Capítulo 1
«Deje de llamarme Comandante en Jefe, McNabbs, porque ya no lo soy. A partir de ahora soy la Emperatriz de este Imperio y lo seré hasta el fin de mis días». (Carta de Rhona Greer al General McNabbs, 15/8/2021).
El primer día de sus tres años de condena, Sirhan llevaba una túnica blanca fabricada en serie y la mirada perdida. No estaba solo; a su lado se arrastraban hombres y mujeres de ojos cristalinos, rodillas temblorosas y corazones maltrechos. Eran miles, pero el ambiente estaba sumido en un silencio sepulcral que anticipaba la muerte. No habían matado, violado, torturado ni secuestrado a nadie: solo habían nacido en el lugar y el momento equivocado. Y ahora debían pagar las consecuencias.
—Jóvenes, llegó el momento de despedirse —ordenó una voz fría desde los parlantes.
Al oír esas palabras, una acidez recorrió el pecho de Sirhan y sus rodillas comenzaron a flaquear. Apenas podía mantenerse de pie, pero hizo un esfuerzo sobrehumano para voltearse y mirar a las cuatro personas más importantes de su vida por última vez. Ellos le dedicaron una sonrisa triste y lo estrecharon entre sus brazos como cuando era niño. Sirhan lo sintió todo: el temor, la angustia, las esperanzas, el dolor, el llanto. Perdió la cuenta de los segundos, pero sabía que era el abrazo más largo que le habían dado en mucho tiempo.
—Creo que ya es suficiente —les dijo por fin. Ellos se separaron—. Se nos acaba el tiempo.
Uno de los encargados carraspeó en voz alta, pero los quinceañeros no se dieron por aludidos. Dunluce vivía sus últimos minutos de felicidad antes de la tormenta. Algunos padres les susurraban a sus hijos palabras de aliento al oído; otros recordaban viejos momentos: un viaje, un juego, una anécdota, una canción. No faltaron los grititos tímidos ni las últimas carcajadas. De pronto, el ambiente se había vuelto cálido y las esperanzas se multiplicaban.
—¡Atención, por favor! El desfile comenzará en cinco minutos —anunció la voz del castillo.
La mirada de Sirhan se desvió hacia su padre y el resto de la familia dio un paso atrás para darles intimidad. Sirhan sintió el leve aroma a marihuana que salía de su boca y sonrió. De seguro, su padre se había echado un par de gotitas antes de salir para aplacar los nervios y la adicción. Lo miró a los ojos y lo notó cansado, débil y algo más viejo. No se trataba de un envejecimiento físico —de hecho, luego de la guerra había mejorado su alimentación y había comenzado a hacer ejercicio más seguido—, sino de un cambio espiritual. Veinte años atrás no había tenido que batallar contra las leyes injustas del imperio, enterrar un hijo y perder a otros dos en el desarraigo.
Sirhan comparó a ese hombre de frente plegada y ojeras colgantes con el de la imagen de la habitación de sus padres. Conocía la foto de memoria: una primera plana que mostraba a Takeo y Siara en medio de la guerra, abrazados para soportar el dolor. La imagen había sido tomada con prisa, quizá en alguna escapada de él para visitarla, y no podían verse las solapas de ninguno de los uniformes. Su padre rebosaba de juventud: pese a no tener cabello, llevaba una sonrisa improvisada y dolida, y su mirada transmitía esperanzas. Siara tenía los ojos cubiertos por el casco de la Cruz Roja y lucía su sonrisa blanca y su belleza oscura junto a la nívea piel de él. Estaban felices juntos, pero sus rostros clamaban por el fin de la guerra.
—Espero que, cuando regrese, hayas conseguido esa maldita pensión —le dijo Sirhan con un hilo de voz.
—No te preocupes. Estoy seguro de que volverás y todo seguirá igual. Ya sabes...
—… los trámites burocráticos —lo imitó Sirhan y ambos rieron.
