17 [Editado]
Canción: Pray - Kodaline.
***
KARA
Salir de la preparatoria con un bebé en mi vientre no era lo que tenía planeado. Pensaba trabajar un año para ahorrar dinero suficiente y poder mudarme de ese lugar que mis padres llamaban hogar. No era un hogar; por lo menos no para mí. Se sentía más como una prisión, un conjunto de paredes que me encerraban y sofocaban, donde el peso de los reproches no me dejaba respirar ni vivir tranquila.
Tratar de ser una hija perfecta, aparentar ser parte de una familia ideal, era más presión de la que podía soportar. Siempre estaba escuchando órdenes; cómo debía caminar, sentarme, hablar y comportarme en general. Ni siquiera me sentía como una persona. Era más como una marioneta. Como una muñeca que mis padres hacían y movían a su antojo y manera. Estaba harta de eso, de respirar ese ambiente lleno de veneno e hipocresía.
¿Creen que la gente rica lo tiene todo? Pues no es así. La mayoría de las veces incluso se olvidan de que no son perfectos y fingen ante los demás. Mi madre fingía frente a sus supuestas amigas que no era una ebria, mi padre que no la engañaba con su secretaría, y yo... Bueno, yo fingía ser feliz y estar bien con todo. Pero todo tiene su límite. Llega un punto en el que tantas palabras y sentimientos reprimidos te rompen, y así como una presa, todo sale con fuerza desmedida y destroza todo a su paso. Puede que yo no haya destrozado vidas, puede que sí, pero lo que sé con seguridad es que herí a mucha gente. Observaba con placer cómo mis palabras se encajaban en ellos como cuchillos afilados; solo por un momento, por la más mínima fracción de segundo, me sentía feliz de no ser la única miserable; pero entonces, justo después de humillar a las personas, me sentía como la peor de las bazofias.
Estaba rota. Mi propia familia, quienes se suponían debían protegerme, cuidarme y velar por mí, fueron los responsables de ello. Cuando me miraba en el espejo no me reconocía. No... No tenía ni idea de quién era en realidad.
«¿Quién eres?», me preguntaba cuando miraba mis ojos azules. Me sentía como una caja de regalo. Muy bonita por fuera, llamativa, con colores alegres, pero me preguntaba qué había dentro. Nadie sabía con exactitud. Ni mis padres, ni mis amigos; ni Beck, mi novio, ni mis profesores. Nadie. Ni siquiera yo.
Pero, cosa extraña, cuando vi la prueba positiva diciéndome que efectivamente estaba embarazada, pude ver algo que me consoló. Fue como una luz, una brillante que me señalaba el final de mi vida sin sentido. Sería madre y tendría una razón por la cual seguir adelante. No me importaba que mis padres me gritaran y me amenazaran con cancelar mis tarjetas y quitarme el coche si no abortaba; no me interesaba que Beck fuera un chico inmaduro y que no estuviera preparado para tal responsabilidad; yo me encargaría sola de mi hijo o hija si era necesario.
A pesar de que la noticia modificó todos los planes que había tenido, me sentía por fin feliz; libre de una extraña manera. Fue algo bueno que Beck decidiera apoyarme, incluso cuando nuestros padres no estaban de acuerdo. Que éramos muy jóvenes, que no teníamos dinero, que éramos inmaduros... Esas eran algunas razones que nos daban para ni siquiera intentarlo. Que nuestra vida se iba a complicar... Bah, nada de eso me importaba en realidad. Solo quería seguir con esa aventura; porque eso era para mí. Una aventura con destino hacia mi felicidad.
Beck y yo nos mudamos a un pequeño departamento en un barrio muy feo, algo a lo que no estábamos acostumbrados, pero de igual manera nos fuimos adaptando con el tiempo. Conseguí un trabajo como camarera en un restaurante llamado Butner's, y Beck como velador. Su turno era en la noche por lo que casi no nos veíamos, pero no era como si me afectara mucho. Lo quería, pero no estaba enamorada de él, así como él no estaba enamorado de mí. Nos... entendíamos, supongo. Ambos de familias adineradas e hipócritas, fue así como nos conocimos; en una de sus reuniones donde presumían quién tenía lo más nuevo, lo más caro, o quién simplemente tenía más cosas.
