Capítulo 11

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«No hay un sitio que huela tanto a libertad y progreso como este».  (Telegrama del príncipe Evan desde el desarraigo, 31/7/2035).
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—Estabas desaparecido, Sir —le dijo Stone—. ¿Mucho entrenamiento?

—Mucho entrenamiento. Y una noche en prisión.

Unas gotas de café escaparon de la taza de Doron, fruto del sobresalto. Apenas pudo evitar que la taza se escapara de sus manos y se estrellara contra el piso. Una oleada a café negro inundó la sala, y Stone frunció la nariz.

—¿Cómo dices? —preguntó Doron, sorprendido, mientras limpiaba las manchas de su remera.

—¿No se enteraron? —Su pregunta era retórica.

Sirhan agradeció que ningún entrometido hubiera difundido mentiras y comenzó a relatar los hechos con emoción. Café de por medio, les contó sobre Wyatt, Pie Grande, Ted, Alexander y James. No olvidó los incidentes con los Ases de Picas ni el ejemplar trato del oficial rubio.

—El tipo me llamó «Negro de mierda» y me ordenó que subiera al coche. Me vigiló todo el viaje por el espejo retrovisor y me obligó a entrar a una celda a base de empujones. «Nada de papeleos, ¡a la jaula por negro!» parecía decirme.

De pronto, se hizo el silencio. Sus miradas se encontraron y no necesitaron ni una sola palabra para entenderse. Sirhan asintió con una sonrisa triste y se sirvió un poco más de café. Más pronto de lo esperado, Stone rompió la calma:

—¿Hablas de Jim Cown? —preguntó a quemarropa.

La taza de Sirhan se hizo añicos contra el suelo y el piso se tiñó de marrón. Jamás había mencionado el nombre de Jim, y Stone había acertado a la primera. «Adiós café fuerte y estabilidad emocional», pensó mientras buscaba algo para limpiar el enchastre.

—Supongo que eso es un sí —dijo Stone, divertido, mientras lo ayudaba a fregar el piso.

—¿Cómo adivinaste? —preguntó Sirhan en un titubeo.

—Hay muchos rumores sobre Jim, pero solo te diré una palabra: Donaghmore. La próxima vez que vengas, te diré qué significa.

—Acepto el trato —dijo Sirhan, divertido.

Doron recogió los restos de porcelana con una escoba, y Stone escurrió el trapo en el lavabo. Todo estaba en orden. Sirhan volvió a sentarse, le dio un buen bocado a una shortbread y esperó a que los hermanos regresaran. Aún tenía mucho que decir.

—Hablé con Boyd y me contó su historia —continuó, ni bien Doron y Stone regresaron—. Debieron escucharlo gritar y gesticular mientras hablaba. Estaba como loco.

—No es la primera vez —apuntó Doron.

—¿Te contó lo de la silla? —preguntó Stone y Sirhan asintió.

—Fue una experiencia devastadora y dudo que Boyd pueda olvidarla algún día. Su odio hacia Alexander sigue intacto. Apuesto que juega a los dardos con una imagen de Duff hasta el día de hoy.

Nadie rio de su chiste y Sirhan comenzó a narrar. Dosificó la historia para no incomodar a los hermanos y se  limitó a contestar sus preguntas con frases escuetas. A Doron le decepcionó la falta de detalles: el incidente de Boyd se había convertido en una leyenda urbana que se alimentaba de distintos relatos, sensaciones y pensamientos, pero Sirhan no aportaba nada nuevo.

—¿Conoces la historia del número siete? —preguntó Doron de pronto.

—No —reconoció Sirhan.

Doron deslizó una sonrisa de satisfacción y sus ojos brillaron con fuerza: estaba claro que las historias morbosas eran lo suyo. Se acomodó en su silla, puso las manos sobre la mesa y suspiró. Tenía la habilidad nata de llamar la atención.

—Hay una leyenda muy curiosa en torno a la tumba de Alexander —comenzó—. Si te acercas, verás que hay un número siete pintado con aerosol en su lápida. A veces es grande y otras, pequeño; a veces está hecho a mano y otras, con plantilla. No importa cuántas veces lo borren, siempre vuelve a aparecer. Como la famosa mancha de sangre en la casa de los Otis. ¿Leíste El fantasma de Canterville? —Sirhan asintió—. Es un libro estupendo. Pero no nos desviemos del tema —se autoreprendió—. ¿Sabes qué significa el número siete?

—Para la Biblia, el infinito.

—¡Bingo! —exclamó Doron—. Alguien quiere demostrar que el recuerdo de Alexander no morirá nunca.

—¿Aún no descubrieron quién está detrás del mensaje?

—Nadie se preocupó por atraparlos; para la mayor parte del mundo, solo es un vándalo más. Pero es una clara amenaza para Boyd.

—Cuando ya no temas a los muertos y aprendas a temer a los vivos, sentirás el verdadero terror —sentenció Sirhan.

—Tampoco es una idea novedosa —Doron retomó la conversación—. En los Países Confederados del Mercosur ocurrió algo similar hace un tiempo. El joven se llamaba Simón Radowitzky y era un anarquista. Estaban en el año 1909 y…

—¿Y no se suponía que Alexander entrara al ejército? —lo interrumpió Sirhan.

