Capítulo 17
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«Abandona el ejército. No permitiré que corras la misma suerte que tu padre». (Telegrama de Isobel Weir a su hija, Rhona Greer, 4/4/2003).
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lE bmoher se le cúoni malnia uqe zepartio dso cesev nco al samim dipare.
Palabras. Flotaban en la mente de Sirhan, vagas y certeras, débiles y fuertes, y revelaban una verdad suicida.
Paredes. Paredes blancas que pronto se teñirían de rojo; paredes blancas que incitaban a hablar, a sembrar caos y confusión.
Sirhan firmaba su sentencia de muerte con un pequeño papel y una cantidad generosa de cinta adhesiva. Tenía setenta y dos horas para decidir si se abriría la frente con un balazo o si incumpliría una promesa. Condenarse a morir o condenarse a matar. Ser lobo o ser cordero.
Ser cordero.
C o r
d e
r o
C
L
o
r
b
d
e
o
r
o
L
o
b
o
L o b o.
L o b o.
LOBO.
Ser lobo.
—El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra —leyó en voz alta, incapaz de ocultar una sonrisa que revelaba sus malas intenciones.
—¡Qué alegría de verte! ¿Qué cuentas, Sir? Estuviste desaparecido todo este tiempo.
Aunque sus palabras eran un poco duras, Stone estaba en lo cierto: hacía ocho días que Sirhan solo daba señales de vida a través de mensajes de texto y se limitaba a rechazar una cita tras otra. Doron y Stone necesitaban una charla cara a cara y no había mejor modo de agarrar a Sirhan con los ánimos altos que después de haber clasificado a la final del domingo.
Lo cierto era que, mientras algunas relaciones se derrumbaban, otras iban viento en popa. Desde que Stone había conseguido trabajo, las tensiones entre los hermanos se habían disipado y, por primera vez desde que Sirhan lo conocía, la sonrisa parecía ser una constante en el rostro de Doron. Estaba orgulloso de su hermano menor y no se preocupaba en disimularlo.
—Lo siento, he estado muy ocupado con los entrenamientos y apenas tuve tiempo para hacer algo más —dijo Sirhan—. De a poco comienzo a ganarme la confianza de los apostadores y mi patrocinador.
—¿Sigues con Boyd? —preguntó Doron.
—Ted Webstern me hizo una oferta, pero la rechacé. Se apareció en los vestuarios y se montó un verdadero espectáculo. La verdad, no me dio muy buena espina.
—¿Y sabes hasta cuándo compartirás entrenador con Wyatt? Como verás, no es lo más habitual aquí.
—Por ahora, no hemos tenido grandes inconvenientes.
Se detuvieron frente a uno de los bares favoritos de Sirhan. El letrero anunciaba que habría música en vivo y más de cien personas estaban sentadas frente al escenario, ansiosas por escuchar algo que no fueran las nauseabundas marchas del gobierno que sonaban en Radio Carón.
A juzgar por el afiche promocional, la banda prometía ser cultora del rock nacional de los años diez, veinte a lo sumo. Cuando Inglaterra todavía era Inglaterra. De allí el éxito clandestino de los England Rockets quienes —además de brindar un concierto espectacular— completaban la experiencia con una atención para clientes calentones después de medianoche.
—¿En qué puedo servirles? —los sorprendió el mozo.
—Tres platos de espaguetis, por favor —respondió Doron y el mesero se perdió en la cocina.
—¡Atención, por favor! —dijo de pronto el encargado—. Me informan que la banda está retrasada y que comenzarán a tocar alrededor de las nueve. No se preocupen, podrán quedarse hasta el final aunque hayan terminado de comer.
En el pasado, los siempre puntuales ingleses habrían hecho un verdadero escándalo y solicitado un reembolso, pero nadie se puso de pie ni protestó. Ahora, eran escoceses y se comportaban como escoceses.
—Ya para, hermano —lo reprendió Doron al ver que Stone no paraba de echarle queso a la comida—. El queso de rallar es psicológico.
—Acabo de oír a los de la mesa de al lado y dicen que estos se saben un par de Imagine Dragons. —Stone ignoró la reprimenda de su hermano y continuó con la mano en la quesera—. Apuesto a que no podrán sacar a Day Reynolds.
