Capítulo XLVII
Mercy
No suelo pretender que soy fuerte, simplemente sé que lo soy porque me obligo a serlo la mayor parte del tiempo. Sin embargo, a veces, aunque sean pocas, la armadura se hace demasiado pesada y debo quitármela.
Nunca me gustó llorar delante de la gente. No porque lo considerase algo de débiles, sino porque odiaba que, cuando recibiese un abrazo, eso me hiciese llorar aún con más fuerza. En lugar de aliviarme potenciaba mi angustia, no sé por qué.
Por eso no dejo que Letha me abrace por mucho tiempo. Les digo que se pongan cómodos, tomen la habitación que quieran y curioseen por la casa, pero que necesito algo de espacio. Nadie se niega. Todos ellos me conocen y respetan lo que quiero.
Menos uno.
—¿Puedo pasar? —pregunta Karsten, abriendo un poco la puerta.
Niego con la cabeza, pero él entra igual.
—Así que... esta es tu habitación —dice cerrándola tras de sí y metiendo las manos en sus bolsillos.
Camina alrededor examinando los objetos sin tocarlos, tomándose su tiempo. Suspiro y niego con la cabeza, pero esta noche no tengo energía para mandarlo a pasear.
La casa tiene un sistema de energía eléctrico interno e independiente gracias a todas las medidas que tomó mi padre hace años contra posibles ataques, por lo que he podido encender mi lámpara en la cómoda. Sombras se proyectan sobre mi vieja estantería, que él revisa sin prisa. Pasa el dedo sobre los lomos de varios libros y saca uno que le llama la atención.
Lo observo en silencio sentada en medio de mi antigua —y mucho más pequeña de lo que recordaba— cama. Su cabello pelirrojo adquiere un color algo artificial a la luz amarillenta, y su perfil se torna incluso más afilado con el juego de luz y sombras.
Entonces, se vuelve y toma asiento frente a mí. El colchón se hunde bajo su peso. De cerca veo el ejemplar que escogió. Era uno de mis favoritos de niña: La noche en que Salmeé corrió las estrellas.
—No hubiera imaginado que eras lector —comento.
—No lo soy —confiesa, y una pequeña sonrisa torcida tira de sus labios—, pero claramente tú lo eres. No tendrías una biblioteca en tu habitación de no serlo, y es fácil deducir cómo animarte a partir de eso.
Lo miro curiosa cuando abre el libro por la mitad y lo levanta hasta que queda justo en medio de nosotros.
—Si pretendes que lo huela debo recordarte que no puedo, genio —contesto, creyendo que entiendo lo que quiere hacer—. Siempre quise saber por qué todo el mundo dice que el olor a libro, ya sea viejo o nuevo, es uno de los mejores que hay. A pesar de que no me sorprende... —Me encojo de hombros—. Es normal que cosas como un libro sean así de fascinantes incluso en ese aspecto. Mataría por ser capaz de tener olfato para eso.
En sus ojos brilla algo a lo que no puedo ponerle nombre.
—No lo dudo. —Continúa, exhalando despacio—. Pero a veces, por más que queramos algo, no podemos conseguirlo. No podemos tenerlo todo, Mercy.
Le sostengo la mirada interrogante y sin emitir palabra por un rato.
—¿A qué viene todo esto? —pregunto, alcanzando el libro abierto y bajándolo hasta que descansa entre nosotros.
Él toma una bocanada de aire como si necesitara fuerza para empujar las palabras fuera de su lengua.
—Sé que quieres que Clay esté aquí, Ernie siga con vida y que jamás se hubieran llevado a Enora; que Nisha, Myko y Letha no estuvieran involucrados, que no tuvieras que haber traicionado a Uxia, que yo jamás hubiese aparecido en tu vida para complicarla... —Me mira con empatía—. Pero, aunque queramos ciertas cosas, no podemos tenerlas, de la misma forma en que deseas ser capaz de saber cómo huele un libro pero no puedes: con esa necesidad y anhelo.
Entiendo que sienta culpa, todos lo hacemos por algo. Tal vez sigue pensando en Edipo. ¿Si hubiéramos hecho las cosas de otra forma tendríamos menos sangre en la manos? Este chico terminó haciendo lo que menos quería, matar a una persona, no importa quién fuese.
El cierra el ejemplar que sostenemos juntos. Acompaño la acción con mis manos y pronto las suyas se encuentran a centímetros de las mías sobre la cubierta del libro.
—Quiero que sepas que yo también quiero cosas que no puedo tener, que me gustaría ser capaz de cambiar... —sigue. Trago en silencio pero no digo nada, me limito a escuchar todo lo que tiene para decir—. Pero no tener olfato no es tu culpa, como tampoco lo es todo lo que ocurrió. La vida te pone en situaciones donde hay que decidir, y las acciones que tomas a partir de eso no deberían pesarte como lo hacen, no cuando las tomas con buenas intenciones. Así es como es. Si no te hubieras decidido por la opción A y te hubieras ido por la B habría otra clase de consecuencias, al igual que si optabas por la C, la D o la E. Y no tomar un decisión es tomarla al final, así que... —Niega con la cabeza, enredándose con sus propias palabras—. A lo que trato de llegar es que no tienes que sentirte responsable. Los hechos, malos o buenos, tienen muchos factores, no solo uno. Y, como nunca se puede regresar en el tiempo, no se pueden cambiar. Solo nos queda tomar más decisiones en el futuro y esperar que tengan buenos resultados a pesar de todo.
Guardo silencio, tan extrañada como pensativa acerca de su reflexión. Ya he llorado demasiado. He drenado mi rabia y dolor del día, y ahora que puede pensar sin ellos carcomiéndome la cabeza entiendo su punto. Lo acepto. Solo espero que siga su propio consejo.
Tampoco es tu culpa, zorro.
—Apestas dando discursos motivacionales —concluyo en broma, sonriéndole de lado con pesar.
En verdad ya me he agotado por hoy. No quiero pensar en nada de esto por lo que resta de la noche.
Él se transforma en mi reflejo. Imita mi acción, pero la supera en cuanto toma mis manos sobre el libro. Les da un ligero apretón. La calidez de su piel envuelve la mía y me gusta cómo se siente.
—Es verdad que complicaste mi vida —confieso, exhalando—, pero a veces también pareces ser lo necesario para solucionarla. Tú nos ayudaste y defendiste a pesar de que ciertas cosas iban contra tus principios. —Sus ojos vuelven a brillar bajo la débil luz de la lámpara—. Gracias por aceptar ayudarnos después de todo. Eres... eres un buen muchacho. Quiero que sepas que sí confío en ti y haré todo lo que pueda para cumplir con mi palabra y ayudar a tu madre.
Él parece aturdido tras mis palabras, pero se recompone con los segundos. Aleja sus manos y solo quedan las mías sobre la tapa del libro. Ganas de leer me invaden mientras acaricio el título.
—¿Te importa si me quedo un rato más? —pregunta.
Me limito a negar con la cabeza. Abro el libro y él se arrastra hasta estar a mi lado. Mientras leo las primeras líneas, su mirada no sigue las oraciones en la página, sino que se queda quieta en mí. Siento su respiración sobre mi hombro y el leve roce de su pierna con la mía. Sorprendentemente, me reconforta.
Siempre creí que los lectores necesitaban soledad, pero a veces no es así, sino todo lo contrario: las letras, al ser compartidas, se graban en la memoria incluso con más fuerza. Hasta adquieren más de un significado...
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