Doron sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco. Sirhan notó que Stone bufaba y rogaba que su hermano hiciera silencio un rato. «Como el ying y el yang» recordó, divertido.

—Solo los más afortunados logran cruzar la frontera. La mayoría cae por accidente en el Neah o aparece muerto en la nada. A Alexander lo descubrieron en un descampado.

—¿Siempre tienes las respuestas para todo? —preguntó Sirhan, divertido.

—Lo intento.

—Y cuando no sabe algo, miente —bromeó Stone, y los tres rieron.

—¡Se preparan los corredores de la carrera número seis! ¡Carrera número seis!

Sirhan anudó sus botines y abandonó los vestuarios con la mente fija en la carrera. En el camino, se cruzó con tres bromistas que recrearon su escena con Finlay y se arrojaron al piso, burlones.

—¿Estaba rico el asfalto, negrata? —le preguntó uno de ellos.

—Si tienes hambre, cómete esta —le dijo otro mientras se agarraba la entrepierna.

Sirhan los ignoró. Habían pasado dos semanas del incidente y aún no podía recuperarse de la humillación. «Sienten envidia de que un negrito comeasfalto les haya quitado la posibilidad de ser socios de Boyd», se dijo.

—¡Démosle la bienvenida a nuestros corredores! —anunció la voz del estadio—. En el carril uno tenemos a ¡Thomas Morgan! En el número dos a ¡Sirhan Bay!

Algunos espectadores sonrieron al oír su nombre y se preguntaron cuánto tiempo tardaría en hacer el ridículo. Sirhan los miró con desprecio y sonrió paraa la cámara. Con el rabillo del ojo, vio que un joven alzaba un letrero que decía «EL CHOCOLATE ES LA ONDA» y le agradeció el apoyo en silencio.

—¡A sus puestos!

Sirhan se acomodó en el taco y deslizó los dedos sobre la línea de meta. Los insultos y las risas desaparecieron, y la multitud comenzó a alentar a los competidores. Sirhan les demostraría que era capaz de combatir la humillación con éxito.

—¡Preparados! ¡Listos! ¡Fuera!

Antes de que el árbitro apretara el gatillo, Sirhan salió disparado de su taco con una larga zancada que lo dejó en primer lugar. Detrás quedaron siete jóvenes desesperados que se atacaban entre sí y sorteaban a los competidores caídos.

Los primeros gritos no tardaron en llegar: un muchacho cayó de frente y se dislocó la nariz, y sus quejidos quebraron la tierra. Sirhan tuvo el impulso de voltearse y ayudarlo, pero no lo hizo. Se había prometido jugar con las leyes de la selva y no tener piedad de nadie.

De pronto, Sirhan se volteó y descubrió que no estaba solo: un muchacho de piernas largas avanzaba por el carril vecino a toda velocidad y amenazaba su victoria. Sirhan aceleró para ampliar la ventaja, pero Piernas Largas no dio tregua con un arranque igual de explosivo. Sin pretenderlo, se convirtieron en los favoritos de la carrera.

—¡Demonios, eso dolió! —exclamó Piernas Largas cuando un joven que iba detrás se golpeó la mandíbula contra el asfalto.

La multitud gritó, horrorizada ante el espectáculo, y Sirhan aprovechó la distracción de su rival para sacarle ventaja. Pero Piernas Largas no tardó en recuperarse y avanzó por el mismo carril, dispuesto a liquidarlo.

—Adiós, tortolito.

Sirhan no supo qué era más divertido: que le alguien le dijera tortolito en pleno siglo XXI, o que ese mismo alguien intentara darle un simple zarpazo y acabara en el suelo. «Lo segundo. Sin dudas, lo segundo», pensó y se desvió dos carriles a la derecha para evitar nuevos incidentes.

Piernas Largas se había convertido en el hazmerreír del estadio, pero eso no lo detuvo. Se puso de pie, batalló contra las risas y recuperó la distancia perdida con cuatro zancadas. Sirhan explotó sus piernas una vez más y vio cómo su rival se acercaba a la línea de meta. Cinco metros. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Cero.

—Y el ganador es… ¡Sirhan Bay! —anunció el árbitro y la tabla de posiciones apareció en pantalla.

1- Sirhan Bay (10,32)
2- Boris Johnson (10,34)
3- Harry Bale (10,98)

El público estalló en ovaciones, y Sirhan alzó los puños en alto. Había sido su mejor tiempo en los últimos cuatro meses y le había demostrado a todos que era capaz de convertirse en el campeón. Su foto colmó la pantalla y los nombres de los apostadores aparecieron a un lado. Boyd, como de costumbre, estaba entre las cinco mejores sumas.

—Claro que por la plata baila el mono —le dijo Sirhan, dondequiera que su jefe estuviera.

Un grupo de fanáticos le hizo un lugar para disfrutar el resto del espectáculo, y Sirhan subió a las gradas. Algunos jóvenes lo interrumpieron para pedirle una foto, y otros para hacerse los amigos. Sirhan consintió a los primeros, ignoró a los segundos y observó las demás carreras en silencio.

