Capítulo XXXVII

Karsten

     Fue un acto inhumano.

     Monstruoso.

     Nadie merece morir así.

     Trago el nudo que me quema la garganta e intento aparentar que las lágrimas no se están acumulando en mis ojos y tornando mi visión borrosa.

      Sé que muchos justificarían la muerte de Edipo con que fue un acto de autodefensa, que de ser diferente hubiera acabado con mi vida o incluso peor, con la de otros. Pero eso no me ayuda a sentir menos culpa. A veces me pregunto cómo es tan fácil eliminar a alguien y tan imposible revivirlo.

      La ley de la vida apesta.

      —Aquí tienen de regreso sus cosas —dice Escaballán.

       Los hombres y mujeres bajo su mando, los mismos que nos quitaron todo, dejan caer las mochilas y las armas en el centro del pasillo, creando una pila de armamento que me revuelve el estómago.

      —Lo siento —susurro de forma inevitable, llamando la atención de todos.

      —Se nota, hijo —responde Pablo mientras hace una ademán con la cabeza, ordenando a su gente que vuelva al vagón por el que vinieron.

     Apenas es unos años mayor que yo. Es raro que me llame así. Ni mi padre se refiero a mí de esa forma en broma alguna vez, y este sujeto lo dice incluso con una tonada cariñosa.

      Nos trasladaron a un vagón con dos hileras dobles de asientos y un baño. Hay ventanas aquí y la luz anaranjada y púrpura del atardecer se filtra a través del cristal.

      —Te recordaré algo —dice el latino con ambas manos en sus caderas—. El Globo no tienen piedad por nadie. Transforma a todos en asesinos en algún momento, así que aquí va lo que la experiencia me ha enseñado: encariñarse no está permitido.

      Lo dice como si eso explicase el porqué no se le ha caído una lágrima o una maldición de la lengua desde el momento en que solo quedamos cuatro en ese sanguinario escenario.

      —Toma, un regalo para ti —añade Pablo antes de sacar del bolsillo de su camisa algo pequeño para dárselo a Mercy—. Sé que te duele todo. Estás hecha mierda.

      La chica, sentada contra el asiento de la ventanilla en la hilera opuesta a la mía y con los piernas extendidas en el asiento adjunto, mira la bolsita que le tiende con duda por un segundo. Su pecho sube con rapidez y noto que aprieta la herida en su estómago mientras se incorpora para tomarla.

       —¿Eso es...? —empiezo aturdido.

       —Sabes lo que es —sentencia Mercy, asintiendo a Pablo, quien se aleja y cierra la puerta del vagón, dejando al grupo a solas.

       Inseguro miro al resto. Los mellizos están sentados lado a lado cuatro asientos detrás del mío: Letha, con los ojos cristalizados y en silencio, descansa su cabeza contra el hombro de Myko, quien la toma de la mano con la mirada perdida en el paisaje.

      Nunca los vi tan quietos, tan tristes, tan ajenos.

      Nisha sí está prestando atención. Ve cuando Mercy abre la bolsita. Sus ojos grises se cruzan con los míos y trato de descifrar si hará algo al respecto, pero obtengo una respuesta cuando aparta la mirada. Se mantiene sentada en el último asiento, el más alejado, echando la cabeza contra la pared y permitiéndose cerrar sus párpados.

      Todos parecen tan... acostumbrados a esto.

     —No te preocupes —me dice la chica de la gorra, limpiando su mano ensangrentada en su camiseta para luego usarla como superficie. Vuelca dos montoncitos de polvo blanco antes de guarda la bolsa en el bolsillo de sus jeans—. No soy primeriza, y teniendo en cuenta que he matado a un niño, ha muerto Clayton y por mi culpa has tenido que matar a alguien... Necesito esto. No jodas.

      Inhala el primero y me tenso, cuando hace lo mismo con el segundo son sus músculos los que lo hacen, pero instantáneamente parece relajarse. Cierra los ojos por un segundo e inspira despacio, con una tranquilidad que no es propia de ella mientras se limpia la nariz con el dorso de la mano.

       No soy experto en el terreno de las drogas, pero recuerdo que en una ocasión el farmacéutico de mi barrio, Lou, me dijo que la gente las usa por tres distintas razones: buscan evadir la realidad, tratan de hacerla más interesante o simplemente son muy estúpidos. También añadió que me patearía el trasero si las probaba alguna vez.

      —¿Por qué crees que fue tu culpa?—pregunto rompiendo el silencio, desconcertado.

     —Si hubiera podido tomar el lugar de Letha me hubiera asegurado de ser quien se encargara de Edipo —responde antes de sacarse la gorra y sostenerla entre sus manos, y a pesar de que está viendo un hilo que cuelga de la visera sé que sus pensamientos están mucho más allá de eso—. ¿Crees que no me doy cuenta? Esquivas los golpes, nunca los devuelves. Tú no disfrutas la confrontación, Karsten.