—Ni a Anthony Keidis —agregó Sirhan.
—Con tanto electro-pop, a veces es bueno un cambio de aires —intervino Doron, quien ya se había resignado a detener a su hermano—. Buena música.
Por fortuna, los England Rockets llegaron unos minutos antes de lo esperado y evitaron una posible discusión. Eran cuatro —vocalista, bajista, baterista y guitarrista— y llevaban los instrumentos en mano y un peinado de los años diez. No tenían pinta de ser demasiado talentosos, pero aun así fueron recibidos con ovaciones y vasos en alto. El público estaba tan drogado como ellos.
El cantante saludó a la multitud con una mano cornuda y la lengua afuera y el público le regresó el malocchio. Incluso Doron, que no se sentía tan a gusto con las invocaciones demoníacas del rock, bajó la guardia y se sumó al saludo.
Cuando los primeros acordes de Something Just Like This sonaron, los fanáticos enloquecieron. Británicas desde la cuna, las canciones de Coldplay y muchas otras bandas sobrevivían en la clandestinidad, en los bares de mala muerte que eran frecuentados por miles de personas en el desarraigo.
Más pronto de lo esperado, el bar se convirtió en una sola voz, una voz distorsionada por el alcohol y otros vicios. Algunos cantaban a todo volumen sin temor a las consecuencias; otros, como Doron, apenas despegaban los labios y se limitaban a escuchar. Reprimidos y censurados, escapaban de la realidad como si estuvieran en un campo minado.
Siento, que esta noche perdimos,
sangre y sangre ha caído.
La batalla final.
Las canciones en español tenían la capacidad de hipnotizar a Sirhan. El idioma le resultaba muy sonoro, certero y demasiado amplio como para comprenderlo por completo, pero disfrutaba escuchar a los nativos hablarlo con tanta facilidad. Su madre le había enseñado ciertas frases con las que podría defenderse, mal que mal, en algún viaje por España o los Estados Confederados. Había alcanzado un acento aceptable y le resultaba cómico el modo en que los británicos pronunciaban la r o la ll. «Sin dudas, los England Rockets no son imitadores de Patricio Sardelli» pensó, divertido.
Esta noche, voy perdido,
en un camino sin fin.
El destino me tendió una trampa,
se ríe de mí.
Esta noche voy sin rumbo
a un lugar que prometí,
a encontrarme con mi sombra,
con la vida que perdí, perdí.
Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí. Perdí.
Voy sin rumbo.
A encontrarme con mi sombra.
Esta noche.
Sí, esta noche.
—Intrusos.
En efecto, había intrusos. Un vehículo estacionado en la esquina contraria era sinónimo de problemas pero, aun así, Sirhan decidió acercarse. Refugiado del violento viento sur con las solapas de su sobretodo, aprovechó para camuflarse en la noche y avanzó por la vereda del frente.
Activaba y desactivaba el mecanismo de la navaja italiana y comenzaba a sentir el temblor de sus dedos alrededor del mango. Estaba cada vez más cerca. ¿Acaso Jim lo esperaba detrás de los vidrios polarizados, ansioso por contraatacar? ¿O quizá Ezra lo vigilaba desde la distancia, refugiado en un Mercedes robado, al mejor estilo Brady Hartsfield? Solo había un modo de saberlo.
Cruzó la calle sin casi mirar, con la mente y el cuerpo alertas a cualquier peligro. A medida que avanzaba, una placa se escapaba de sus labios y se repetía sin cesar.
AF20 ADP.
Se detuvo. Forzó la vista y comprobó que no se trataba de un vehículo sino de dos, de dos Tucson negros de los años veinte que estaban estacionados uno delante del otro. A juzgar por sus patentes correlativas, habían sido comprados en serie y encomendados a algún cuerpo especial. Sirhan se pegó al vidrio polarizado y escrutó cada auto un momento. Nada, nadie.
—Si el enemigo no está dentro, es porque está fuera —concluyó.
Sirhan decidió regresar al parque para evitar incidentes. Se adentró en la oscuridad, navaja en mano, y tomó el sendero principal. El corazón le latía más de la cuenta y sus sentidos estaban más alertas que nunca. No lo atraparían si él podía evitarlo.