Cuando llegó el turno de Wyatt, el Graham estaba a punto de estallar: el triunfo de Finlay había revolucionado las tribunas y las apuestas estaban en auge. Sirhan miró la pantalla y buscó el nombre de Boyd debajo de la imagen de Wyatt. Pero no había nada; el rubio repetía su jugada hasta el cansancio.

Wyatt deslizó sus manos delante de la línea de salida y adelantó el taco con sutileza mientras el árbitro daba las órdenes finales. Tenía la mirada fija en la meta y parecía gritar «Lo que haga Boyd me importa un carajo». Sirhan sonrió y le deseó éxitos: la vara estaba muy alta y unas pocas centésimas serían claves para clasificar.

—Lo que haga Boyd te importa un carajo —dijo Sirhan al ver un cambio en la tabla de posiciones.

WYATT USHER (4) +1

Boyd B•15.000 (hace 3 segundos)

Sirhan frunció el ceño. No era una cifra demasiado generosa; más bien se trataba de una apuesta normal de una persona normal. «Sabes que tienes más, pero no quieres perder tu dinero. Wyatt no confía en ti y tú tampoco en él», pensó.

—¡Preparados! ¡Listos! ¡Fuera!

Los demás competidores salieron disparados hacia la pista, pero Wyatt no abandonó el taco. Justo cuando Sirhan le daba la carrera por perdida, Wyatt dio una larga zancada, estiró los brazos y arrasó con sus vecinos de carril. La tribuna estalló de emoción y comenzó a corear su nombre. Quedaban seis corredores en juego y se auguraba una carrera memorable.

Wyatt avanzó a toda velocidad e identificó a su nuevo rival, un tipo rudo de casi dos metros. Al verlo, el gigante se hizo a un lado y sonrió con malicia. De pronto, se abalanzó sobre él e intentó darle un fuerte puñetazo en el estómago, pero Wyatt escapó gracias a un magnífico juego de pies. El gigante besó el asfalto, y la multitud comenzó a reír.

Wyatt nunca se detuvo: quedó quinto y luego cuarto, y se preparó para ingresar al podio. Su pase de entrada fue un falso empujón que distrajo a su rival y le permitió sortearlo por la derecha. Ahora estaba tercero. Wyatt realizó un magistral juego de piernas y se preparó para romper el marcador. Su clasificación dependía de unas centésimas.

—¡Tú puedes, tú puedes! —lo alentó Sirhan.

Pero Wyatt no pudo. Quedó fuera de la clasificación por siete centésimas y se despidió de las carreras por toda la semana. Algunos fanáticos lo alentaron, pero él los ignoró. Las cámaras enfocaron su rostro consternado y lo siguieron de camino al vestuario. Si había algo que Wyatt detestaba era la derrota.

Un manto de estrellas lo cubrió mientras atravesaba el portón principal. Estaba exhausto, pero feliz: había participado en cinco carreras a lo largo del día y había ganado un lugar en las finales. Se iba a casa con una buena suma de dinero, algunos admiradores y un sinfín de felicitaciones que no dejó de ignorar. Estaba entre los mejores y esa era su única recompensa.

—¡Ven, campeón!

El vehículo de su jefe se detuvo en medio de la calle y obligó a Sirhan a hacerse a un lado. Boyd le abrió la puerta por dentro y lo invitó a pasar. Sirhan obedeció. El rubio llevaba un maletín en el regazo y una planilla en la mano derecha que mostraba las apuestas del día. Sin más explicaciones, le indicó a Sirhan qué porcentaje le correspondía y comenzó a contar el dinero en voz alta.

—… mil novecientos, dos mil, dos mil cien...

Sirhan lo ignoró y estudió la planilla un momento. No eran más que columnas, cifras y terminología rebuscada, propensa a la confusión. Al pie figuraban la suma que cobraría, la rúbrica de Boyd y el sello de secretaría. Nada nuevo bajo el sol.

Su jefe le entregó el dinero y le pidió que firmara en la casilla de al lado para mostrar su conformidad. Sirhan tomó el bolígrafo, no con poca reticencia, e hizo un garabato al azar. Se prometió que renegociaría el contrato más adelante para demostrarle a Boyd quién de los dos mandaba. Ahora tenía prestigio. Y el prestigio es poder.

Sirhan pensaba en todos los cambios que podría imponer cuando el Mercedes se detuvo en la puerta del edificio. Fagler ayudó a Boyd a bajar y les despejó el ascensor. A los pocos minutos, estaban en el apartamento de su jefe.

—¿Por qué te cambias los zapatos cada vez que regresas?

Boyd ignoró la pregunta de Sirhan y continuó la batalla contra su pie derecho. Cuando consiguió ponerse el zapato, dejó el par marrón junto a la puerta y se sacudió las manos. Sirhan lo observó, impasible. El triunfo le había regresado la confianza y estaba dispuesto a aprovecharla.

—Uso los marrones solo para las carreras —repuso Boyd, tiempo más tarde—. Ya sabes, cábalas deportivas.