Rápidamente congeniamos, pero nunca hubo ese... clic amoroso. Siempre fuimos más amigos que nada. Amigos que salieron durante dos años y tenían sexo y eran exclusivos, pero amigos, al fin y al cabo. Nunca se sintió de otra manera; por eso fue que no hubo todo ese drama adolescente de celos y bla, bla, bla.
Tal vez fue por eso que vivir juntos durante los nueve meses siguientes no fue tan extraño. Él me daba dinero para ir a ver al médico y me acompañaba a mis revisiones mensuales. Mi bebé era una niña, me dijeron en una de las últimas visitas. Por fin se había dejado ver y yo estaba muy contenta por ello. ¿Se parecería a mí o a él?, me preguntaba. ¿Rubia de ojos castaños o morena de ojos azules? Esperaba que se pareciera a Beck, ya que era muy apuesto; no podía negarlo.
Durante una noche de descanso, comencé a sentir las contracciones. ¡Dolían como la mierda, joder! Llamé a Beck como habíamos acordado, pero el imbécil de su jefe no lo dejó salir temprano. Me dijo que me enviaría un taxi, que no entrara en pánico, y que trataría de encontrarme en el hospital una vez que se desocupara. Le dije que se diera prisa y veinte minutos después ya me estaba subiendo a un taxi con mi maletita en la mano. Para haber sido dos jóvenes de dieciocho años, creo que hicimos todo de una manera muy madura. Habíamos planeado todo a la perfección e incluso hicimos planes de emergencia por si alguna cosa no salía como habíamos pensado en un principio; como lo de su maldito jefe de mierda.
Llegué al hospital y pasé ocho horas en trabajo de parto, sola. Totalmente sola. No estaba mi novio ni mis padres ni mis amigos. Ni siquiera una maldita enfermera. Solo a veces iba el doctor a checar mi estado de dilatación, apuntaba y luego se iba sin decirme nada. La pasé con los dientes apretados y las sábanas arrugadas en mis puños; pero a pesar del dolor me sentía inmensamente feliz.
¡Iba a ser mamá!
Extraño, ¿no? No estaba aterrorizada. Claro, tenía algo de miedo, pero no pensaba que traer un niño al mundo a mi edad me fuera a arruinar la vida. Solo... me sentía feliz. Algo que no hacía muy seguido en mi vida «privilegiada».
Cuando fue hora de todo el show, pedí que me medicaran para no sentir tanto dolor, y en un abrir y cerrar de ojos, tenía a mi niña entre mis brazos. Fue inevitable llorar de la emoción. Estaba feliz y asustada; estaba abrumada con tantos sentimientos... Esa pequeña cosita rosa con pelo negro era mía. Yo la había llevado en mi vientre por nueve meses y le había cantado. Había sentido sus pataditas cuando la llamaba y se encajaba en mis costillas cuando comía chocolate. Nunca supe si le gustaba demasiado o si no le gustaba para nada.
Pasé un día completo en el hospital y luego Beck llegó para llevarnos a casa. Él también se emocionó mucho cuando la vio, pero es que era perfecta. Era idéntica a mí, sin embargo, ella era perfecta. Sus padres estábamos orgullosos de poder haber hecho algo tan hermoso.
Recuerdo tenerla entre mis brazos, Beck recostado a mi lado, y llamarla por su nombre.
—Kayla... —susurré. Pensábamos que había estado dormida, pero entonces abrió los ojos y nos sonrió. ¡Nos sonrió! Era... Dios, era nuestra y haríamos lo que fuera para que lo tuviera todo. La amaba más que a mi propia vida. Esa sonrisa que nos dio me mostró que había hecho lo correcto al decidir quedarme con ella.
