Capítulo XXI

Enora

       Se me está comenzando a descamar al piel. Está seca, irritada y pica. Quiero controlarme pero no puedo, me rasco y las costras en mis brazos se rompen. Sangre brota cada vez que mis uñas rozan la superficie quebradiza. Sé que se podría infectar, pero la comezón es la gota que termina de colmar el vaso.

      Me saltan las lágrimas otra vez mientras rasco con más fuerza, con la respiración acelerada y pateando frenéticamente la puerta de la jaula.

     —Por favor... —Es lo único que repito desde que me metieron aquí—. Me comportaré, no intentaré escapar, pero solo sáquenme de...

      Grito en cuanto uno de los perros se abalanza frenético contra la reja, ladrando embravecido y hambriento. Llego a flexionar mis piernas contra mi pecho esta vez, pero sé que eso no evitará que vuelvan a morderme. La primera vez que me dormí sentí los dientes de uno en el muslo.

       No he dormido desde entonces.

       Estoy encerrada con cuatro de ellos desde hace dos días, o eso creo. Antes me tenían en una celda, pero estaba tan desesperada por escapar que hice algo que contrajo consecuencias.

      El hedor, la suciedad, las pulgas, la falta de comida y agua son lo de menos para mí. Pero no los han alimentado ni una sola vez desde que me arrojaron aquí adentro, y sé que no resistirán mucho más.

      Los barrotes de la jaula tiemblan con un sonido agudo cuando el perro choca contra ellos. También han intentado salir de aquí. Se han vuelto agresivos, por eso solo quedan cuatro cuando antes eran cinco.
El quinto está a unos pocos metros. Las moscas no lo dejan y oigo las ratas al caer la noche. He vomitado tanto de verlo que me obligo a siempre mirar en la misma dirección. Me asusta, porque entonces no sabré si uno de ellos viene a atacar.

       —¡Por favor, déjenme salir! —suplico. Mi garganta está seca y cada palabra quema hasta el punto en que podría derretir mis cuerdas vocales—. ¡Por favor, seré buena! ¡Hagan lo que quieran conmigo, todo menos esto!

       Desesperación. Desolación. Terror.

       No sé qué es peor.

       Cierro los ojos con fuerza y lloro. Quiero rezar pero no tengo fuerzas ni para formular una plegaria. Entonces, mis hombros se tensan. Levanto la vista borrosa por las lágrimas para ver un par de botas y, seguidamente, a alguien de cuclillas frente a la entrada de la jaula.

      Él se lleva el dedo índice a los labios mientras lanza lo que parece ser un pedazo de carne hacia los perros, que comienzan a pelear violentamente por él. Me acurruco aún más en mi esquina, pero ni siquiera los miro. Los oigo gruñir, pero mis ojos están en él.

      Lo recuerdo.

      El chico de las escondidas.

      El primer beso de Mercy.

      El de los ojos del sol.

      —¿Zenás? —susurro.

      Él fuerza el candado y este cede. La puerta se abre y gateo fuera. Ni siquiera pregunto nada, lo abrazo a pesar de no haberlo visto en más de siete años.

      Él me corresponde con incluso más fuerza, como si no estuviera dispuesto a dejarme ir. Me abraza como sé que lo haría Mercy, y pensar eso me hace doler cada centímetro del corazón.

     El hijo de Henning siempre fue bueno jugando a las escondidas, así que me dejo guiar por él a un escondite temporal antes de que me saque de aquí.

     —Gracias —susurro sin aliento, recargándome en él mientras nos arrastramos por el recinto a oscuras—. Gracias por oírme, Zenás. Siempre supe... siempre supe que eras de los buenos.

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