«Cábalas deportivas que te funcionaron con James, ¿verdad?», pensó Sirhan, pero no se animó a decirlo en voz alta. Estaba confiado, pero no se atrevería a herir a su jefe. «Terreno acotado. ¡Vedado de caza! Zona rastrillai» hubiera dicho Alice Gould, uno de sus personajes favoritos.

—La comida estará en un momento. —Boyd se apresuró a cambiar de tema—. ¿Quieres darte una ducha caliente, campeón?

—De acuerdo.

Sirhan se perdió bajo la ducha, atestado de preguntas, y dejó que el agua le recorriera el cuerpo. Cuando habían pasado diez minutos, Boyd le sugirió cerrar el grifo para no malgastar agua. «Encima tiene conciencia ecológica», pensó Sirhan, ruborizado, y se apresuró a salir.

Afuera lo esperaba un delicioso plato de cullen skink. Sirhan reconoció que las patatas y el pescado estaban en su punto justo y felicitó al cocinero con un apretón de manos. Fagler, Jagar y Scat se sentaron con ellos y disfrutaron la cena. Lejos de inhibirlos, los súbditos dinamizaron la conversación:

—¿Recuerdan cuando el Edward James entró a la lista por hacerle un tatuaje al Gran Reece? —dijo Scat—. Tampoco era para tanto.

Jagar comenzó a reír en voz alta y los demás se contagiaron. Sirhan los observaba con una sonrisa cómplice, aunque no tenía ni idea de lo que hablaban. Boyd deslizó una risotada y se reclinó sobre el asiento. Estaba claro que esas historias le fascinaban.

—Muchas personas han ido a la lista por cosas más estúpidas —le dijo—. ¡Imagínate! El Gran Reece le pidió que le hiciera una sirena y él le dibujó un homúnculo.

—¡Un pene! —le corrigió Scat, divertido.

—El Gran Reece dice que es un homúnculo, pero parece un pene —Boyd le explicó a Sirhan.

—¡Con la obsesión que el Gran Reece tiene por los penes! —exclamó Scat—. Moraleja: jamás confíes en un novato que tenga una aguja con tinta. Mejor, ve con El Destructor.

Scat se levantó la manga de la camisa y le mostró a Sirhan la imagen de una mujer. Era un rostro desconocido; quizá era su madre, su abuela, su novia, su hermana o su amante. Tampoco tenía importancia.

—¿Ustedes también tienen tatuajes? —preguntó Sirhan y señaló a los demás.

Fagler le mostró que tenía una pequeña ancla en el cuello, pero Boyd y Jagar sacudieron la cabeza. Sirhan frunció el ceño y los miró con curiosidad. Boyd sonrió al ver su reacción y dijo.

—Los libros y las películas nos hacen creer que los malos —hizo comillas con los dedos— son todos iguales. Me gustan los tatuajes, pero nunca me haría uno. Soy cero negativo.

Sirhan no comprendió su punto. Boyd podría ser cero negativo, nueve positivo o cinco elevado a la cuarta, pero eso no le impediría hacerse una tinta.

—¿Sabes una cosa? La paradoja de ser donante universal es que solo puedes recibir sangre de alguien de tu mismo tipo. Una vez, Jagar me salvó la vida y algún día le regresaré el favor.

—¿Donas sangre a menudo?

—Cuatro veces al año, como recomiendan los médicos.

—¿Y no tienes miedo de las ETS? —preguntó Sirhan.

—Tengo mis cuidados y me realizo análisis con regularidad —respondió Boyd, algo molesto.

Su contestación fue escueta, terminante, y Sirhan se refugió en el plato de sopa para evitar el contacto visual. Los rostros de ambos se enfriaron, casi tanto como el Cullen Skink a medio acabar que descansaba en el plato.

—Disculpe, ¿tiene un momento?

El secretario lo reconoció y deslizó una sonrisa. Lo miraba extrañado, pero no por ello dejó de mostrarse amable. Luego, Sirhan se enteraría de que no era común encontrar a un muchacho en las puertas del Graham un jueves a las ocho de la mañana.

—¿Ahora sí puedo felicitarte? —le preguntó, divertido—. Tienes éxito y patrocinador.

—De hecho, ese es el problema.

—¿Qué te preocupa, muchacho?

El hombre escuchó la historia y solo lo interrumpió cuando la historia se volvía demasiado compleja y se le mezclaban los nombres. Sirhan le agradeció el interés y contestó sus preguntas una por una. Cuando el secretario no tuvo más dudas, desdobló la planilla de Boyd y se la entregó.

—Quisiera saber si el documento y las cifras son auténticas —le indicó.

El hombre tomó el papel y se perdió detrás de una pared falsa. Sirhan escuchó que prendía un escáner y tecleaba algo en la computadora. El secretario hurgó en los registros un buen tiempo. Cuando regresó, el papel estaba algo arrugado y tenía manchas de tinta en las esquinas. El hombre e apresuró a evitar cualquier malentendido:

—No es necesario que lo conserves. Nosotros llevamos todos los registros.

—¿Y qué me dice? —Sirhan fue al grano.

—Es auténtico y la distribución está hecha conforme al reglamento.