     —¿Y tú sí? —vacilo.

     Ella frunce el ceño a la gorra, como si nunca se lo hubiera planteado.

     —A veces. —Levanta la mirada—. No siempre, pero... ¿Por qué no atacaría a quien me ataca? Es un instinto, es supervivencia. —Se encoje de hombros—. Siendo sincera, me resulta extraño que alguien como tú haya llegado tan lejos —añade riéndose y resoplando.

      Exhalo despacio, sorprendido. Nunca antes oí su risa, y aunque sé que esta es una inducida por la cocaína, por un momento no me importa. Me gusta que entrecierre los ojos al hacerlo, que sus hombros tiemblen ligeramente y que su comisura izquierda sea la primera en subir para forma una sonrisa. Por primera vez parece alguien de su edad, de mi edad.

     —Es decir —continúa—, de alguien como Clayton lo esperaba. Él sabía que tenía que devolver todo lo que le arrojaba El Globo para vivir otro día, pero teniendo en cuenta cómo resultaron las cosas creo que cobardía como la tuya es lo que hace falta para seguir respirando, ¿no? —indaga, sentándose más derecha y apoyando sus codos en sus rodillas—. Pero tampoco sirve a la larga, porque Ernie era un niño y todos saben que los niños son cobardes. —Vuelve a reírse y siento pena por ella, sobre todo cuando muerde su labio inferior para intentar contener las lágrimas—. Por miedo hizo lo que su padre le dijo y yo... —Sacude la cabeza con una diversión amarga—. ¡Y Edipo! Ella no solo devolvía los golpes, ella era de la clase que empieza con las peleas. Era una jodida bravucona, y mira como terminó.

      Tres tipos de persona: la que lanza el primer golpe, la que lanza el segundo en respuesta y la que tiene miedo. Todas terminaron igual.

      En sus ojos cristalizados se refleja un atardecer tan cálido y calmo que contrasta totalmente con la fría e imparable tormenta que se desata en su mirada. La culpa me está matando, pero aún escucho con claridad la voz de Henning en mi cabeza. Tengo que entregarlos, que entregarla. Una deuda es una deuda.

       —Mi padre era abusivo —susurro, captando su atención. Siento que le debo una explicación a mi comportamiento o algo parecido. Tal vez solo quiero hacerla pensar en algo más y que no se hunda entre las desgracias que causé—. Él golpeaba a mi madre, y cuando se enojaba mucho a mí también. En ese entonces no podía defenderme porque no sabía cómo. —Me encojo de hombros—. Alguna cosas nunca cambian, supongo.

       —Podrías aprender —asegura, y de pronto está arrastrándose por sus asientos y luego sentándose en el que está a mi lado—. Podría enseñarte —casi es una súplica.

       De cerca veo lo muy dilatadas que están sus pupilas y lo rápido que respira. Está alterada y no sé qué hacer. Miro hacia atrás pero Letha y Myko siguen en trance, ensimismados, mientras que Nisha parece haberse dormido al fondo, exhausta.

      Mercy y yo estamos solos.

     —Sé lo que se siente que te golpeen y no quiero hacer sentir eso a nadie. —Niego con la cabeza.

     —¿Pero los demás sí pueden hacerte sentirlo, eh? —replica—. No tiene mucha lógica —incluso drogada es sensata.

     —Estoy acostumbrado.

     —¿Y vas vivir acostumbrado a revivir lo que te hacía tu padre por el resto de tu vida? —Arquea una ceja.

     No respondo.

     Ella sonríe. No con malicia, pero sí con un «Jaque-mate» escrito ahí. A su vez, con algo de empatía.

     Estamos muy cerca ahora que se ha inclinado hacia mí, escudriñándome de cerca como si necesitara anteojos. Siento su aliento sobre el mío antes de que deje caer su cabeza contra el asiento y me mire desde allí.

     —Eres bueno, y ser demasiado bueno te hace tonto.

    Sus ojos cafés adquieren un brillo de algo que no reconozco y, entre ella mirándome tan serena y el suave movimiento del tren mientras dejamos atrás la luz del día, por primera vez en mucho tiempo me siento en paz a pesar de todo el caos. Dejo de pensar un segundo en la culpa, pero los pensamientos que más pesan siempre regresan.

     —Gracias por cuidarlos —dice, y su honestidad me reconforta hasta que añade algo más:—Gracias por llevarme hacia Enora. La extraño.

      Asiento en respuesta, tratando de aparentar que no estoy vacilando a pesar de que probablemente no recuerde esta conversación y mis gestos más tarde.

     Mercy cierra los ojos y ruego en mis adentros que Henning tenga a su hermana después de todo. De ese modo yo aún seguiría siendo un traidor por entregarla, pero no un mentiroso.

     No completamente, después de todo.

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