De pronto, las puertas del galpón se abrieron con un estruendo, y Sirhan se arrojó al piso. Un joven bañado en sangre salió disparado por el sendero principal y se perdió en la oscuridad. Iba descalzo, pero corría sobre las espinas como si nada pudiera detenerlo. Estaba desesperado.
—¡La puta madre, se nos escapa!
Tres ases comenzaron a correr detrás del muchacho, con sus tradicionales fusiles de asalto. Decenas de disparos cruzaron el aire y un balazo perforó la ventanilla de uno de los Tucson e hizo que la alarma sonara. Los oficiales enloquecieron.
—¡Apaga la alarma, Hassan!
—¿Qué haga qué? —preguntó el tal Hassan, confundido.
—Que apagues la alarma, mierda —le dijo el otro mientras le arrebataba la llave y la desactivaba.
Mr. Sangre había aprovechado la oportunidad para sacarles ventaja, pero los oficiales no dieron el brazo a torcer. Alcanzaron el Tucson sano y avanzaron a toda velocidad por la calle Greer. Encontrarían al fugitivo y lo traerían de vuelta. Vivo o muerto.
Sirhan no sabía cuánto tardarían en atraparlo, pero supuso que no tenía mucho tiempo. Sin pensarlo dos veces, se puso de pie y rodeó el galpón por detrás. «Mira y respira. Mira y respira», se recordó.
El sitio estaba calmo y no había indicios de presencia humana. Mejor así. Sirhan exploró los muros con cautela y no tardó en encontrar una mancha negra: Ezra había pasado por el parque en la madrugada y había escrito la última pregunta. La pregunta definitiva.
Un detalle atrajo su atención: pese a que los Ases habían estado demasiado activos toda la tarde, nadie había tapado las palabras de Ezra con pintura blanca. Como si quisieran asegurarse de que Sirhan las leyera antes de borrarlas. «Están demasiado misteriosos esta tarde», pensó Sirhan y se prometió investigar.
Fijó la vista e intentó leer la pregunta, pero la luna nueva y la noche nublada lo hicieron imposible. Encendió la linterna de su teléfono y siguió el rastro de pintura. Un vistazo bastó para que el celular escapara de sus manos y se perdiera entre las matas. El corazón de Sirhan recuperó su galope habitual y su cuerpo se preparó para defenderse. O para atacar. La pregunta de Ezra no presagiaba nada bueno.
—¿Y si deseara tropezar una tercera vez tendría que dirigirme al E457 2C?
Sirhan metió la mano en el bolsillo de su sobretodo e imaginó que tomaba un arma. Llevó los dedos mayor, índice y pulgar al medio de la frente y disparó. Como era de esperarse, no sintió nada. Era un juego de niños.
Separó su mano del entrecejo, apuntó hacia la pared y volvió a disparar. Tampoco obtuvo respuestas. Pero su mente comenzaba a idear un plan, un plan que solo podría implementarse una vez: el día final.
Observó su mano y regresó los dedos a la posición habitual. Suspiró. Guiado por la luz de la linterna, recogió el teléfono y se apresuró a apagarlo para no levantar sospechas. Ahora necesitaba pensar.
Estaba preocupado. No sabía quiénes habían leído el mensaje durante todo ese tiempo, y cualquiera con medio cerebro podría identificarlo en cuestión de minutos. Incluso Jim podría descubrirlo, confirmar que no era el jovencito asustado que había creído y condenarlo a Dios supiera qué por vandalizar la propiedad de los Ases. Un final trágico que no estaba dispuesto a aceptar.
Podría hacerse pasar por el ser misterioso y tapar la pregunta con pintura blanca antes de que fuera demasiado tarde. Pero eso confirmaría las sospechas de Ezra y llamaría la atención de los hombres de blanco. «¿Quién pintó las paredes sin nuestro permiso?» se preguntarían. Y la respuesta sería obvia: «El joven del edificio E457 2C». Una vez más, detención y tortura; detención y tortura.
Su única alternativa era seguir el juego hasta las últimas consecuencias. Y eso hizo. Sin pensarlo dos veces, Sirhan perdió su mano en el bolsillo del pantalón, tomó el aerosol y lo agitó con determinación. Repasó la respuesta en su mente para asegurarse de que no quedaran cabos sueltos, apretó la válvula y comenzó a escribir.