Sirhan le agradeció con un asentimiento de cabeza. Le agradó comprobar que Boyd no le había mentido y que todo estaba en orden. Lo que no le agradaba eran las reglas de esa maldita Convención. «Renegócialo», se repitió, «y muéstrales quién manda».

Ya era tarde. En las afueras del comedor había una fila de jóvenes rezagados que esperaban para ingresar. Quedaban las últimas raciones y aquello era propicio para una batalla campal. Un encargado con cara de pocos amigos contenía el apelotonamiento y cuidaba que nadie se pasara de listo.

Cara de Perro le dirigió a Sirhan una mirada divertida y una sonrisa torva mientras hacía pasar a dos muchachitos. Él le regresó la gentileza, y el duelo de miradas comenzó. Pero un grito lejano interrumpió la batalla.

—¡Sirhan, aquí!

Stone agitó los brazos con ímpetu y lo llamó. Sirhan pidió disculpas, se deslizó entre los muchachos y abandonó la fila. Pasó junto al guarda y se despidió de él con una sonrisa. Cara de Perro contuvo el impulso de partirle una pierna.

—¡No te guardaremos el sitio, negrata! —le gritó un joven anónimo—. Si te vas, te cagas

Sirhan y Stone rodearon el comedor por la izquierda y pasaron junto a un inmenso mástil. A lo lejos, los gritos de los muchachos seguían, pero ellos solo oían un murmullo. Avanzaron despreocupados, conscientes de que no había nada que temer, pero una voz los detuvo en medio camino.

—Lindo numerito te montaste en el comedor.

Esta vez, Sirhan casi no se asustó. Se había acostumbrado a las apariciones repentinas de Doron y había aprendido a disimular su nerviosismo. Lo miró a los ojos y contestó con calma. No había nada que temer.

—Imagínate si hubiera contestado. No es muy agradable que la gente te llame negrata a cada rato.

—A veces, la gente puede ser muy grosera.

El estómago de Doron se retorció mientras avanzaban por la acera, y Sirhan los invitó a su apartamento a matar el hambre con galletas de chocolate y café fuerte. Stone, enemigo acérrimo del café, protestó:

—Espero que tengas otra cosa para tomar.

Justo cuando Doron comenzaba a reprender a su hermano por despreciar la comida, el teléfono de Sirhan vibró. Era Wyatt. Se lo notaba preocupado, confundido y algo cansado. Sirhan comprendió su problema y le escribió de inmediato. La respuesta no tardó en llegar.

—Wyatt también vendrá —les dijo a los hermanos, y ellos asintieron.

Ni bien llegaron a su apartamento, Sirhan fue por las galletas y el café que había prometido. Le dio un jugo de naranja a Stone y él le agradeció mientras cantaba This Girl Is On Fire, la nueva canción de Bess In The Shadows.

She set fire to my heart,
she set fire to my head.
Oh, this boy is on fire!
Oh, this girl is on fire!

—Poético —comentó Doron con sorna.

De pronto, el timbre comenzó a sonar con insistencia. El tono se repetía cada dos segundos y quien estaba del otro lado no se detuvo en ningún momento. Estaba desesperado. Sirhan levantó el interfono, temeroso de que algo malo hubiera ocurrido e intentó mantener la calma.

—Diga.

—Wyatt.

—Pasa.

—Mejor, ábreme —le pidió.

Sirhan bajó y encontró a Wyatt dentro del edificio. Tenía el cabello enmarañado y la ropa arrugada y caminaba en círculos con la vista fija en el piso. Estaba nervioso y asustado; el guarda le había abierto la puerta al ver su desesperación y ahora lo vigilaba de cerca. Sirhan se acercó al encargado, le agradeció su ayuda y acompañó a Wyatt por las escaleras. Cuando llegaron al apartamento, Sirhan rompió el silencio:

—¿Qué pasó?

Wyatt se dejó caer sobre la silla, todavía tenso. Inhaló y exhaló un par de veces para tranquilizarse y soltó el aire por la boca. Stone le alcanzó un poco de jugo y apagó la radio. Wyatt le agradeció el gesto y vació el jugo de un trago.

—Me encontré a cuatro tipos con cara de pocos amigos en la calle Scott. Estaban sentados en un quiosco de mala muerte y, cuando me vieron, comenzaron a insultarme. Habían apostado por mí en las carreras y estaban furiosos con el resultado. Dos se cruzaron de vereda y empezaron a gritarme: que «¡No puede ser que el negrata pasara y tú no!», que «¡Perdí cuatro mil bards por tu culpa!», que «¡Eres un corredor famoso y estás obligado a ganar!»... ¿Desde cuándo la fama te obliga a ganar? —protestó.

»Logré escapar, pero uno de ellos me persiguió con una botella por más de cinco cuadras. Al ver que no podía alcanzarme, me arrojó el envase y el vidrio estalló frente a tu edificio. Un as que pasaba por la cuadra creyó que querían robarme y los detuvo, y el guarda de la entrada me dejó pasar al recibidor. Perdón por tanto alboroto.

—Descuida —le dijo Sirhan—. ¿Quieres un café?

