Claro de luna
El invierno no se había notado esa mañana en Apóstoles, un pequeño pueblo de la provincia misionera. La mañana de ese agosto era calurosa. Los benteveos cantaban, posados sobre los jacarandas, intentando despertar algunos insectos.
El hijo de los Fischer se despertó sobresaltado esa mañana. Nuevamente tuvo una pesadilla. Era la cuarta vez en la misma semana que los recuerdos de su amiga se hacían presentes en sus sueños ¿algún mensaje que le quería transmitir del más allá? No comprendía bien, pero siempre cuando estaba a punto de hablarle la imagen se esfumaba, dando paso al despertar.
Henri, como se llamaba el hijo de los Fischer, era el único heredero de un extenso territorio. Su abuelo, y luego su padre se habían esforzado en construir un monopolio de la yerba mate. El chico creció entre pompas de jabón. Su madre lo sobreprotegía sin desmesura. Algún día él sería dueño de toda esa tierra, y sus hijos seguirían el legado. Pareciese que el futuro de esa familia estaba escrito de antemano.
A los quince años comenzó a explorar la vida, aventurándose a ir un poco más de los límites que le permitía su madre. Allí fue que conoció a su mejor amiga Camila, una chica de su edad. Ella era introvertida, su cabello negro sedoso lo llevaba siempre hasta la cintura. Se complementaban muy bien.
Al terminar de desayunar, saludó a su madre y emprendió su camino al campo. Desde la reciente muerte de su padre él se encargaba de aquella tarea. En el trayecto iba pensando en cómo declarar su amor a Elvira, una compañera del colegio. Era su último año de la secundaría, y tenía que comenzar a preocuparse en prolongar su rancia estirpe.
Cuando llegó al terreno se subió al tractor verde y comenzó a andar. Tal vez aquella remolinada cabeza que proyectaba ideas sin cesar, no le permitió ver la gran zanja que lo esperaba en el desnivelado terreno. A pesar de que conocía aquellas tierras muy bien, no pudo evitar lo inevitable. El pequeño tractor se zambulló de lleno en aquel vacio, dando giros de trompos. Las grandes ruedas quedaron mirando al cielo.
Pasaron horas y Henri se encontraba en el mismo lugar, bajo aquel férreo tractor. Sus gritos nadie los oía, las fuerzas se le estaban agotando. Malherido esperaba su destino suplicando ayuda.
– Debo aguantar hasta el atardecer –alentándose a sí mismo– seguramente mamá se preocupará si no regreso para esa hora y vendrá a acudirme.
Pero las esperanzas se le estaban agotando. La sangre se deslizaba por su joven rostro como un rio en busca de mar. La inmaculada camisa blanca que llevaba puesta esa mañana, luego del accidente se tornó de un color ocre. Trataba a toda costa por dar bocanadas de aire puro. La respiración se le comenzaba a dificultar. Un olor nauseabundo empezaba a despedir la sangre fermentada por varias horas bajo el intenso sol. Henri dio un último suspiro en los cuales sus ojos azules se humedecieron, y una densa lágrima se deslizó por su mejilla.
Despertó en una cama extraña, no sabía que hora era, ni en qué lugar se encontraba. Con enorme esfuerzo miró hacia sus lados, no había nada, un silencio sepulcral habitaba en el recinto. De repente una mujer ingresó al cuarto caminando lentamente. Su esbelta fisonomía era algo extraña. La tez era tan pálida y blanca como la tiza, y con un abundante cabello negro que ocultaba casi por completo su rostro, exceptuando su boca, en los que él pudo ver que la mujer estaba sonriendo. Intentó recordar lo sucedido y solo un par de recortes de su memoria se hicieron presentes.
– Disculpe señora –pronunció Henri– gracias por salvarme la vida –intentó mirarle a los ojos para continuar hablando, sin embargo el cabello lo tapaba por completo. Desistió de esa idea y continuó– ¿en qué lugar estamos?
La mujer no se inmutó en lo más mínimo ante aquellas palabras. Seguía escurriendo un paño celeste de algodón en un balde metálico, que luego lo llevó a la frente de él. Limpió en silencio el rostro del joven, dejando ver su tez clara.
– Tal vez no me oyó porque me encuentro débil –dijo para sus adentros– ¡Gracias por salvarme la vida! ¡¿En qué lugar estamos!? –elevar el tono de voz no consiguió otra cosa que una efímera y aterradora sonrisa de la mujer.
Debe ser muda a lo mejor, veré como puedo hacer para que me entienda –e intentó realizar un ademán para levantarse. En el mismo momento un intenso dolor recorrió todo su cuerpo, cada una de las partículas de sus células ¡Qué dolor! fue sentir como un rayo impactando sobre la tierra colorada.
La mujer fue hasta la ventana y abrió sutilmente las blancas cortinas. La luna redonda iluminó por completo la habitación. Henri pudo divisar que en el cuarto no había otra cosa más que él, la cama y aquella extraña mujer enhiesta a su lado ¿Dónde estará mamá? ¿Sabrá que estoy aquí?
Estaba tan débil que cayó nuevamente en un profundo sueño. Era Septiembre y la primavera comenzaba a mostrarse, las plantas florecían por todo el lugar. Él correteaba por los jardines, junto a su compañera. Cuanto le hubiera encantado que ella sea con quien compartir la vida, empero el cruel destino le arrebató su vida de una manera trágica. Un ruido lo despertó de aquella pesadilla que lo perseguía desde los quince años, y que en la última semana lo tuvo tan presente. Llevó su vista a la puerta y vio a la extraña mujer aparecerse con un plato de sopa. Lo dejó a su lado y se dispuso a marchar. Él tomo del brazo de ella, no dejándola escapar, dispuesto hasta las últimas consecuencias a que le diga que sucedía. Un aterrador frio le recorrió todo su cuerpo, aquella mujer estaba tan fría, mejor diría helada. El estomago se le estrujó y vio que ella giró de repente su cabeza, el sedoso cabello negro se deslizó lentamente y la luz del claro la luna mostró por primera vez el rostro de aquella mujer. Sus labios esbozaban una simpática sonrisa y sus ojos marrones, taciturnos y vacios explicaban todo lo acontecido. La mujer era su amiga, a la que él tanto quiso, y sin dudar supo que su reencuentro sólo suponía una cosa, no había sobrevivido.
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