Deslizó la pintura con calma y el pulso firme y sintió que el final se acercaba a pasos agigantados. Y sonrió. Sirhan no dejaba de sonreír mientras imaginaba el día definitivo.
—Nuestra tercera y última cita fue fijada de antemano —leyó, satisfecho—. Ya sabes cuándo y dónde.
Ya sabes cuándo y dónde.
Y con quién.
Ezra ya sabe con quién.
Sirenas. Gritos. Balas. Muerte. «Un panorama peculiar para un jueves por la madrugada», pensó Sirhan, mientras se asomaba por la ventana y observaba una batalla campal entre Gendarmería y un pequeño grupo de rebeldes. Las calles estaban inhóspitas a raíz del tiroteo y las camionetas de los oficiales dejaban atrás un reguero de sangre.
Las sirenas se aguzaron cada vez más y torturaron a los ciudadanos, y no hubo nadie capaz de dormir con semejante alboroto. Algunos muchachos recién levantados se asomaron por los balcones para alentar a los valientes que enfrentaban a los gendarmes. A los bobbies, los verdes, los osos, los pollas, la Battenburg, los Bizzies, los Buck Rogers.
Se auguraba algo grande, no por nada el gobierno había ordenado plagar el desarraigo de verdes. Por lo general, se trataba de un comunicado imperial, de un mensaje esperanzador y progresista o de una nueva resolución que los enjaulaba aún más. La avalancha de fuck you, sons of a bitch, dickheads y motherfuckers demostraba que los detestaban con toda su alma.
Gendarmería avanzó por la avenida principal a fuerza de disparos y arrasó con todo a su paso. Las sirenas apenas opacaban los gemidos de dolor y los cadáveres decoraban las aceras. La carnicería estaba en su apogeo.
Cuando la camioneta giró en una de las esquinas, un nuevo grupo de rebeldes los sorprendió con decenas de bombas caseras que resultaron ser más eficaces de lo esperado y dejaron un saldo de dos muertos y diez heridos. La multitud estalló en vítores.
—¡Se lo merecen! ¡Que se mueran todos, hijos de puta!
—¡Púdranse en el infierno, mierdas!
—¡Díganle a Su Majestad que no nos toque las pelotas!
Una llamada obligó a Sirhan a despegar el rostro de la ventana y volver en sí. Acababa de ver cómo los gendarmes habían masacrado a un chico de su edad para luego atropellarlo y no estaba preparado para levantar el teléfono. Necesitaba una pausa.
Respiró profundo una, dos y tres veces. Tenía miedo. Avanzó hacia el teléfono mientras oía la interminable masacre de fondo. Atendió. Era Boyd.
Sin embargo, el sonido ambiental no le permitió oír nada. Se refugió en su habitación, se tapó el oído izquierdo y marcó el número de su jefe. Esta vez, lo escuchó con claridad.
—Hola, Boyd. ¿Qué hay de nuevo?
—Hola, campeón. Hoy entrenaremos por la tarde. Como habrás notado, hoy hay un comunicado imperial.
—Sutil forma de anunciarlo, ¿no crees? Me ha despertado una balacera. ¿Sabes de qué se trata?
—Esta tarde a las cinco, ¿te parece bien? —Boyd evadió la pregunta y Sirhan notó que hablaba con alguien más—. No lo sé, campeón. Rhona siempre ha sido muy misteriosa. No espero nada bueno.
—Está bien, nos vemos a las cinco.
Sirhan cortó la llamada y volvió a pegarse al vidrio. Para su sorpresa, las calles estaban calmas. Gendarmería se había impuesto y los rebeldes que seguían de pie huían por los callejones. Una contundente lluvia de plomo había dejado una morgue sobre el asfalto, y los cadáveres eran empujados y aplastados por las ruedas de las camionetas.
—El que no puede construir, destruye —concluyó Sirhan con pesar.
—¡¿Estás loco?! Hay miles de verdes afuera.
—No te preocupes, no te harán daño —lo tranquilizó Wyatt—. Solo están para contener a cualquier rebelde que opaque las declaraciones de Rhona.
—¿Crees que no querrán jugar un poco con el negrata que sale de su edificio media hora antes de que la conferencia comience?
