5
Dos días habían pasado desde el incidente en el restaurante. Sabía que Baekhyun estaba mucho mejor y que la pierna no le causaba molestia alguna al andar que fuera permanente. Por una gran fortuna, el corte no le perforó ninguna arteria y solo fue superficial. Eso no lo podía decir de mi hombro.
Esa mañana en medio del desayuno y mientras esperaba a Jongin, tomaba un café amargo con un poco de crema dulce arriba. Ese gusto lo adquirí en Paris durante un viaje pequeño que hice el año pasado. Aunque los franceses tomaban un chocolate semidulce con esa crema dulce, lo que lo volvía incomible para mí, yo lo mezclé con café amargo y se volvió una adicción. Nada podía dañar ese sabor, excepto el recuerdo de Baekhyun enojado conmigo.
Él había llorado mucho cuando fui a verlo al hospital luego de que me revisaran el hombro. Su dolor había sido una bala que no había estado listo para recibir. Verlo despedazado por dentro me recordó lo poco que me gustaba ser el causante. En ese momento, solo por un segundo, me arrepentí de todo el daño que le hice, y luego recordé que Baekhyun no merecía sufrir el mismo destino que yo. Ni en el nombre del amor.
Un par de pasos en la sala me agriaron el café. A veces ver a Jongin no significaba buenas noticias, sino todo lo contrario. Su cara, por lo menos, decía que no tenía nada gratificante por decir.
—¿Qué averiguaste?
—Sabemos quiénes los atacaron. Los dragones negros.
Fruncí las cejas.
—¿Quiénes?
—Una pandilla asentada en Seúl, tienen algunos años, pero no han logrado mantener su territorio mucho tiempo.
Una pandilla. Claro que ese nombre tan corriente debía pertenecerles a unos simples matones de barrio.
—Creí haberte dicho que los quería en el sótano para entretenerme —le recordé, tomando un sorbo de café caliente.
—Eso no podrá ser.
—¿Por qué no? —mascullé, conteniendo mi molestia. Odiaba tener que sacarle la información con una cuchara.
Jongin parecía muy inteligente, pero a veces era más lento que una tortuga.
—Están todos muertos.
Me detuve y apreté la taza en mis manos. De pronto, el sabor de ese café con crema no fue tan delicioso. Miré a Jongin con fijeza y, por lo que supuse, eso lo puso muy tenso. Él sabía que me estaba haciendo enfadar.
Tomó el control de la televisión y la encendió. Si creía ese inepto que poniendo algún programa bobo me tranquilizaría, no me conocía en absoluto. Lo mataría antes de que tuviera la oportunidad de subir el volumen.
—Explícate —demandé.
Contra su buen juicio, el canal de noticias sonó con fuerza. ¡Joder! Jongin estaba empezando a moler mi paciencia, lo poco que tenía.
—Ayer en la noche la policía de Seúl recibió la alerta de un atentado cometido en una bodega abandonada a las afueras de la urbe —señaló la presentadora—. Lee Joon tiene un informe.
Tomé un respiro. Jongin sería menos útil si estaba muerto.
—Una pareja que salía de la ciudad hacia su propiedad se encontró con la escena. La bodega había sido incendiada, por lo que dieron avisa a las autoridades. Al llegar la policía y el cuerpo de bomberos constataron que siete personas, hombres de entre dieciséis y veinte y siete años, habían sido acribillados.
Las imágenes mostraron ese viejo almacén envuelto en cenizas, personal de los bomberos y policía. Esa noticia no me complació.
—Alrededor de treinta restos balísticos se encontraron en la escena. Aparentemente fueron atacados por una banda o mafia más poderosa en la zona.
Sí, pero no había sido una casualidad.
Con el control apagué la televisión y regresé mi atención a Jongin.
—Esa pandilla, según supimos, había estado trabajando con algunas bandas más grandes y con una que otra mafia.
—Un paso muy inteligente —pensé en voz alta—. Quien está detrás del ataque al restaurante se está tomando muchas molestias para que no lo encontremos. Incluso cuando el ataque fue una advertencia sin remitente.
—Sí. Nadie fuera de su pandilla sabía quién los contrató para dispararte.
—Y el secreto muere con ellos —resolví.
Debía admitir que era una técnica extremadamente buena. Acabar con un siervo sin importancia para cubrir tu rastro. Incluso cuando mi atacante sabría que yo lo adivinaría, lo que más les importaba, al parecer, era no ser descubiertos mientras tanto.
Pero querían que yo sepa que estaban tras de mí.
