A través del lente
Sentado en un bar Fonseca escribía en su anotador las palabras recogidas hacía apenas unos instantes. La birome se deslizaba en la hoja amarillenta a toda prisa, garabateando en un intento de plasmar todo lo posible, y no olvidarse de nada. Fumaba y escribía.
« Dicen los habitantes de estas tierras que en los primeros días de luna llena, un ser de cuerpo humano con rasgos de perro, deambula por las calles ». Colocó un punto y aparte y releyó lo escrito. Tomó un sorbo del espeso café. Respiró hondo y continuó.
« Según cuentan algunos, es un alma en pena. Otros aseguran que es el mismísimo demonio. Lo cierto es que todos coinciden con que es el séptimo hijo varón, y que la maldición se despierta cuando se enamora por primera vez ».
Fonseca era un fotógrafo y periodista independiente. En sus viajes trataba de rescatar todo lo posible de la cultura que visitaba. Los mitos y lo sobrenatural lo atraían por demás. Esa noche en el hotel todo le fue incómodo. El calor del verano misionero lo fatigó. El ventilador no daba tregua. Salió a tomar aire en el balcón. Una luna redonda se mostraba ante él, que vislumbraba la ciudad de Encarnación. Hacía dos días había llegado a Misiones, y sólo estaría en ella por unas pocas horas más. Para mitigar el calor, fue a ducharse. Desde que había llegado a tierra de los guaraníes se demoraba un poco más en bañarse. La tierra colorada se impregnaba en su piel blanca, ingresando por cada poro.
—¿Será qué existe? —preguntó y al santiamén se respondió a sí mismo—. Qué estoy diciendo. El calor ya me está afectando ¡Eso sólo existe en películas!
Al día siguiente tenía que ir a tomar el ómnibus en la transferencia para continuar su recorrido hacía las Ruinas de San Ignacio. Iba caminando sólo cuando escuchó unos ladridos de perros. Apresuró el paso. En ese momento se encontraba en un pasillo oscuro que daba justo en la avenida principal de la ciudad. Por inercia miró hacia atrás, creyendo que algo lo perseguía. Al comprobar que su imaginación estaba jugando con él, rezongó:
—¿En qué estoy pensando? —remilgó—. En unas cuantas horas estaré tomando lo quizás sean las mejores fotografías de mi vida.
En algo tenía razón. No había viajado hasta allí solo para escuchar historias. Sino que ese día se reinauguraba una sección de las ruinas que habían quedado de los padres jesuitas. Más de quince años tardaron en reconstruir, y muchos fueron los arquitectos que fracasaron en el intento. No es para menos, tratar de retomar las ideas arquitectónicas de los mejores maestros de obras que vinieron a América no era tarea sencilla. Luego de un soliloquio, imaginando de cómo iban a quedar retratadas aquellas obras que mezclaba tanto de la cultura cristina con la guaraní, llegó a la avenida principal. Algunos faroles continuaban encendidos. La luna redonda no se había ocultado por completo y el sol comenzaba a asomarse por el alba en un arrebol digno de Claudet Monet.
« ¿Qué será? » prorrumpió al ver una jauría aproximarse hacia él. Aún estaba lejos, y el miedo aconsejaba correr en dirección contraria. Los perros se acercaban y un olor indescriptible inundó el lugar. Por inercia tomó su cámara fotográfica, que aún estaba en la funda que colgaba de su cuello. Atisbó por las calles internas que daba con la parte trasera del hotel. Apareció algo, una figura extraña. Los perros se aproximaban a él. Solo una calle los separaba. En ese momento, Fonseca logró distinguir a un horrible ser. Tenía cara de humano con cuerpo de perro. Los brazos –o patas– delanteras eran de una longitud mayor a las traseras. Unos esporádicos pelos cubrían el cuerpo desnudo. El horrible ser se tambaleaba, intentando zafarse de sus perseguidores. Asombrado, Fonseca se quedó de piedra al ver a esa criatura del demonio –cómo lo describió después–. Tomó su cámara y con una plegaria de por medio, intentó retratar aquello. Los dedos le temblaban. Con incertidumbre le dio un clic a la máquina. Y tras uno, otro y un sinfín de clies. Con cada clic avanzaba hacia la criatura, sus pasos eran inseguros. Estaba tan nervioso y asustado, que no se percató que estaba parado en medio de la calle. La soledad de las horas hizo que sólo sean testigos del momento él y su cámara.
Aquella criatura se revolcaba, a cada instante gruñía. Los gemidos parecían lamentos por llevar esa carga en su vida. Desde lo recóndito de su ser sus entrañas se escuchaba que provenía el gemido de dolor, de odio o quizás de temor a la vida. Un olor putrefacto despedía su cuerpo. Tan fuerte era el hedor, que se podía comparar con el que dejaban los caracoles en la antigua ciudad de Tiro. Y los ojos ¡ay, los ojos! Eran el retrato vivo del sufrimiento por llevar la maldición. Rojos, con los párpados caídos ¡Qué tristeza se podían ver en ellos! El lobizón –Cómo supo tiempo después que se llamaba– con gruñidos alejaba a sus atacantes. Y caminando lentamente siguió su rumbo, perdiéndose de la vista de Fonseca.
Cuando estuvo en un lugar seguro, luego de correr varias cuadras, llegó a la transferencia de ómnibus. No encontró a nadie por su camino. Fue una casualidad que no se perdiera entre las calles. Se sentó en uno de sus bancos de madera a esperar su colectivo. El sol altruista ya cubría con sus rayos a la ciudad de Posadas. « ¡Qué fue eso! » Exclamó con desasosiego. Su respiración se entrecortaba. Tomó la cámara para ver las fotos. Y cómo por una extraña fuerza de naturaleza, está no había captado nada. Sus dedos habían fallado en las horas más críticas de su carrera. Entonces ya no supo si aquello fue real, o producto de su paranoia por lo que había escuchado el día anterior. Pensando que toda la verdad de aquella mañana había quedado en el lente de la máquina.
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