Wyatt asintió. Aún estaba exaltado, pero pronto se le pasaría; los guardas mantendrían al rebelde a raya y ya no volvería a molestarlo. Sirhan aprovechó para virar el rumbo de la conversación. Esta vez, su víctima fue Stone.

—Ya que estamos, ¿me dirás por fin qué pasó en Donaghmore? —preguntó a quemarropa.

Stone tomó una galleta y sonrió más de la cuenta. Sus ojos brillaban de entusiasmo. Nadie le quitó la vista de encima mientras se acomodaba sobre el asiento y hacía un cómico calentamiento vocal. «No tiene remedio», pensó Sirhan, divertido.

—Todo ocurrió en el 2033 y se lo conoce como el Caso D.

—Detente, hermano —lo interrumpió Doron—. Narras con demasiada prisa y siempre se te escapan detalles importantes. Si quieres, puedo hacerlo por ti.

A nadie le extrañó la actitud de Doron. Le encantaba ser el centro de atención cuando la conversación se volvía interesante. Y el Caso D era mucho más que interesante.

—Pueden hacerlo ambos —sugirió Sirhan, salomónico, y Wyatt asintió—. Sería más dinámico.

—De acuerdo —asintieron al unísono.

—La prensa hizo oídos sordos al caso —inició Stone—; apenas se difundió en periódicos independientes y radios de poca monta. Estaba claro que el gobierno deseaba que el resto del mundo se enterara de lo que había ocurrido.

—Ocultar la verdad para que el pueblo ignore los crímenes de la dictadura. Típico.

La intervención de Wyatt lo obligó a manejarse con cautela. Stone asintió con dejadez y se apresuró a continuar. Si Wyatt comenzaba a intercalar comentarios agresivos contra el gobierno, la conversación se volvería muy peligrosa.

—Nosotros nos enteramos por el boca a boca. La gente compartía las últimas novedades en las calles, en un eterno teléfono descompuesto.

Stone esperó unos segundos por un comentario de Wyatt que nunca llegó. Mejor así. Doron aprovechó para tomar la posta y acaparar toda la atención.

—Yo apenas llevaba unos días en el desarraigo cuando la noticia sacudió la ciudad. Primero, algunas personas llamaron a la radio y dijeron oír gritos y gemidos de dolor en los alrededores de la ruta. Luego vinieron los rumores, las historias inconclusas y las primeras hipótesis, que no tardaron en ser tomadas como verdades. Pero el asunto se aclaró pronto: tres negritos se habían metido en un coto privado para echar un polvo y los Ases de Picas los habían detenido a su manera.

»Los oficiales habían aprovechado la oportunidad para darles una brutal paliza. Ni siquiera se preocuparon por llamar a la ambulancia: eran negros y homosexuales, razones más que suficientes para dejarlos morir —dijo Doron y reprobó la actitud de los Ases con la cabeza.

»Un reportero de cuarta les tomó una foto, y la imagen se viralizó dentro del desarraigo. Algunos grupos a favor de los derechos de los negros y los homosexuales se movilizaron, pero no consiguieron que les hicieran caso. El asunto quedó en el olvido y los muchachos continúan internados.

Doron detuvo la narración y buscó la noticia en su teléfono. Tardó un buen tiempo, pero por fin la encontró. Sonrió con sorna y leyó en voz alta un titular escrito al mejor estilo amarillista: «Tres negritos apaleados por la policía en un coto privado».

—¿En serio fue lo mejor que se les ocurrió? Parece salido de una novela de Agatha Christie —dijo, pero nadie rio de su chiste. Doron continuó la lectura—: «Activistas del Blacks Lives Matter amenazan con denunciar a los Ases de Picas y llevar el caso a la justicia».

El teléfono de Doron dio una vuelta alrededor de la mesa y llegó a las manos de Sirhan. Sabía que no se toparía con una imagen agradable, pero lo que vio lo aterrorizó demasiado. La instantánea hablaba por sí misma: tres rostros deformes, llenos de sangre y hematomas, inundaban la primera plana. Los muchachos estaban desnudos por obvias razones y sus cuerpos estaban rasgados por el alambre de púas. Todo era dolor, violencia y muerte.

—Toma —dijo Sirhan, con un nudo en la garganta, y le entregó el teléfono a Stone.

Stone observó la imagen con detenimiento y su sonrisa comenzó a desdibujarse de a poco. Dejó que su hermano continuara la narración, incapaz de pronunciar palabra.

—Algunos entrometidos fueron al lugar de los hechos y hurgaron en las cámaras de seguridad. En el coto descubrieron las huellas de las tres motocicletas que usaron los Ases y de un Renault Clio que pertenecía al periodista de cuarta. Gracias a las filmaciones, comprobaron que un oficial había regresado a la sede antes de tiempo, con el uniforme manchado de sangre. ¿Y adivinen qué? —Doron hizo una pausa dramática—. Se trataba de Jim Cown.

—¡¿Cómo dices?! —exclamó Sirhan y saltó de su silla. Cuando se calmó, miró a Wyatt y le dijo—: Perdona, seguro estás un poco perdido.

—Un poco es poco —le contestó él, en un pésimo juego de palabras.