—Debiste dar con ellos mucho antes.
—Fue difícil porque cuando logramos dar con su ubicación, supimos que estaban muertos.
—¿Y no pudiste averiguar nada más? ¿Con quienes trabajaba?
—Los chinos, eran la mafia más grande que solía emplearlos como sicarios.
Aunque no tenía una alianza firmada con los chinos, y nuestra relación no era la mejor, estábamos en paz por lo que dudaba que fueran ellos los responsables.
—Es un callejón sin salida, ¿cierto?
—Lamentablemente sí. Continuaremos indagando, pero no puedo hacer mucho.
—Tienes que hacer lo imposible para averiguarlo. Si alguien se tomó tantas molestias y no apuntó a matarme, es porque espera hacerlo en persona. No me gustan las sorpresas.
***
Por la tarde fui a la oficina. Park Navy era mi tapada para lavar dinero, desde que la empresa de mi hermano había quedado en bancarrota y en la mira de la fiscalía. Y desde ahí podía tener reuniones también con mis socios.
Habíamos recibido el último cargamento de cocaína desde Europa, de los italianos, y un jugoso contrato para distribuirlo con los dealers de la región estaría por llegar.
Salí del edificio cerca de las cuatro de la tarde, una vez que el agobio pudo más conmigo de lo que la mera fuerza de voluntad. Las calles de Seúl eran muy concurridas a pesar del frío, y eso sí que era molesto cuando tenías a personas agolpándose en las esquinas y corriendo a las estaciones de tren. En Rusia era un poco diferente, aunque las personas sí se alocaban en las calles, el frío las hacía más inteligentes y ágiles para moverse y desaparecer.
Saqué un cigarrillo y lo encendí. Eso me brindó algo de calor reconfortante mientras más me alejaba de las calles populosas y entraba en esos circuitos agrestes donde las personas escaseaban.
Me dirigí hacia el pequeño parque donde unas fuertes luces iluminaban cada recoveco. Me senté en la banca de madera y solté el humo del cigarro.
—Bueno, ¿ustedes van a salir a decir hola o se quedarán siguiéndome toda la tarde? —pregunté con dureza.
Escuché sus pasos romper contra la hierba a medida que se me acercaban. Uno de ellos se quedó atrás, y el otro se posó frente a mí. Era alto, moreno y de cabello muy oscuro, pero sus rasgos alargados no me dijeron mucho de para quién trabajaban. Quizás eran bufones de aquel que estaba jugando conmigo.
—¿Quiénes son?
—El jefe quiere verte —masculló.
—Una invitación poco cortés.
Porque desde lejos se notaba que no podía declinarla.
—Tienes cuentas que pagar.
—Me temo que no estoy interesado en reunirme con nadie —suspiré poniéndome en pie—. No pierdo mi tiempo en estas tonterías. Si tu jefe quiere verme, que venga a mi despacho.
El crujido de un seguro siendo retirado debió suponer algo para mí, o al menos era algo para la mayoría de personas. Ambos me apuntaron con sus armas lo que resultó poco impresionante.
—No era una invitación.
—Deberían guardar eso —señalé—, a esta hora suelen pasar muchas patrullas.
Sentí un duro golpe en la cabeza antes de desmayarme.
***
Una habitación iluminada con una hilera de luces. Era una bodega de armas, por las que veía cuidadosamente catalogadas en las paredes junto a las municiones. Mis ojos tardaron en acostumbrarse al brillo, pero cuando lo logré, vi a los japoneses muy enfurruñados. Estaba Toshi, el hijo del jefe de los yakuzas, junto a varios de sus hombres, algunos de los cuales tenían muchas vendas en el cuerpo.
Mi brazo herido ya no estaba sujeto por el cabestrillo y la herida la sentí húmeda. El doctor me mataría por esto.
—Creí que éramos amigos —tosí con ligereza.
Estaba atado a una silla, y por el dolor en mis costillas, los matones que enviaron por mí se divirtieron jugando futbol con mis huesos.
—Los amigos no se traicionan.
—... Me temo que no comprendo.
Toshi torció los labios y apretó el arma en su mano. Jum, creo que lo había enfadado más. Se acercó en dos retumbantes zancadas para golpearme con el puño cerrado la mandíbula.
—Esto es por mi padre, hijo de puta.
—Tu padre... ¿Qué diablos está pasando? —pregunté al fin, cansado del juego absurdo en el que nos habíamos metido.
—¿No te acuerdas? Creo que ignoras muy bien lo que te conviene.
—No tengo idea de lo que me hablas.
