El centro

El centro de la ciudad estaba vacío. Nada es más melancólico que caminar un domingo a la tarde por las calles de Posadas. Esas mismas calles que días, y horas antes estaban repletas de personas, que se empujaban en busca de un lugar, ahora estaban desiertas. La vereda estaba a disposición del señor M, quien amaba los domingos céntricos de la ciudad. Se paseaba con plena libertad al caminar, disfrutando cada paso que daba. Respiraba profundamente, inhalando con éxtasis el preciado perfume de las flores. El aroma del lapacho era su preferido, y por suerte allí todavía había bastante.

Era un otoño, con aire invernal. Señor M caminaba con lentitud, pensando en cuando iba a llegar la hora de jubilarse. En la cúspide de su vida, fue uno de los mejores empleados en la oficina de correo. Pero ahora, con el peso que traen los años consigo, ya no tenía la lucidez de tiempos anteriores. Creía que había llegado la hora de darle fin a ese estilo de vida que tanto lo sofocaba, y dedicar su tiempo para sí mismo.

Se paró taciturno frente a una vidriera de un local de ropa, y contempló a través del cristal la exhibición de vestidos. Cuanto deseó tener una compañera de vida. La única vez que estuvo realmente enamorado, fue de una compañera de trabajo. Ella era galante, de ojos cafés que irradiaban ternura, y tenía una piel trigueña tan fresca como el agua de manantial. Su figura esbelta y porte seductor, captaban la atención de cualquier mortal.

« ¿Por qué? » se dijo al continuar viendo el vestido que entallaba el frio maniquí. Era un vestido turquesa, de seda fina que ansiaba el calor corporal. Deseó con todo su ser tenerla allí, estar a su lado. Comprar el hermoso vestido y que ella esbozara esa sonrisa tan encantadora, de la cual él se había enamorado. Pero el tiempo, tirano en su juego, se interpuso entre ellos, truncando el amor.

Una carcajada robó su momento melancólico. Giró su cuerpo para ver de dónde provenía, pero no vio a nadie. « ¡Qué extraño! » carraspeó y continuó ensimismado en su caminata. No se percató que estaba a tan solo unas pocas cuadras del lugar en que trabajaba. Ese que tanto amaba, y a la vez, el que se mostraba reacio en los últimos años. "Junín y Bolívar" comprobó el indicador de la calle. Automáticamente elevó su vista al cielo aterciopelado, intentando encontrar su oficina, entre las muchas que tenía el enorme edificio. En un primer momento no logró distinguir con claridad. Su vista no lo ayudaba. Se colocó los enormes lentes, y ahí sí vio con nitidez el lugar en el cual había pasado sus últimos cuarenta años.

« Pasé toda mi vida entre esas cuatro paredes » murmuró con cierto énfasis. Lo último que quería hacer en su paseo de domingo céntrico, era ver el lugar rutinario de su vida, por ello inmediatamente se dispuso a continuar su camino. Unas risas traviesas se oyeron nuevamente en el lugar, justo detrás de él. Estaba completamente seguro que no fue producto de su imaginación. El señor M, estaba preso de la curiosidad y con la necesidad de darle un poco de adrenalina a su vida. Decidió ir en búsqueda de su origen. Escuchó claramente que era una mujer quien reía, pero no veía a nadie cerca. Miraba atentamente cada lugar, su vista recorría los rincones de las calles como un águila rapaz en búsqueda de su presa.

Se dirigió presuroso a la oficina de correo. Se plantó en la puerta del edificio, esperando la llegada del guardia de seguridad. La noche comenzaba a asomar el hocico. El rocío caía con lentitud, llevando un hálito frio en el cuerpo del señor M. Esperó por más de diez minutos, pero el guardia no se hizo presente. Las calles de la ciudad continuaban vacías y nostálgicas.

« Seguramente el que está de guardia es el nuevo. Siempre se pasa haciendo otra cosa, y no hace su deber, que es vigilar... » Refunfuñó a diestra y siniestra mientras se alejaba del edificio. Al pasar unas tres cuadras, una voz atormentó sus oídos. Ya no eran risas, sino que esa alegría fue reemplazada por gritos ensordecedores que atravesaron sus delicados tímpanos. « ¡¿Qué fue eso?! » inquirió tratando de encontrar una explicación. En un idioma inteligible percibió un incontenible llanto, colmado de dolor y sufrimiento. Pensó « debe ser una broma, de mal gusto por supuesto. Molestar a un anciano por pura diversión ». Se frotó las alargadas manos y ladeó su vista con cierta esperanza de encontrar a alguien. No había nadie. Un calor recorrió su espina dorsal. La respiración comenzó a entrecortarse. En su amplia frente las gotas de sudor por la caminata se mezclaban con la de temor. Sus músculos se ablandaron, y la carne parecía desprenderse de los huesos. Seguía escuchando los gritos, en plena soledad céntrica. Cada vez más cadentes y vacías. Y ya no supo si los gritos pertenecían a un muerto, o era él quien estaba muerto en vida.

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