—El oficial Cown fue el que me encerró toda la noche en el calabozo. ¿Lo recuerdas? El rubio altanero, de nariz rara y malos modos.

—Cómo olvidarlo. Finge ser un buen tipo, pero a mí no me engañó.

—No entiendo tu punto.

—Mi punto es que Jim Cown me salvó del loco de la botella.

—¡¿Jim está aquí?! —exclamó Sirhan—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No me culpes. Estaba cansado y asustado y no podía pensar con claridad —se justificó Wyatt—. Había escuchado muchas cosas sobre él, pero jamás lo había visto en persona.

—¡¿Qué cosas?!

—Cálmate, Sir —le dijo Stone—. Si le gritas a Wyatt tampoco ganarás nada.

Sirhan obedeció y se dejó caer sobre la silla. El silencio se adueñó de la sala una vez más. Doron carraspeó y se apresuró a retomar el tema de conversación.

—¿En qué estábamos?

—En «¿Y adivinen qué? —Stone lo parodió—. Se trataba de Jim Cown».

—¿Y en verdad se trataba de él? —preguntó Wyatt.

—No lo sé —repuso Stone.

—Porque yo sí lo sé.

Una vez más, las miradas se desviaron hacia Wyatt. Seis ojos curiosos se detuvieron en los suyos, ansiosos por recibir una respuesta. «¿Qué te ocurre, Wyatt? Estás demasiado misterioso y demasiado contradictorio esta mañana», pensó Sirhan.

—Lo sé gracias a Kurt Russell —confesó—, primo de uno de los muchachos. Wilckens, Wilckens era su apellido.

Dos cosas atrajeron la atención de Sirhan: la manera en que Wyatt deslizó las palabras finales  —nostálgicas y quebradizas— y el uso del verbo en pasado. Eso solo podía significar una cosa: Wilckens estaba muerto.

—Jim fue el encargado de atacar a Wilckens. Se le arrojó encima e intentó atarlo, pero el muchacho se resistió. Jim no se rindió y empezó a repartir patadas con precisión: costillas, mandíbula, estómago y testículos; costillas, mandíbula, estómago y testículos. El rubio no se detuvo hasta que Kurt perdió el conocimiento.

—Espera un momento —lo interrumpió Doron—. Vas demasiado rápido. ¿Cómo sabes que era Jim? Era de noche y no había luz.

Doron señaló el párrafo que indicaba la hora de la masacre y puso en dudas la veracidad del relato. Stone acompañó la idea, aunque con menos brusquedad. Después de todo, los rumores sobraban.

—Tienes razón, apenas había luz —repuso Wyatt—. Sin embargo, un vehículo pasó e iluminó la escena. Wilckens no pudo ver el rostro de Jim, pero sí identificó su silueta.

—¿Y el conductor no se detuvo? —preguntó Sirhan.

—Nadie se anima a interrumpir a los Ases —dijo Wyatt y los hermanos asientieron.

—¿Entonces la única prueba que tienes es una silueta? —preguntó Doron, no dispuesto a ceder.

Wyatt se llevó un vaso con agua a los labios. Desde luego, no estaba preparado para semejante interrogatorio. Era del tipo de personas que prefería narrar las historia hasta el final y contestar las preguntas luego. Muchas veces, las respuestas venían solas.

—El dueño del coto los encontró heridos y llamó a emergencias —continuó—. Los internaron en el hospital imperial y los rumores no tardaron en correr. Kurt se enteró gracias a unos amigos y decidió visitar a su primo.

»Estuvo un buen tiempo en la sala de espera sin que nadie lo dejara pasar. Cuando, por fin, el secretario se compadeció de él y le pidió la llave de identificación, habían pasado cinco horas. Kurt pudo entrar a la habitación y descubrió que su primo dormía.

»—Quizá duerma toda la noche y más —le había dicho el doctor—. Su cuerpo necesita descansar. ¿Quiere esperar a que despierte o prefiere volver mañana?

»Kurt decidió esperar y le alcanzaron una silla. Llamó al McDonald's y pidió algo para cenar. Durmió y desayunó allí, con los doctores que iban y venían a su alrededor. Y su perseverancia dio frutos: Wilckens despertó cerca del mediodía.

»Aún estaba muy dolorido, pero decidió narrar su historia. Sabía que sus dos amigos o novios o amantes estaban al borde la muerte y deseó que se hiciera justicia. La narración fue confusa, repleta de claroscuros, y Kurt debió reconstruir los hechos de a poco.

—¿Entonces la única prueba que tienes es una silueta? —Doron repitió la pregunta.

Wyatt se llevó el vaso a la boca una vez más y se armó de paciencia. Clavó la mirada en Doron un buen tiempo, y el silencio se adueñó de la sala. Le dejó en claro que su actitud le molestaba, pero que no lo intimidaba en absoluto. Su historia no tenía errores ni cabos sueltos.

—Wilckens le pidió a su primo que presentara una denuncia en la sede más cercana. A la mañana siguiente, Kurt se despidió de su primo y acordó regresar a la hora del almuerzo. Pero ya no pudieron verse; Wilckens murió esa misma mañana.