—Yo te haré recordar —farfulló y un nuevo golpe llegó sobre mi pómulo—. Anoche enviaste a tus perros a matarnos. Toda mi jodida casa está en escombros. ¡Mataste a mi padre y a mi hermana! Y te atreviste a explotar nuestras bodegas para dejar tu sello.
Otro golpe, esta vez en mi estómago, me hizo retorcer y escupir sangre. Un nuevo dolor en mis costillas bajas me hizo sisear. Uno de sus matones me acertó un golpe en la cabeza con un bate, no lo suficientemente duro como para dejarme inconsciente, pero que me dejó aturdido por largos minutos. Mis ojos casi no pudieron enfocar correctamente después.
—Yo no... no hice.
Mi voz murió con un nuevo golpe en la boca de mi estómago, tan fuerte que casi tira la silla para atrás.
—¡Maldito mentiroso! ¡Se valiente y admite lo que hiciste!
Me escupió en la cara bajo una mueca de repudio vivo. Vi el infierno arder en sus ojos y eso me hizo callar. Siendo otra la situación, le hubiera dicho que les tenía un terrible asco a los gérmenes. Ya no importaba, por mucho que su acto me haya causado repelús.
—Y vas a pagarlo ahora.
—No hice nada —conseguí decir, aunque ellos no me creyeran ni media palabra—. Ni si quiera sé de lo que me hablas.
—Imbécil.
Me lanzó un par de fotografías al regazo y con la mirada algo desenfocada las vi.
Su bodega del puerto en llamas, y en la fachada estaba marcado con un camino de fuego la letra S. Y sí, esa era una forma de enviar mensajes que tenía la mafia de mi familia. Las Serpientes eran un símbolo adoptado por mi abuelo para amedrentar a sus enemigos y demarcar el territorio. Todos lo sabían y la reconocían.
Maldito infierno ardiente.
Eso se veía muy mal para mí.
—No lo hice —volví a decir, pero yo mismo sabía que mi palabra no tenía peso alguno—. Lo juro.
—No creo en tu puta palabra.
—Tenemos un pacto, ¿por qué iba a romperlo?
Él refunfuñó y se alejó camino hacia la mesa. Ahí estaban asentadas varias pistolas las cuales él empezó a ver.
No quería jugar a la ruleta rusa con ese loco, no cuando en Rusia era un juego para pasar el rato en cada bar en el que entré.
—Tu padre y yo firmamos un acuerdo de paz donde dice que, si uno de los dos muere, habrá guerra. Nos prometimos mutua protección.
—¡No hables de mi padre! —gritó, dándose vuelta y apuntándome con un arma—. No pronuncies su nombre.
» Sí, ese acuerdo dice muchas cosas que no cumpliste. Mandaste matarnos sin creer que alguno de nosotros sobreviviría para hacer valer esas palabras. Así que habrá guerra, hijo de perra, te lo aseguro.
Y yo no podía probar que no lo había hecho. Lo que me preocupaba en realidad era quién se estaba haciendo pasar por mí y porqué. Crearme problemas con mis aliados me debilitaría y beneficiaría a cualquiera que quisiera mi territorio.
—No voy a matarte ahora —me dijo, mas su rostro sombrío mostraba una mueca todavía más aterradora, una sonrisa helada—. Creo que lo mejor de la cacería es corretear a tu presa hasta acorralarla y luego despedazarla.
» Voy a jugar tu juego, Park, en nombre de mi padre —me aseguró—. No sabes lo que te espera... ¡Ni si quiera te quedarán aliados! Entonces iré por ti, bastardo.
Con una navaja en su mano, habiendo reemplazado el revólver, y haciéndola danzar entre sus dedos, me dijo en tono bufón:
—Quizás te quite a los tuyos también. Creo recordar que hace tiempo pediste ayuda a mi padre para proteger a tu chico... ¿Su nombre era Baekhyun? Podría hacerle una visita.
—¡No te metas con él, hijo de puta! Actúa como un hombre. Esto es entre tú y yo.
—No lo hiciste entre tú y yo. Mataste a mis hermanas, así que yo te voy a quitar hasta la última persona que quieras —sonrió y la navaja me rozó el cuello—. Si tu chico me gusta, me lo follaré, ¡puede que incluso frente a ti!
—¡Jodido imbécil! Estás empezando una guerra que no vas a ganar. Y si llegas a tocarlo, te llevaré al infierno para torturarte.
El se retorció en una macabra risa que me heló los huesos.
—Entonces cuídalo, porque voy a tenerlo.
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