Solo un mes de incapacidad por maternidad me dieron, pero pronto tuve que volver a trabajar si queríamos llegar a fin de mes. Kayla se llevaba la mayor parte de nuestros ingresos, sin embargo, no nos pesaba nada. Éramos una familia. Una feliz que no fingía nada. Comencé a ver a Beck con otros ojos porque solo ver cómo trataba a nuestra hija me hacía inflar el pecho con orgullo; con amor y admiración. Podía verme con él durante el resto de nuestras vidas.
Un día en el que nuestros descansos coincidieron, cuando Kayla ya tenía casi dos meses y estaba dormida en su cuna, estábamos abrazados y hablamos sobre el matrimonio. No me sorprendió porque él era un buen muchacho y quería darle a nuestra hija una familia. Le dije que sí y planeamos hacerlo en un periodo de un año. Ambos estábamos realmente cansados, pero yo más que él. Me tocaba trabajar toda la mañana y tarde, y durante la noche atender a Kayla. Casi no dormía, y cuando lo hacía mi sueño era ligero para despertarme con rapidez si Kayla llegaba a necesitar algo.
***
Hoy me siento especialmente cansada. Le he llamado a Beck para recordarle sobre los pañales y la leche de la niña. Ya queda muy poca, por lo que tengo que darle pecho hasta que caigo dormida, incluso si se me entume el brazo; pero no me importa. Solo tenerla así cerca de mí, en ese vínculo tan estrecho entre madre e hija, me hace sentir como si pudiera hacerlo todo. Haría todo solo por ella; para ella. Cuando llego a mi edificio después del trabajo, toco la puerta de la Sra. Martha, la vecina que cuida de Kayla a veces cuando Beck no puede mientras yo trabajo, y le agradezco cuando la tomo entre mis brazos contenta de verme.
—¿Me has extrañado, mi vida? —le pregunto.
Sé que no puede contestarme todavía, pero igual me gusta escuchar los soniditos que hace. Sonrío y entro a nuestro hogar; pequeño pero acogedor. Kayla es mi vida y cada vez que la miro me recuerda que todo este cansancio vale la pena, por ella y solo por ella. La llevo a mi habitación y la recuesto sobre la cuna para poder darme una ducha rápida. Salgo envuelta en una toalla con dirección a la cocina, tomo un plátano y me lo devoro entero antes de que Kayla comience a llorar.
—¿Tienes hambre? —cuestiono estirándome para tomarla en mis brazos y llevarla conmigo a la cama.
Ella comienza a palmear mi pecho y me imagino que es su manera de decirme que sí. Me acuesto acomodándola a mi lado y comienzo a amamantarla. La miro cuando la tengo pegada a mí. Miro su cabello negro un poco rizado, sus párpados cerrados y su naricita respingona. Solo verla me llena de una ternura y amor infinitos. Nada se puede comparar al amor de una madre por sus hijos. Nada.
Comienzo a cantarle una canción de cuna mientras acaricio su cabecita y cierro los ojos un momento. Me siento tan cansada... Escucho los gorjeos que hace imitando la tonada de la canción y no puedo evitar pensar que es una niña muy inteligente. Algún día va a ser la perdición de los hombres; hermosa, inteligente y feliz. Me encargaré de que sea la niña más feliz.
No me doy cuenta de que me he quedado dormida hasta que una corriente de aire helado me hace estremecer y abrir los ojos. La noche ha caído de pronto y la habitación está sumida en completo silencio y oscuridad, así que estiro mi brazo para encender la lámpara y ver mejor a mi alrededor. Hay demasiado silencio y tengo un mal presentimiento acerca de esto.
Girando en busca de lo que sea que está poniéndome los pelos de punta, me encuentro con Kayla sumida en un tranquilo sueño. O eso es lo que creo en un principio, pero está demasiado... quieta. ¿Cuánto tiempo me he quedado dormida?
Su pechito no sube con las respiraciones, pero tal vez sea la luz que me juega una mala pasada. Eso me digo una y otra vez cuando, por miedo, me rehúso a acercarme.
Estoy así alrededor de cinco minutos solo observándola, imaginando que se encuentra profundamente dormida, hasta que estiro mi brazo para peinarla un poco. Acomodo su cabello con mis dedos y de repente comienzo a temblar sin control. Empiezo a sacudirme al darme cuenta de que su piel ya no es tan cálida. Un peso se instala en mi pecho y hace que me sea imposible respirar.
