Capítulo XXXIII

Karsten

      —Elisa me dijo por la radio que teníamos a unos interesados en viajar gratis —dice el hombre, abriendo sus brazos a modo de bienvenida. No creo que ninguno esté interesado en darle un abrazo—. Prometo hacer un descuento para ti, cariño. —Le guiña el ojo a Letha.

       Debe estar rondando sus veintiséis. Es demasiado grande para ella y luce como un auténtico rockero de los viejos tiempos. Su sonrisa taimada no me da buena espina y ahora entiendo por qué dijeron que era un imbécil.

      —Vuele a llamarla así y te ataré a las vías —advierte Myko con un humor ácido y una sonrisa apretada, dando un paso al frente.

       Su hermana lo toma del brazo pero no dice nada, solo se limita a mirar al hombre con disgusto. No creo que sea la primera vez que intenta lanzarse sobre ella.

      —Te daría sobrinos muy guapos, piénsalo —le responde al chico, entretenido con su descontento.

     Myko parece estar a punto de golpearlo y si no fuera porque Letha le susurra algo en voz baja, creo que estaría cargándose al escuálido.

     —Ni siquiera habría espermatozoide ganador contigo, está en tu ADN ser un perdedor. —Nisha se cruza de brazos.

     —Puedes probar tu teoría pasando la noche conmigo, bonita —responde a la vez que el tren se prepara para seguir con su camino—. Ni siquiera eso. Solo necesito cinco minutos para demostrarte lo fértil y genial que...

     —Y precoz que eres —interrumpe Mercy—. Mira, no estamos aquí para que te le insinúes a mis chicas. Si vas a decirnos cómo podemos viajar sin pagar eres bienvenido a abrir la boca, de otra forma con gusto te la cerraré de un puñetazo en la mandí... —Se le corta por un momento la respiración y noto que se agarra el estómago. Escaballán arquea una ceja—. Me entendiste. Decídite.

      Él le sonríe y noto que Mercy odia cada segundo en que los ojos del hombre se posan donde sus manos aprietan con fuerza. Sentirse vulnerable es una cosa, se puede aparentar lo contrario, pero que quede en evidencia frente a quienes no son tus amigos, en El Globo, puede costarte mucho.

      —Síganme. —Hace un ademán con la cabeza a la compuerta abierta—. Si necesitas ayuda para subir puedo cargarte, Mer. —Salta y cuelga de la barandilla vertical de la entrada—. Siempre me gustó la idea de ayudar a damiselas en apuros.

      —¿De verdad no podemos atarlo a las vías? —murmura Myko por lo bajo, mientras avanzamos, algo irritado.

      —A mí me parece una idea brillante —susurro.

      —Yo me ofrezco a reemplazar al conductor del tren —se suma Nisha.

      Escaballán le tiende una mano a Letha para ayudarla a subir, pero Myko salta primero y luego le tiende la suya a su hermana y a la chica de las trenzas. Cuando es el turno de Mercy me tomo el atrevimiento de tomarla por la cintura e impulsarla. Noto cómo se le tensan los músculos y coge aire despacio.

      Dentro del vagón, a diferencia del resto, no hay de asientos. Todos han sido arrancados y hay un rectangular, sucio y vacío espacio que termina siendo rellenado por grupos que nos observan desconfiados.

      El hedor a cerveza se impregna en el aire y no hay rastro del sol más que el que logra entrar por la puerta. Las ventanillas están cubiertas por viejos y extensos pedazos de toldos que antiguamente eran de tiendas, ropa oscura o trozos de tela del mismo color. Sin embargo, por la forma en que flamean levemente, puedo decir que los vidrios están hechos añicos o son prácticamente inexistentes. Estaba demasiado concentrado en Pablo como para notarlo desde afuera.

       Esto trata de imitar un vagón de carga, no de pasajeros. Al principio no lo entiendo, pero cuando bajo la mirada a mis botas y veo que estoy de pie en charcos de sangre seca, comprendo que se necesita de un espacio despejado para pelear.

       —No otra vez... —ruego.

      Mercy es la única que me oye. Sigue mi mirada y la oigo maldecir por lo bajo.

     —¿Quieres darle una segunda mano a la pintura, niño bonito? —Escaballán aparece frente a mí.

      Sus ojos son de un verde pálido, aguado.

      —No, gracias —respondo.

      —¿Seguro? —Insiste—. Porque podrías...

      —No te metas con él y empieza a explicarme en qué clase de juego te metiste esta vez —lo interrumpe Mercy—. Recuerdo que merodeabas con tu maso de cartas y el maldito «averigua bajo qué vaso está la pelota», buscando a quién timar. No creo que hayas cambiado mucho.

     —No, pero por lo visto su grupo sí lo hizo. —Nos escudriña uno por uno—. ¿Dónde está la linda de tu hermana y el aguafiestas de Clayton?

     Nadie le responde. El silencio pesa más que cualquier cosa y sorprendentemente el hombre de cabello puntiagudo no dice nada, sino que incluso simula no haberlo preguntado para empezar.

