Capítulo XXXII
Mercy
Salimos a primera luz del día. Nisha se las arregló para recuperar a último minuto mi gorra en la revuelta de anoche. La aseguro a mi cabeza en cuanto partimos.
Tuve suerte de ser la primera en despertarme, encontrar a todos dormidos y que no haya sido al revés. No es como si hallarme durmiendo en el elevador con Karsten hubiera simulado algún cambio o reacción en mi grupo. Con todas las heridas frescas hacer una broma o comentario al respecto es lo último que se les podría haber ocurrido.
Él seguía en la misma posición de horas atrás: encorvado con la espalda contra el espejo y cabeceando el aire. Un grueso mechón de su cabello le caía sobre la frente y le rozaba la mejilla, se tambaleaba levemente con su respiración.
Salí del ascensor apretando los dientes, haciendo el intento de no gruñir a pesar de lo mucho que me dolía cada hueso. Al llegar con los demás me levanté la camiseta y vi que la venda estaba empapada de sangre, me la cambié sola como pude para no perder tiempo y que Letha pudiera descansar un poco más. Pensé que otra cicatriz se sumaba a la colección mientras pasaba algo de alcohol por donde estaba cosida con hilo.
Despertarlos fue la parte más difícil. Saber que por un momento estarían confundidos y aún entre el sueño y la vigilia para luego estrellarse a la realidad con la lucidez no me hizo ninguna gracia. Primero fui por Nisha. No necesité disculparme en voz alta por la forma en que le hablé anoche, ella simplemente asintió y me apretó la mano en silencio. Algo que fascina de nuestra relación es lo mucho que se dice sin decir nada.
Con Clay a veces también pasaba.
Luego desperté a Myko, y siendo Myko de quien hablamos, me sonrió con pereza y algo de tristeza. Me dijo que me veía como la mierda y aunque no quise me reí un poco. «Todos lo hacemos», añadió. Él se encargó de despertar a su hermana y ella de ir por Karsten.
Nadie le preguntó por qué estaba durmiendo en el elevador. Él no dijo nada, simplemente me sostuvo la mirada unos segundos antes de comenzar a prepararnos para salir.
Ahora estamos recorriendo las calles de Saint Rocke con el sol alzándose poco a poco a nuestras espaldas. Aún hace frío y tiro de las mangas de mi chaqueta hacia abajo mientras recorro los alrededores con la mirada. No recuerdo haber transitado estas calles anoche.
—¿Vamos... vamos a ir por su cuerpo? —Inhalo despacio cuando Letha pregunta.
Ni todo el oxígeno del Globo parece ser suficiente para abastecer mis malditos pulmones.
—Si volvemos corremos el riesgo de que el padre de Ernie esté ahí —responde Nisha—. No podemos regresar aunque queramos.
—Ella tiene razón —concuerda Myko—. Además, tenemos que tomar el tren cuanto antes. Enora nos necesita.
—¿Cómo se supone que abordaremos si solo tenemos dinero para dos pasajes? —pregunta Karsten, a nadie en concreto.
Me giro y los veo formando un semicírculo en medio de la calle agrietada. La luz del día deja en evidencia sus ojeras y el cansancio. Se nota en sus voces que ni siquiera tienen fuerzas para debatir mucho más.
—Encontraremos la forma —digo avanzando hacia ellos. Intento disimular el ardor que me abraza el pecho con cada paso—. Ahora solo hay que caminar, ¿sí? Nos enfrentaremos al problema cuando llegue. —No es lo que usualmente haríamos, pero es lo que somos capaces de hacer ahora—. Saquen un par de latas de sus mochilas. Tienen que comer.
Avanzamos sin parar por dos horas. Me aguanto las ganas de rogar por un descanso y ellos se guardan las suyas de decirme que me detenga. Me concentro en llegar a la estación para no tener que pensar en lo que, inevitablemente, termino pensando.
Creo que aún me cuesta creer que la muerte es real. Cuando mi madre falleció lloré por instinto, porque vi a otros llorar, porque tenía miedo, pero el peso de su ausencia me tiró abajo al tiempo que me di cuenta que la posibilidad de que regresase no existía.
Clay estuvo con nosotros por años. Él nos dio un techo bajo el cual dormir, una mano a la cual apretar, y en mi caso, también fue más lejos de lo que iría un amigo. Fue mi primera vez y también el primero en enseñarme a hacer diez tipos de nudos diferente, el que cuidaba de Enora como si fuese su propia hermana cuando yo no podía.
Es malditamente injusto que ya no esté.
Y Ernie... ¿Acaso hay algo que pueda decir de él? No, solo de mí, de cómo tendría que haber sido más prudente. Si tan solo hubiera echado una mirada hacia arriba para ver esos ojos celestes no sería la causa de que los cerrara para siempre.
La estación está semi vacía por ser apenas las ocho de la mañana. El gran edificio de dos pisos se está cayendo a pedazos de a poco y parece haber sido usurpado. Los pasajes los cobran los mismo trabajadores o dueños del tren antes de subir, así que vamos a la pequeña cola que hay esperando en la plataforma, justo frente a la compuerta del segundo vagón abierta.
La mujer que cobra y marca el dorso de las palmas con un viejo sello nos frunce el ceño cuando ve los pocos billetes que tiene Letha en su mano.
—No es suficiente, y solo alcanza para uno. Aumentó la semana pasada —se limita a decir.
Su rostro enmarcado por un cabello lacio, recto y negro, junto con sus ojos rasgados y pequeños me dan pistas sobre su ascendencia oriental.
—¿Qué se necesita para que lo sea? —pregunto, y ella hace un ademán al resto del tren.
—Último vagón —señala, y noto que está observando como me agarro el estómago. Pasa a examinar a los mellizos, a Nisha y luego a Karsten. Una pequeña sonrisa le curva los labios con malicia mientras luce entretenida—. Edipo se divertirá hoy.
Retrocedemos en cuanto cierra con fuerza la compuerta de repente. A través del cristal nos muestra cuatro dedos.
—El tren parte en cuatro minutos, vamos —apura Nisha, pasando una de sus manos por mi cintura para que pueda caminar más rápido—. Hay que convencerlos de que nos dejen subir o tendremos que esperar al tren de medianoche.
Avanzamos por la extensa plataforma con las mochilas rebotando en nuestras espaldas y dejando atrás vagón tras vagón, rostro curioso tras rostro curioso.
—No tengo un buen presentimiento sobre el tal Edipo —acota Karsten.
—¿Alguien más piensa que ese tipo va a patearnos el trasero? —pregunta Myko.
—Yo te lo voy a patear si no aceleras el maldito pa... —Las palabras de Nisha mueren en sus labios cuando el ruido de una compuerta siendo abierta con fuerza corta el aire.
Un hombre salta de ella a la plataforma. Se estira como un felino tras una siesta y quejándose hace sonar su cuello dos veces; es tan delgado como el papel y su cabello peinado en picos y de puntas teñidas de azul lo delata.
—¿Ese es...? —comienza la rubia.
—Jodido Pablo Escaballán —digo agitada por la carrera.
—¿Y quién se supone que es? —indaga Karsten.
—Un imbécil —coincidimos los cuatro a la vez, incluso Letha, la partidaria de no decir palabras ofensivas.
—Hay muchos de su clase alrededor, creo que podrían ser un poco más específicos —murmura el pelirrojo a la vez que Pablo nos ve.
Su sonrisa es de proporciones épicas.
No puedo creer que me acosté con este idiota.
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