«No, no, por favor. Esto no puede estar pasando».
Controlando mis temblores y el picor tras mis ojos, bajo mi rostro hasta su cuerpo y me doy cuenta de lo que ya estaba imaginando. No respira.
Un desgarrador sonido inunda la habitación y tardo bastante en darme cuenta de que soy yo quien grita; soy yo quien está sollozando y gritando como loca.
«Estoy soñando», me digo una y otra vez. «Esto es un maldito sueño y en cualquier momento me voy a despertar». Sí, sé que voy a despertar entre los brazos de Beck y miraremos al techo unos segundos antes de que Kayla comience a quejarse de que tiene hambre. Ambos sonreiremos y estas lágrimas que surcan mi rostro desaparecerán. Me dará un beso y me dirá que Kayla y yo somos su vida entera. Me va a abrazar y prometer que nada nos va a separar. Él no va a abandonarme. Kayla está viva. Ella está viva y yo solo...
Me derrumbo sobre mis rodillas y hundo mi cabeza entre mis manos gritando. Escucho golpes en la puerta y los ignoro. Esto no es real. No. No es real. No maté a mi hija, no. No lo hice. Ella está durmiendo y esto es una maldita pesadilla de mierda.
Escucho la puerta abrirse con un golpe y luego a varia gente entrando, pisadas acercándose, pero no me levanto. Sigo tratando de despertar de este sueño; de este mundo ficticio creado solo por mi retorcida mente.
***
¿Alguna vez te has sentido como que ya no tienes nada por lo que vivir? Bueno, yo sí lo sentí. Sentí que merecía morir porque todo era oscuro en mi interior. Fue como si el sol de repente se apagara; como si todo perdiera su sabor, su color y su olor; su sentido de ser y estar. Me sentía muerta, pero para mi mala suerte no lo estaba.
Los días siguientes a la muerte de mi bebé los pasé hundida en un dolor tan fuerte, tan profundo, que ni siquiera podía exteriorizarlo. No lloraba despierta, pero en la noche las pesadillas me hacían su víctima y despertaba gritando con ríos corriendo por mis sienes y el brazo protector de Beck rodeándome, palabras de consuelo murmuradas contra mi sien. Él era el único pilar que me sostenía para no hundirme en la locura.
El funeral... Dios, fue lo peor del mundo. Solo éramos nosotros dos. Beck y yo. Miramos con impotencia cómo bajaban su ataúd a la tierra y luego observé a Beck desmoronarse frente a mí. Cayó de rodillas sobre la tierra cuando estas no pudieron soportarlo más. Lloró y gritó por la injusticia; lloró como nunca lo había visto hacerlo y luego me apuntó con su dedo tembloroso, juzgándome, culpándome... odiándome.
—¡La mataste! —gritó, sin darse cuenta de que acababa de dispararme con esa afirmación—. ¡Mataste a nuestra hija, Kara! Nunca te voy a perdonar por esto, ¿entiendes? ¡Nunca! Me quitaste lo que más quería en la vida, lo más importante...
Fueron las últimas palabras que me dirigió y eso bastó para terminar de matarme. A pesar de que los doctores informaron que había sido muerte de cuna y yo trataba en el fondo de convencerme de que no era mi culpa, siempre volvía a eso; a culparme. Era inevitable hacerlo. Pensar que si hubiera permanecido despierta todo habría sido diferente...
No falta decir que después de eso Beck y yo nos separamos. Me dijo que no podía siquiera soportar verme, y lo comprendía; ni siquiera yo podía verme en el espejo sin pensar en ella. Éramos idénticas. Yo... Era mirarme en el espejo y recordar su dulce sonrisita; sus brazos y piernitas rechonchas agitarse cuando me escuchaba cantar. Era recordar que la maté y que, si mi vida había sido miserable antes, ahora era peor porque ya no quería continuar con ella; no quería seguir sin Kayla. Si antes había querido salir adelante y perseverar, ahora ya no le veía sentido.
