ¡Que hermosa eres! –Le dijo a Emma en tono empalagoso – ¿Estás con alguien?

– Sí, estoy con...

En ese instante le interrumpió su novio que regresaba de toilette, y terciando tronante dijo:

– ¡Está conmigo! –Y tomándole de la mano a su novia continuó– es mi novia.

– No te pregunté a ti –y aplacando su ira con apacible voz– le pregunté a la dama

– ¡Qué está sucediendo aquí! –Pregonó el anfitrión mientras caminaba a la pista de baile – ¿Qué creen que están haciendo?

– Estábamos conversando –contestó Asier mientras erguía su espalda e inflando su pecho demostrando altanería.

– ¿Charlando? Más bien parecía que estaban por luchar como salvajes –Y conocedor por experiencia dijo– ¡Vete de aquí ahora mismo Asier, no quiero tener problemas!

Antes de retirarse se acercó a Arthur diciéndole:

– ¡Me la pagarás!

Emma y Arthur continuaron bailando hasta la madrugada. Las demás parejas sentían envidia por el amor que se profesaban. Cuando estaba por finalizar el baile, la hermana mayor de Emma se acercó hasta ellos diciéndole:

– Yo acompaño a mi hermana hasta casa –inmediatamente el semblante de Arthur cambió

– Quedé en cuidarla... –dijo con voz baja, con temor a enfadar a Madeleine–.

– Lo hiciste muy bien, pero de aquí en adelante yo estaré con mi hermana –y el rubor apareció inmediatamente en el rostro de la joven. Sus hombros se tornaron hacia adelante en señal de aflicción.

– De acuerdo, mañana nos veremos Emma en la plaza a la tarde –Dijo Arthur sin oponer resistencia.

– Esta bien ¡a las 15 en punto! –y pronunciando estas palabras las hermanas se retiraron del salón

Un rato más tarde Arthur decidió salir del salón. Iba acompañado de tres amigos ¡Que sorpresa tan grande fue la de los amigos al ver afuera del salón a Asier con sus amigos, que eran el doble de numerosos que ellos!

– ¡Qué bonitos zapatos tienes! –Dijo Asier a medida que avanzaba lentamente–.

– Ni se te acurra... –Y al decir esto ambos comenzaron a forcejear, cuerpo a cuerpo en una reñida batalla. Nadie pensó en intervenir en la lucha hasta que Asier desenvainó un puñal.

– ¡No te lo daré, es muy importante para mí! –acompañando las palabras le propinó trompada lo suficientemente fuerte como para tumbarlo.

Arthur y sus amigos aprovecharon el incidente y comenzaron a correr, huyendo de la cacería que los acechaba como una jauría de lobos.

– ¡Vamos a separarnos! –Dijo uno de sus amigos– Así les será más difícil atraparnos.

Sin dudarlo, los amigos comenzaron a seguir cada uno su camino.

A Arthur le faltaban tan solo unos pocos metros para llegar a su casa. Corría desesperado, con largas zancadas, sin mirar atrás por temor a tropezarse. Dobló la esquina ochavada a toda prisa, sin saber el horrible encuentro que lo esperaba.

– ¡¿Pensabas escapar?! –Dijo la voz ronca de Asier–.

El odio puro se reflejaba en sus ojos negros. Y sin pronunciar más palabras hundió el puñal en el abdomen del joven, luego en el corazón, y en un demencial acto comenzó a hundir el filoso cuchillo, impregnado de la sangre que brotaba del cuerpo tendido en el suelo en un sin fin de veces. Luego de cometer semejante acto se paró junto al muchacho y dio algunos pasos intentado escapar. Antes de irse vio los negros zapatos lustrados, colocados en aquellos pies que nunca más caminarían. Se fue hasta ellos y de un tirón se los arrebató y corrió a toda prisa, dándose a la fuga.

Al cabo de treinta años de aquel trágico suceso, en Ruan casi nadie se acordaba del joven Arthur. Algunas veces se comentaba, sin darle demasiada importancia. Sin embargo un sepulcro estaba aún intacto y perfumado cómo el primer día de su partida, el pasar de los años no lo había modificado ¡el corazón de la madre de Arthur!

Un día se desató una fuerte tormenta que azotó al pueblo. La lluvia era incesante esa mañana, los rayos y relámpagos reflejaban desde el cielo lo ínfimo de nuestra existencia. De lejos se escuchaba pregonar a un hombre:

– ¡Pan casero! ¡Quién quiere calentitos pan casero! –Gritaba un vendedor ambulante, caminando velozmente por las calles vacías–.

Pensó mientras se restregaba los ojos, empapados de agua:

–Hubiera esperado a que calmara el tiempo para salir a vender...

Esa mañana no había nadie por la calle, exceptuando al vendedor ambulante, que en ese momento se encontraba bajo un puente. Enhiesto junto a un pilar se refugiaba del temporal. Con una mano sostenía el canasto y con el otro su cigarro.

– ¡A mí nomás se me ocurre salir a vender con este temporal! –Se decía en un monólogo que nadie escuchaba, excepto él. Un ruido lo sacó de sus cavilaciones:

– ¿Qué es ese ruido? –Preguntó el vendedor, hablando en voz alta– ¿De dónde proviene? –y comenzó a caminar en la dirección de origen.

– ¡Auxilio! ¡Auxilio! –Gritaban desaforadamente a lo lejos– El vendedor corriendo fue al lugar de donde provenían los gritos, sorteando los relámpagos y rayos, embarrando sus zapatos.

– ¡¿En donde se encuentra?! –Gritó el vendedor, pero no tuvo respuestas.

– ¿De dónde serán los gritos? –Decía mientras corría buscando auxiliar ¿pero si no hay nadie afuera?

Los gritos cada vez eran más intensos y el vendedor alterado trataba de encontrarlos. La vista se le ofuscaba por la intensa lluvia ¿Por aquí será? se dijo entrando en un callejón. Un gran árbol de roble puso fin a su persecución. Junto al árbol se distinguía una pequeña gruta. Los gritos cesaron repentinamente cuando llegó al lugar.

– ¡No, por aquí no es! –Y cuando estaba a punto de dar media vuelta y regresar sintió que dos manos frías tomaron sus piernas fuertemente. Unos dedos congelados rodearon sus tobillos.

– ¿¡Qué es esto!? –Dijo el vendedor y llevó su vista al suelo, tratando de ver quien lo tomaba, pero no vio nada–.

El frio de sus tobillos se expandió por todo su cuerpo inmediatamente, y en su mente se proyectaron mil imágenes de aquel trágico día. El puñal atravesando el abdomen de un joven, la sangre que manaba a borbotones. Los ojos negros del vendedor, que aquella vez estaban llenos de odio, ahora estaban consumidos por el pavor. Asier escuchaba los gritos de suplicios del joven. Lo atormentaban de manera abismal hasta enloquecerlo:

– ¡Auxilio! ¡Auxilio! –Ya nada se podía hacer, era demasiado tarde.

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