—No tendrían por qué hacerlo.
—Y tampoco tendrían por qué matar, violar, secuestrar ni torturar. Y sin embargo, siempre lo hacen.
—Cálmate, Sir. Ya sabes que a Rhona no le gusta la mala propaganda. —Sirhan intentó interrumpirlo, pero Wyatt no lo dejó—. Solo tienes que ponerte ropa clara y caminar un par de cuadras. No te harán daño, créeme, he salido muchas veces. Si no has cometido ningún crimen, no tienes por qué tener miedo.
—Si no hay más remedio…
—¡Así me gusta, campeón! —Wyatt parodió a Boyd con entusiasmo—. Te anunciaré en la entrada y dejaré la puerta entreabierta. Te veo en quince minutos.
Sirhan colgó y se apresuró a vestirse. Hurgó entre sus pertenencias y encontró una remera blanca y unos jeans ajustados de esos en que no puedes ocultar ni un cuchillo de plástico sin que lo note toda la cuadra. Supuso que Wyatt tendría ropa deportiva, por lo que descartó llevar la mochila. Se afeitó para que no lo confundieran con un subversivo, cerró el vidrio de la ventana y se apresuró a salir.
El panorama era desolador: las calles estaban desiertas y los mendigos que las frecuentaban se habían refugiado en el primer techo que encontraron. Los guardas de seguridad se ocultaban en el vestíbulo para no desafiar a la verdadera ley y estaban atentos a cualquier peligro. Cada tanto se veía una cabeza rala y un uniforme de camuflaje y a un par de jóvenes temerarios que los desafiaban. Sirhan evitó mirarlos en todo momento.
—¡Quince minutos!
El grito de uno de los gendarmes lo sobresaltó. Una fuerte patada contra el piso y un juego sutil con el arma fueron suficientes para que Sirhan acelerara la marcha. Mientras se alejaba, notó que el verde reía y supuso que se pronto jactaría de haber asustado a un negro durante su ronda.
Sirhan continuó la marcha. Minutos después, simulaba dar una doble vuelta de llave, empujaba la reja, ingresaba al recibidor y era recibido por un segurata armado hasta los dientes.
—¿Adónde vas? —le preguntó el guarda, sin nunca dejar de apuntarle.
—Al departamento de mi amigo Wyatt. Mi nombre es Sirhan.
—El señor Ussher me dijo que usted vendría en estas horas —su tono mostraba un cambio de actitud—. Adelante. ¿Sabes adónde es?
—Sí, gracias.
Sirhan se perdió en las escaleras para evitar la mirada del guarda. Alcanzó el apartamento de Wyatt, golpeó dos veces y abrió la puerta. Su amigo despegó la vista del teléfono y lo recibió con la mejor sonrisa que pudo fabricar.
La sala se había convertido en un auténtico circuito de entrenamiento: pesas, colchonetas, mancuernas, barra de dominadas, bandas de resistencia, escalerillas, discos, ruedas abdominales, bosus… Lo único que chillaba era el nuevo televisor, que ocupaba el centro del apartamento y estaba sintonizado en el canal imperial, a la espera de las declaraciones de Rhona.
—Ponte cómodo —le dijo Wyatt, mientras le alcanzaba algunos elementos—. ¿Quieres algo de ropa?
—Sí, por favor.
Wyatt se perdió en su habitación y regresó con unos shorts y una musculosa deportiva. Luego, se dirigió hacia la cocina y tomó dos botellas de bebida energética y una bolsa de frutos secos para comer en el descanso.
—Gracias —le dijo Sirhan.
Sin más tiempo que perder, Wyatt comenzó la entrada en calor mientras simulaba ignorar la bandera azul y blanca que ondeaba en la pantalla y a los jóvenes sumisos habían comenzado a tocar los primeros acordes de Escocia La Bravía. Evadía su realidad sin evadirla, fluctuaba entre la cotidianidad y el caos para no enloquecer.
—Con nosotros, la Emperatriz del Imperio: Rhona Greer —anunció el locutor.