¿Qué razones tenía? Nadie siquiera se preocupaba por mí.
Regresé con mis padres con la esperanza de encontrar algo de consuelo en ellos, sin embargo, salieron con sus «te lo dije» y sermones acerca de las consecuencias de ser una madre inmadura e irresponsable. No debió de haberme sorprendido tanto, pero lo hizo. ¿No entendían que estaba destrozada, deshecha, rota? ¿Por qué no podían solamente consolarme, decirme que todo estaría bien? Fácil. Porque mis padres nunca habían sido así. A veces me preguntaba si no eran simplemente robots, porque eso explicaría toda su falta de emociones y empatía.
Cuando llegó el día de su primer cumpleaños, el de Kayla; me hundí más en mi hoyo de dolor. Recuerdo que ese día tomé las llaves de mi antiguo coche, me dirigí a una farmacia y pedí unas medicinas sin receta. Compré cinco cajas y una botella de licor. La cajera no pareció sospechar nada, o era solo que no le interesaba lo que hiciera con mi vida. Llegué de nuevo a casa, me tomé media botella de alcohol y luego rompí a llorar sin pudor. Mis padres no me querían, mis supuestas amigas me habían dado la espalda y Beck... Él me había abandonado cuando más lo necesité. La única persona que se había mostrado completamente feliz de verme alguna vez, estaba muerta por mi culpa.
Con ella en mente abrí las cajas, vacié todas las pastillas y decidida me metí un puño a la boca. Le di un trago a la botella y me recosté sobre la cama. Sonreí cuando comencé a sentirme oscura y vacía; un alma flotante. Pronto me reuniría con ella. Cerré los ojos con la esperanza de que pronto el dolor acabaría.
Cuando elevé los párpados de nuevo, me encontraba en una habitación blanca, en el hospital. Y, para nada extraño, me encontraba sola. Duré ahí cuatro días en observación y mis padres nunca se molestaron en visitarme. Tiempo después me enteré de que se habían ido de viaje a Nueva York con sus amigos. No fueron ellos quienes me encontraron, sino una chica del servicio.
«¿Nuestra hija quiso matarse porque perdió a su bebé? Seguro que son problemas de adolescentes, nada grave».
No me sorprendía eso, pero sí me sorprendí del rumbo que había tomado mi vida; del camino por el que me estaba llevando. Valorarme tan poco que quise dejar de existir. El último día en el hospital decidí que debía levantarme y seguir caminando, que iba a avanzar sin ver atrás. Por mí, por Kayla, porque mi vida ahora no podía ser peor. Les conté a mis padres que me iba de nuevo; que iba a estudiar, pero ellos no me tomaron en serio. Dijeron que no me iban a apoyar, no obstante, no me importó. De igual manera, estando en su casa me encontraba sola y sin su apoyo.
Comencé a trabajar de nuevo en Butner's y el personal se mostró amable conmigo. Al parecer comprendían mi situación. Bueno, no la comprendían, pero sabían que pasaba por una situación difícil así que no me pusieron trabas para regresar a mi antiguo puesto.
Un día, Reil entró por esas puertas, me vio y me ofreció ser su modelo. Dije que sí. Y desde ahí todo comenzó a mejorar. Ahorré dinero, renté un departamento y entré a la universidad, donde me había reencontrado con un hombre que me hacía recordar mi pasado; uno que me hacía sentir como la basura que fui hace tantos años con solo una mirada. Un hombre increíblemente bien parecido, dulce y atento. Uno que me hacía querer ser mejor; que me hacía sentir viva de nuevo.
Un hombre del que ya estaba comenzando a enamorarme con fuerza.
Pero él no me conocía en absoluto. No sabía lo que había hecho, que no merecía ser feliz. Sin embargo, pronto lo sabría y, como todos, me daría la espalda. Por eso era mejor comenzar a alejarme yo. No necesitaba volver a hundirme y él era capaz de eso. Cuando se diera cuenta de que yo era poca cosa para él, me abandonaría y yo volvería a mi oscuridad. Y lo peor era que esta vez no sabría cómo salir adelante.
No querría salir adelante.
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