Capítulo XLV

Enora

       —Enora —llama Zenás—. Enora, despierta.

       Siento algo frío contra mi mejilla. Al abrir los ojos noto que he caído rendida contra la ventanilla. Me relamo los labios sintiéndolos secos y agrietados antes de girar hacia el chico con ambas manos al volante, aún somnolienta.

      —Lo siento mucho —me apresuro a decir—, no quería quedarme...

      —Está bien, lo necesitabas. —Me mira por un momento y noto que una pequeña sonrisa le curva los labios—. Ya casi llegamos.

       Enderezándome en al asiento miro a través del parabrisas. Está atardeciendo e involuntariamente sonrío. Puede que solo haya estado sin ver un atardecer unas semanas, pero lo extrañé. No ser capaz de escoger si ver el cielo un día parece una insignificancia, pero no lo es. Cuando te privan de los derechos más grandes se nota, pero el peso está en cuando te privan de los pequeños, porque son esos los que más se echan de menos y valoran después.

       Al menos, así lo veía Mercy.

      Dios, la extraño tanto.

      —No he visto a mi padre en siete años —recuerdo, abrumada por lo que está por suceder.

        A veces incluso me cuesta recordar su rostro. Está presente en mi memoria, pero de forma borrosa.

       —Sigue amándote como lo hacía en ese entonces —asegura el chico.

       Sus ojos ámbar son incluso más brillantes y suaves con los últimos rayos de sol iluminándolos. Parecen hechos de oro líquido.

        —Nunca ha parado de hablar sobre el día en que sus hijas regresasen, Enora —cuenta—. Sueña y lucha por eso, y estoy seguro de que intentará no llorar cuando te vea. —Se ríe—. Maldición, daría todas mis raciones de comida por ver a Katriel Orlov lagrimeando.

       De pronto mi corazón parece no tener suficiente lugar en mi pecho. La emoción me estremece y la anticipación me transforma en un manojo de nervios.
Sonrío sin ocultarlo y miro a través del cristal, esperando con ansiedad el momento donde haya más que una ruta quebradiza y desierto a nuestro alrededor.

       No sé qué voy a decirle después de tanto tiempo, y llevando inconscientemente una mano a mi estómago me pregunto cómo reaccionará al enterarse que no solo acaba de recuperar su rol de padre, sino que tiene uno nuevo.

      En otros tiempos le hubiera comprado una camiseta que dijera «Abuelo», ¿pero ahora? Un cuchillo que tenga grabada la palabra es lo más adecuado para regalarle a alguien que vive en El Globo. Tengo miedo de su reacción.

      Me pregunto dónde estará Clay, qué estará pensando. Estoy segura que le restaría importancia al hecho de conocer a mi padre, pero en el fondo estaría terriblemente asustado de dar un paso en falso con su suegro y líder de la revolución.

     Enfrentar nuestra imprudencia no será fácil, pero me propongo hacer todo lo que esté a mi alcance para poner a salvo el bebé, no ser una obstrucción en la lucha que está por ser librada ni un peso en los años por venir. Va a costar mucho, pero si tengo a Clay apoyándome junto a mi familia estoy segura que podremos lograr armonizarlo todo.

     —Algo más —advierte Zenás mientras vamos en subida, y ya al borde de mi asiento lo miro intrigada—, no te asustes.

     —¿Por qué me asusta...?

     Mis palabras se desvanecen en cuanto llegamos a la cima de la eminencia y comenzamos a descender. Trago en silencio y de repente mis pensamientos ya no están y todos mis sentimientos han  sido entumecidos. Solo puedo contemplarlo todo atónita.

     —Bienvenida a la resistencia —susurra el hijo de Henning, acelerando.

      Nunca había visto un avión con mis propios ojos, y nunca creí que sería capaz de hacerlo. A pesar de eso, aquí hay decenas: imponentes estructuras metálicas una junto a la otra, formando una media luna que se extiende por kilómetros. Sus alas hacen sombra sobre la arena y ofrecen techo a un puñado de personas, pero hay miles de ellas. Bajo la ventanilla para mirar el laberinto interminable de tiendas de tela junto a la carretera.