     —Muéstrenme lo que tienen —ordena, y cuando el rollo de billetes que ganó Nisha anoche llega a sus manos para ser contados con velocidad, añade:—Aquí hay para un boleto. Hubieran sido dos en el resto del vagones, pero como aquí las cosas son más... intensas, cobramos el seguro. —Se encoge de hombros.

    —¿Seguro de qué? —pregunta Letha.

    —De vida, a eso se refiere —entiendo.

     Escaballán asiente, y también miente a medias. La azafata nos dijo que alcanzaba para un solo boleto porque hubo un aumento. Noto que él lo retuerce diciendo esto del seguro para añadir dramatismo. Su sonrisa de haragán y estrafalario lo confirma.

      —Para viajar gratis tienes que pelear contra Edipo —explica—. Es mano a mano. Si ganas, viajas, sino, te bajas... o eres lanzado por ahí —señala a la compuerta—, esté o no en movimiento esta cosa. Cada persona pelea por su cupo, por lo que solo uno de ustedes puede abstenerse de luchar. —Levanta el dinero.

     —No es justo —interfiere Mercy—. Fui apuñalada hace menos de un día y aunque sé que te importa poco, está claro que tu Edipo tiene ventaja sobre mí.

     —Tienes un boleto aquí, si no puedes pelear úsalo —responde con sencillez, encogiéndose de hombros.

     —No todos saben pelear, eso está intentado decirte, cerebro de habichuela. —Bufa Myko, cruzándose de brazos.

    Está hablando de Letha, pero también de mí. No es como si no supiera pelear, solo que decido no hacerlo. Esquivar es más lo mío porque golpear voluntariamente a alguien, desde mi experiencia, nunca lleva a nada. No me gusta herir a la gente.

El tren comienza a ponerse en marcha de a poco. Me tambaleo sobre mis pies y veo cómo vamos dejando la estación atrás a poca velocidad.

      —Acepten o bájense del tren, esas son la reglas.

      Las personas que observan desde los rincones comienzan a acercarse y me encuentro retrocediendo hacia la compuerta abierta, al igual que todo el grupo. Están presionando y no creo que esto valga la pena. Será mejor que saltemos ahora antes de que el tren alcance una celeridad que involucre pocas probabilidades de vida al saltar.

     —Al diablo, he estado peor. Tomaré el lugar de Letha, ella no pelea —establece Mercy echando una mirada sobre su hombro hacia la chica, luego sus ojos pasan a mí trasmitiendo un «Arréglatelas».

     —Mercy, apenas puedes mantenerte de pie, no —replica ella, apartándose los rizos que saltan sobre su rostro—. ¿Qué tan bueno apostarías que es Edipo, Pablo? —le pregunta a nuestro anfitrión, ladeado la cabeza con un interés impropio de ella.

    —La mejor —responde sin dudar.

    La. Luchar con una chica me hace menos gracia.

     —¿Tan buena como para derrotar a cuatro a la vez? —sigue Letha a pesar de que Myko la agarra de la muñeca, inseguro de lo que está buscando.

      Sé lo que está haciendo. No hay forma de que ella le gane a una mujer entrenada, pero si somos cuatro contra uno podemos vencerla entre todos. Ninguno corre el riesgo de ser lanzado a quién sabe cuántos kilómetros por hora si se tiene a tres más cuidándole la espalda.

      Letha apunta directo al orgullo y la seguridad de Escaballán sabiendo que no habrá un no por respuesta.

     Algunos de los pasajeros alrededor, que lucen el mismo estilo gótico del hombre, se ríen.

    —No subestimes a mi chica estrella, amor —le advierte—. Además del botín principal, cuando pierdan ante ella, tú me deberás un favor —explica, y hay una lujuria enfermiza en sus ojos—. ¿Trato? —Le tiende una mano.

     Nisha le gruñe como un perro con rabia y Mercy está a punto de apartar su mano de un golpe, pero la rubia da un paso al frente, liberándose del agarre de su hermano y estrechando la de él. El contraste entre la altura, edad, actitud y aspecto de ambos es tan notorio que me recuerda a mis padres.

Día y noche, agua y aceite, esperanza y perdición.

     —Suficiente contacto corporal por hoy —se entromete Nisha en medio de ellos. Myko aprovecha para tomar suavemente a Letha de los hombros y hacerla retroceder—. ¿A qué botín te refieres? Es obvio que no organizan estas peleas por diversión.

    —No —concuerda él—, ciertamente no lo hacemos. ¡Desármenlos! —ordena de repente, y el grupo de personas a nuestro alrededor comienza a avanzar.

    —¡¿Qué diablos creen que están haciendo?! —chilla la de puños de acero cuando una chica tira de la mochila que cuelga de su hombro izquierdo.

    —¡Hey, aleja tus sucios dedos de la mercancía! —Myko trata de alejar las manos inquietas de un hombre que trata de alcanzar el cuchillo de su cinturón.