Stone exhaló con fuerza y Wyatt hizo una pausa dramática. El silencio se adueñó del lugar y seis ojos curiosos se agitaron en busca de respuestas. Sirhan sacó el llavero del bolsillo y comenzó a jugar con él sin hacer ruido.

—Un comisario con lentes de traste de botella atendió a Kurt esa mañana —prosiguió Wyatt—. El joven relató la historia con lujo de detalles, con una velocidad y precisión envidiables. El oficial le pidió el nombre de las víctimas y el hospital y le prometió que investigaría los hechos. Kurt no se conformó con eso y agregó otros datos que serían claves para la investigación.

»Había comenzado a describir a los culpables cuando tres ases aparecieron en la puerta de la oficina. Tenían el rostro cansado luego una larga noche de trabajo y los uniformes manchados con restos de tierra y sangre seca. Kurt supo la verdad desde el principio: eran los tres oficiales asesinos de la noche anterior.

»Los tipos le entregaron unos archivos a su jefe, y Kurt aprovechó para estudiarlos un poco más. Así comprobó que uno de los ases encajaba a la perfección con la descripción de Wilckens: el cabello desmechado, el andar firme, el fuerte aroma a perfume importado… Su nombre era Jim Cown. Y era el responsable de que Wilckens agonizara en su cama en esos momentos.

»Sin embargo, Kurt no se detuvo. Continuó la declaración sin que le temblaran los labios y notó que el comisario tenía la vista fija en sus hombres. Gracias a sus gruesos vidrios, Kurt notó que Jim le hacía señas para que acabara la conversación de inmediato. Y todos sabemos que el que calla otorga.

»De inmediato, el comisario cambió de actitud. Le dijo que antes de presentar cualquier reclamo formal debían interrogar a la víctima y verificar su estado mental. Kurt no le creyó, pero tampoco podía hacer nada al respecto. El comisario festejó su triunfo en silencio y llamó al hospital. Esperó un largo rato hasta que, por fin, lo atendieron. Puso el teléfono en altavoz y solicitó el parte médico. La noticia fue devastadora: los tres muchachos habían muerto.

»Kurt intentó mantener la compostura; los tres oficiales apenas conseguían disimular una risilla y no les daría una nueva razón para sonreír. Sabía lo que vendría a continuación: una causa que no prosperaría, archivada por falta de pruebas. Y, de hecho, eso fue lo que ocurrió.

—¿Y qué fue de él? —preguntó Doron, carcomido por la curiosidad.

—Hace días que no tengo noticias suyas. No contesta mis mensajes y su teléfono está siempre apagado. Fui a su apartamento y me dijeron que ya no vivía allí. Nadie me dio explicaciones ni contestó mis preguntas —reconoció—. Quizá cumplió dieciocho y abandonó el desarraigo, o quizá acabó en el ejército. El todos contra todos no era lo suyo.

—O quizá le cerraron la boca para siempre —murmuró Doron entre dientes.

Una vez más, el sonido de platos y vasos, el sonido ambiental. La falsa sordera, la falsa ignorancia. El temor detrás de cada movimiento, de cada gesto, de cada palabra. Sirhan rompió el silencio:

—¿Y cómo se conocieron?

Wyatt se alegró de que todo hubiera dejado de ser un interrogatorio para convertirse en una conversación. Se llevó una galleta a la boca y le dio un sorbo al café. Cuando estuvo listo, agregó:

—Nos conocimos una tarde de octubre. Yo buscaba ropa en los contenedores comunitarios y me encontré a un pequeño grupo de muchachos reunidos detrás de un basural. No me preguntes por qué, pero me llamó la atención que hubiera tanta gente. Me acerqué y vi que Kurt estaba en medio de la ronda, subido a una lata de pintura. Hablaba demasiado alto para tratarse de una reunión secreta y narraba su triste historia desde el principio cada vez que alguien se incorporaba. Pedía justicia a grito pelado.

»Cuando acabó, yo apenas podía creerlo. Lo esperé a la salida y me ofrecí a ayudarlo. Kurt me dijo que estaba en busca de nuevas pruebas y que pronto presentaría otra demanda. Me dejó su dirección y su número de teléfono, pero no volvimos a vernos. Hablamos por mensaje, hasta que un día Kurt dejó de responderme. Su última conexión fue hace más de dos semanas.

—¿Crees que está muerto? —insistió Doron.

—No está ni vivo ni muerto, está desaparecido.

¿Qué les pareció? Nuevos misterios, historias aisladas y personajes que empiezan a sacar un lado diferente. Ya nos aproximamos al primer giro y todos estamos así: 🍿👁️👄👁️🍿

¡Si te gustó el capítulo ya sabés que hacer! Dejame una estrellita y un comentario que me anime a continuar y poné una alarma para el miércoles a las 17.

Les dejo el meme wattpader de hoy:

Y un dato curioso: La última frase tendrá una especial importancia para quienes sean de Argentina. Se trata, nada más y nada menos, que de una declaración del expresidente de facto Jorge Rafael Videla. Seamos conscientes para que nunca vuelvan a ocurrir atropellos a la soberanía de nuestro país. 🇦🇷

¡Nos leemos!

xxxoxxx

Gonza.

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