Sirhan se volteó hacia su madre y notó que lloraba. Tuvo el impulso de decirle que no lo hiciera, pero le faltaron fuerzas. Dejó que esa mujer que había sido el pilar económico de la familia durante más de quince años se quebrara frente a sus ojos, y Sirhan apenas pudo contener las lágrimas. La observó por última vez: los mismos ojos oscuros, el mismo cabello negro, la misma piel morena que tantos problemas le había causado; Sirhan estaba orgulloso de ser como ella. Su madre le dijo unas palabras emotivas al oído que resultaron ser un cúmulo de frases ininteligibles, una mezcla de gaélico, inglés y francés. El esperanto de la desilusión.
—Gracias —le dijo, aunque no supiera bien por qué.
Sirhan se arrodilló frente a Chioke. El niño ya era bastante alto para su edad y lo alcanzaría pronto, pero Sirhan adoraba ese gesto. Incluso Chioke había aprendido a tomárselo en broma y le decía «Inclínate, plebeyo» o le hacía recrear alguna escena de Juego de Tronos de vez en cuando. Sirhan sabía que era una buena estrategia para sacarle una sonrisa, pero esta vez no funcionó. Chioke no hizo ninguna broma. Se limitó a mirarlo a los ojos un buen tiempo, como si quisiera memorizar su cara por miedo a olvidarla. Sirhan le estrujó las mejillas y dejó que su hermano menor se perdiera entre sus brazos.
—Mamá te reemplazará por las noches —le dijo, con la determinación que solo un niño de trece años puede tener ante una tragedia semejante.
Sirhan estuvo a punto de quebrarse. El último hilo que lo unía a Chioke se había cortado. Sabía que su madre tenía una gran imaginación y que no le costaría inventar historias para su único hijo vivo, pero no por eso dejaba de dolerle: Chioke se había resignado a no tenerlo junto a su cama durante los próximos tres años. «Por lo menos, no estarás solo», quiso decirle Sirhan, pero las palabras no salieron de su boca. Secó con sus manos las lágrimas de Chioke, convertidas en un delicado arroyo de desesperanza, y se separó de él. El niño emitió un gemido desgarrador.
La mirada de Sirhan descansó en Johari. Si bien habían nacido con escasos segundos de diferencia, la vida los había hecho muy diferentes: mientras él optaba por sobrevivir y defender sus libertades, ella se entregaba con sumisión a las tropas. El cabello recogido en el rodete reglamentario y el uniforme de cadete le daban a Johari una imagen más bien ortodoxa. Sirhan sintió envidia de ella: elegir el ejército tenía el privilegio de usar ropa ceñida y no tener que desnudarse enfrente de todos. Ambos se fundieron en un sentido abrazo, la soldado y el desertor, y Sirhan decidió revivir una cómica disputa.
—¿Harry Styles? —preguntó, pese a que el cantante hubiera dejado de ser aquel joven atractivo que aparecía en las portadas de todas las revistas.
—Hasta la muerte.
—¿La tuya o la suya?
—Ya sabes la respuesta —dijo ella, divertida.
«Estoy seguro de que volveremos a vernos», quiso agregar Sirhan cuando la voz del castillo volvió a sonar en los parlantes. La multitud enmudeció una vez más y solo se escucharon llantos desgarradores. Sirhan llevó la vista a su reloj de muñeca y comprobó que el tiempo corría. «Esto no es un sueño», pensó. «¡Carajo, esto no es un maldito sueño!». Estaba a punto de perderlo todo.
—¡Atención! ¡Comienza el desfile!
Todos enmudecieron y una pequeña multitud de hombres y mujeres vestidos de blanco avanzó hacia las escalinatas de ingreso bajo la atenta mirada de sus familias. En la entrada los esperaba un equipo de seguridad que incautaba cualquier objeto que llevaran consigo: prendedores, zapatillas, pulseras, gorras o vinchas; dinero, comida, medicamentos... «Se toman muy a pecho la idea de que no tengamos nada ahí dentro», pensaba Sirhan cuando una voz lo interrumpió.