     —Podemos hacer esto por nuestra cuenta, dile a tu séquito de idiotas que retroceda —ordena Mercy a Escaballán.

     Solo basta con que él silbe para que todos den un paso atrás.

     —Nos quedamos con todo lo que tenga encima el perdedor —especifica el de cabello negro y azulado—. Lancen sus mochilas a un lado y tiren a sus pies cualquier cuchillo, arma, navaja y alfiler que traigan consigo. Mis muchachos harán un examen corporal para saber que no ocultan nada en cavidades corporales —dice en tono sucio.

      Al principio nadie se mueve, pero cuando Letha deja su mochila en el piso y la empuja con el pie a un lado todos la imitan. También es la primera en desarmarse, lo cual me sorprende porque creía que no portaba armas de ningún tipo. Escondía una navaja pequeña en la bota.

    Myko termina con dos cuchillos a sus pies, Mercy con dos medianos y uno pequeño, también un arma; Nisha con sus puños de acero, una navaja, un cúter y tres objetos más que ni siquiera sé lo que son, pero si ella los usa, deben ser bastante mortales.

     Es mi turno y los nervios me hacen un nudo en el estómago. Tengo el cuchillo de la chica de las trenzas conmigo, y en cuanto lo saque lo reconocerá y tendré un problema. Nadie sabe que lo tengo más que Mercy, así que busco su mirada. Su expresión es de póquer a pesar de que sabe lo que estoy pensando y asiente de una forma que pasa inadvertida para todos, a excepción de mí.

     —Este no viene arma... —empieza Myko, pero mis acciones hacen que la oración se desvanezca en sus labios.

     Cuando dejo caer con un ruido sordo el cuchillo oigo que Letha contiene la respiración. Con un asentimiento de cabeza de Pablo, sus amigos se nos acercan y comienzan a palmearnos bajo las axilas hasta llegar a la cintura, y luego pierna por pierna en subida.

    Trago en silencio e intento no mirar a mi alrededor, pero la intensidad de la chica pesa demasiado. Cuando miro a Nisha ella me devuelve una mirada glacial. No dice nada, pero su silencio sí lo hace.

      —¿Qué hacías con eso, Kars...? —La voz de Letha se disipa cuando la puerta que conecta el vagón con el siguiente es abierta de un chirrido.

     —Ahí está mi niña. —Sonríe Escaballán como un padre orgulloso.

     Los mismos que nos revisan en busca de armas son los que toman nuestras cosas y las apartan de nosotros. Le abren el camino a la mujer recién llegada. Es joven y fuerte, los músculos de sus brazos son más grandes y tonificados que los de Mercy y Nisha. Sus pechos permanecen apretados dentro de una camiseta blanca y algo sucia, tan ajustada como para ver el contorno de sus abdominales. Sus muslos son poderosos y estoy seguro de que sus gemelos son del tamaño de mis brazos.

     Su rostro es hermoso, parece porcelana frágil y contrasta con el resto del cuerpo. Su cabello rubio está atado en una firme coleta, como la que tiene Mercy, afilando sus facciones y destacando unos intensos ojos azules.

     Ella es portadora de una belleza mortífera.

     —¿Qué tienes para mí hoy, pa? —responde.

    —Ese es un apodo que yo no usaría con él, suena algo incestuoso —murmura Myko, olvidándose de mi supuesto robo mientras la mira anonadado.

     —¿Acaso no conoces la historia de Edipo, compañero? —replica la mujer, carcajéandose.

      —¿Serías tan gentil de relatarla para tus oyentes? —pide Mercy sin humor.

     Ella está por hablar, pero me adelanto. Lou Garnier Be, el viejo farmaceútico cuya tienda parecía mi segundo hogar de niño, tenía una obsesión con todo lo que involucraba mitología, ya sea griega, escandinava o egipcia. Tenía una colección lo suficientemente grande como para ser envidiada.

      Solía decirme que los libros eran lo único que en exceso hacía bien, y que en carencia ocasionaba el peor de los males: La ignorancia.

     —Edipo era de la mitología griega, hijo de Yocasta y Layo —empiezo, entendiendo frente a quién estamos. Todos los mitos de los griegos involucran sangre, venganza y cosas que no le hacen gracia a nadie, cosas malas—. Sin saberlo mató a su padre y se casó con su madre.

      El tren ha acelerado lo suficiente como para que nuestro balanceo sobre nuestros pies sea constante. Las ráfagas de aire me calan los huesos cuando llegan a mi nuca y el deslizar sobre los rieles se intensifica en mis oídos, es más claro.

      —Sí, pero hay una pequeña diferencia entre tu Edipo y yo. —Su voz es melodiosa, del tipo seductora—. Yo sí sabía que acostarme con papá mataría a mamá.

       Su sonrisa me hace reconsiderar si debería saltar voluntariamente del tren.

       Tal vez todos deberíamos hacerlo mientras podamos.

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