No hubo ninguna presentación despampanante ni una entrada triunfal, solo los habituales flashes de los reporteros amarillistas. Rhona había acomodado su atril en dirección a la isla y se mostraba rígida y severa. Bajo el palco, una larga fila de muchachos sumisos con uniformes militares le dirigió un saludo hitleriano que ella les devolvió con orgullo. Sirhan se estremeció.
—Buenos días a todo el Imperio y, en particular, a todos los jóvenes que nos acompañan esta mañana. —Las cámaras enfocaron a miles de muchachitos rígidos vestidos de verde—. Hoy es un día muy especial para ellos y estamos orgullosos de que unos muchachos tan aplicados y bien preparados estén a punto de dar sus primeros pasos en el mundo de la adultez. —La multitud estalló en aplausos tímidos.
»Luego de tres años de formación de excelencia, abandonan nuestras filas con grandes oportunidades para insertarse en el mundo laboral y con un compromiso inigualable con el Imperio y su gente. ¡Esto lo que nuestro Imperio necesita: jóvenes comprometidos con el futuro de nuestro país, capaces de dar vuelta la historia! ¡No necesita al primer vendepatria que busca canjear a su nación por miles de bards!
Sirhan suspiró con fuerza e intentó enfocarse en el entrenamiento una vez más. Había olvidado cuántas series iba y el brazo derecho comenzaba a pesarle. Dejó las mancuernas en el piso y descansó un momento.
Se volteó y observó que Wyatt aún tenía la concentración fija en las bandas de resistencia, aunque la tensión de sus músculos era evidente. Sirhan esperó un comentario antiimperialista, pero Wyatt permaneció mudo, expectante de lo que ocurriría a continuación.
—Ustedes, jóvenes nuestros, salen hoy de nuestras filas con el grado de subteniente, una de las formaciones educativas más codiciadas del mundo e impecables referencias que les permitirán apuntar a los mejores rangos de nuestro ejército y numerosos puestos de trabajo. —Una vez más, vítores, aplausos y felicidad. Rhona simuló emocionarse para las cámaras—. Ustedes apostaron por su futuro y serán ustedes quienes puedan revertir el pasado. Una historia que no debería de marcarlos ni condicionarlos, una historia que podrán superar gracias a los esfuerzos de ayer, hoy y mañana.
»Sin embargo, es nuestro deber no olvidar a quienes han optado por una alternativa diferente. Sus decisiones los han obligado a responsabilizarse y aprender múltiples oficios para sobrevivir.
Corredores, matones, apostadores, cazarrecompensas.
Para sobrevivir.
—Es por ello que, tras una extensa conversación con el príncipe Evan, hemos decidido que tendrán la posibilidad de rendir los exámenes de fin de curso dentro de los quince días posteriores a su cumpleaños número dieciocho. Con esta nueva resolución, pretendemos ampliar las oportunidades para quienes eligieron el desarraigo y ayudar a crear una sociedad más inclusiva.
Un sector formado por padres preocupados por el futuro de sus hijos levantó los puños en alto y aprobó la resolución de Rhona con creces. La emperatriz deslizó un rictus de satisfacción que inundó todas las pantallas y los aplausos no tardaron en llegar.
Sin embargo, y más allá de la euforia general, el comunicado imperial ocultaba dobles intenciones: les quitaba quince días para escapar y les hacía creer que podrían aprobar un examen para el que no estaban preparados. «Rhona es muy generosa», pensó Sirhan con sorna.
—Ustedes son el futuro, los verdaderos hijos de la libertad. ¡Queremos a todos los jóvenes dentro! —Paradojas aparte, Rhona le dio la espalda al desarraigo y se dirigió a su ejército—. ¡Este es el momento! ¡Este es el lugar! Este Imperio necesita gente con valores, profesión y vocación ¡y ustedes lo son! ¡Larga vida al Imperio!
—¡Larga vida al Imperio!
¡Espero que te haya gustado el capítulo! ¡Recordá que podés votar, comentar y compartir la historia!
¿Cuál es tu parte favorita hasta ahora?
Como siempre, acá tienen su meme (que nos llena de orgullo wattpader):
Y su dato curioso: La idea de romper con las palabras y diseminarlas viene de un libro de Guillermo Arriaga llamado Salvar el fuego. Les recomiendo leerlo, es asombroso🤩
¡Nos leemos!
xxxoxxx
Gonza.
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