—El reloj.
—¿Cómo dice?
—Que me dé el reloj, joven —le ordenó el encargado.
—Que te mueras —le deseó Sirhan entre dientes y dejó el analógico en la canasta. Se prometió que se compraría uno igual ni bien tuviera suficiente dinero.
—¿Cómo dice? —lo parodió el encargado, aunque de verdad no lo había escuchado.
Con cada paso que daba, Sirhan recordaba con mayor claridad el momento en que había comunicado su decisión al Ministerio del Joven Adolescente, hacía poco más de una semana. Aquello había enorgullecido a su madre: la experiencia de su hermano mayor en las filas era una página oscura en la historia familiar y no soportaría que Sirhan removiera la herida otra vez. En cambio, su padre, que había sido clave en la decisión de Daren, apenas había acompañado la elección Sirhan con poco más que unas sacudidas de cabeza y había saboreado la voluntad de Johari de continuar la tradición familiar.
—A veces puedes ser contradictorio, ¿no crees? —le había dicho Sirhan—. Te quejas del Imperio y sus leyes y luego festejas que tu hija vaya al ejército.
—Tengo miedo, Sir. El desarraigo es un lugar oscuro —le había respondido él—. Johari sabe cómo debe tratar con el ejército: obedecer, callar e hidratarse mucho. Pero tú…
—Lo aprenderé —le había prometido.
Sirhan tomó aire y se estremeció al entrar en contacto con la madera. Enfrente suyo se dibujaba un puente angosto de barandas herrumbradas que lo separaría de su familia por más de mil noches. Algunos jóvenes se quebraron en ese mismo momento, por lo que los encargados tuvieron que golpear a más de uno para ayudarlo a levantarse. Sirhan permaneció firme y obedeció; no le convenía malgastar agua ni energía cuando aún le quedaba un largo viaje en tren para llegar a su destino.
Por fin, alcanzaron los arcos corroídos que tanto habían aparecido en las pesadillas de Sirhan: la bienvenida al infierno. Atravesar aquella estructura de piedra del medioevo implicaba entrar al interior del castillo, en donde las autoridades les impedirían cualquier tipo de contacto con sus familias. Era el final del camino. Los jóvenes se voltearon por última vez y buscaron a sus seres queridos entre la multitud. Una valla de metal ubicada a dos metros de distancia impedía cualquier tentativa de abrazo. Las víctimas alzaron las manos y saludaron al unísono, y el aire se tiñó de palabras que no llegaron a su destino.
Sirhan permaneció estático. Sus padres sacudieron los brazos para despedirse, y él les regresó el saludo, pero no el entusiasmo. Tenía la mirada fija en Johari, aunque no sabía muy bien por qué. Ella lo observó con una expresión seria, casi maternal, y sus ojos delataban su temor. Parecía demasiado firme para quebrarse en ese momento. De pronto, Johari abrió la boca, y Sirhan leyó sus labios a la perfección. Cuatro palabras, una débil esperanza y una súplica muda.
—Intenta no morir, ¿quieres?
(Supongo que acá el autor saca a relucir todo su carisma, pone un gracias con corazones de colores y cuenta un chiste que hace que todos quieran leer la novela. Vamos a intentarlo).
1- HOLA😄 Mi nombre es Gonzalo y te doy las gracias por comenzar a leer mi novela. ¡Me hace mucha ilusión!
2- GRACIAS POR LEER EL CAPÍTULO❤️💛💚💙💜
3- ¿Por qué la gallina cuida tanto a sus pollitos? Porque le costó un huevo tenerlos.
El plan ATRAER LECTORES falló, pero si seguís acá es porque la novela te interesó. ¡Gracias! Actualizo miércoles y sábados a las 17 hs Argentina. 😄
xxxoxxx
Gonza.
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