       El flujo de gente es uno que ni siquiera habría obtenido juntando a los mercaderes y compradores de la Plaza del Arcángel y triplicándolos. Nadie nos presta atención, pero yo no puedo dejar de mirarlos.

      Los sonidos son demasiados. Las personas hablan y ríen, hay herreros forjando armas, gente lavando ropa, el tintineo de cubiertos, el grito de niños corriendo, las llamas de las fogatas chispeando, pavas silvando, decenas de caballos relinchando y tirando de antiguos carruajes.

       Hay animales que jamás pensé ver. Hay jaulas también, pero están abiertas y vacías. Ellos van libres entre la gente.

      Me lanzo contra el asiento al oír el primer rugido. Zenás se carcajea y lo miro con el corazón latiéndome en la garganta, impidiendo que emita palabra.

     —Santos... —susurro al cabo de los minutos mientras continuamos avanzando.

    Cuando el motor se apaga sigo inmóvil en mi asiento, tratando de asimilarlo todo, entre fascinada y aterrada por lo que conlleva.

     La puerta a mi lado se abre y me pregunto en qué momento Zenás rodeó el coche. Me tiende una mano y ayuda a bajar. A pesar de estar en tierra firme me siento algo mareada.

    Inhalo despacio. Esto va más allá de una resistencia, esto es una comunidad, una donde los extraños que me ven sonríen curiosos y me encuentro devolviéndoles la sonrisa aturdida. Estamos bajo el ala de uno de los aviones y me sorprende el gran trozo de cielo que me priva de ver. Es descomunal y me pregunto qué se sentirá volar en él.

      Me tambaleo hacia atrás en cuanto una ráfaga de luz blanca se cruza frente a mí. Zenás me estabiliza tomándome del codo y miro confundida a la volatería de palomas mensajeras que gorjean y hacer tintinear las campanas que rodean sus cuellos.

      —¡Malvina! —reprocha el hijo de Henning cuando una niña se abre paso entre las personas, corriendo tras las palomas—. Controla a tus pajarracos.

     Ella, sin aire, se detiene frente a nosotros con las manos sobre las rodillas flexionadas.

      —Lo siento, pero Kumma se reveló y las otras le siguieron —se excusa señalando a las aves, que ahora encuentran reposo y se alinean sobre el ala del avión—. ¿Quién es ella? —añade interesada cuando me ve observando a sus palomas con extrañeza.

     Bajo la mirada y ella se acerca. Me quedo petrificada al ver su cabello largo y liso, peinado en una trenza cocida. Sus mechones no son de un color en específico, sino que algunos son negros y otros marrones. Sus ojos me arrojan al pasado porque solo he conocido a una sola persona con heterocromía: Uxia.

       —Ella es... —empieza Zenás, pero lo interrumpo.

     —Me llamo Enora. —Su edad encaja. La facciones encajan. Tal vez su historia encaje—. Soy... —añado tendiéndole una mano, a la cual mira con curiosidad y cierta desconfianza.

     —Ella es mi hija.

     Vacilo. Oigo la voz que tanto he luchado por mantener presente en mi memoria y busco a su dueño.

    Él está en la cima de las escaleras del avión, con el último rayo de sol iluminando esa imagen que tanto me costó recordar.
Empieza a descender, pero mi corazón me pide que también ayude a hacer desaparecer la distancia y me encuentro corriendo en modo automático, olvidándome de todo lo demás. Nos encontramos al final de la escalera y no lo pienso. Él tampoco. Nos abrazamos como debimos hacerlo antes de separarnos y como se soñé que lo haríamos al reencontrarnos.

      —Hola, papá —digo riendo y llorando a la vez, hundiendo mi rostro en su pecho.

       Estoy en casa.

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