Capítulo XLII

Katriel Orlov

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       A veces los intereses individuales, el de solo una persona, puede destruir la vida de muchas otras. No es equitativo que el poder se concentre en uno y no en todos por partes iguales; es un problema habitual en la historia, ¿pero cómo es que la humanidad siempre tropieza con la misma piedra? ¿Qué ha hecho para prevenirlo?

        Esta tarde encontramos la solución. La revolución llegó para arrasar con toda injusticia impuesta. El reclutamiento, los entrenamientos, favores, sacrificios y cada acción que nos trajo a esto valió la pena. Cada día y noche, cada hora y mes: la población del Globo recuperó lo que había perdido hace tiempo.

        Somos una sociedad libre.

        Tengo fe en que las reglas no son necesarias, que luego de doblegarnos a las del gobierno por tanto tiempo no necesitamos atarnos a ella. Confío que la gente puede vivir en armonía, que aprendió de su sufrimiento y que nadie se alzará a tomar el mando a la fuerza.

       Sin embargo, Henning no cree lo mismo.

      Él dice que la humanidad no tropieza con la piedra, sino que la codicia obliga a uno o a varios, tarde o temprano, a volver a ponerla en el camino como un obstáculo para el resto. Sostiene que las cosas se ven pequeñas sobre la cima de dicha piedra, y eso los hace sentir superiores.

    Esta noche, hace tan solo unas horas, subimos al techo de la Casa de Gobierno para llenarnos los pulmones de un aire sin represión, pero noté algo más: él miraba hacia abajo, hacia El Globo, como si estuviera subido en la piedra.

     Me dijo que el país necesitaba las reglas, un líder que se asegurara de que las iniquidades no se repitieran. Oí el anhelo en su voz y eso me aterró, porque enfrenté la posibilidad de perder a un amigo.

     Y lo hice.

      Me dijo que siempre habrá alguien tratando de coronarse, pero que podíamos evitarlo si nos quedábamos al mando, ¿pero eso no es autoproclamarse rey? Exponerse a la soberanía podía consumirte y eventualmente hacerte creer que tenías un imperio. Luego empeoraba.
Le dije que yo quería un mundo sin reglas, que por eso habíamos luchado, que tenía que confiar en la gente. En mí.

      —No, Katriel, tú tienes que confiar en mí, como siempre lo has hecho.

       Pero ya no lo hago. Ya no estoy seguro de que alguna vez hayamos tenido la misma meta.
Ahora espero lo peor, porque sé que él no cederá y yo tampoco lo haré. No hay punto intermedio.

     Sé que en la mañana nos enfrentaremos y volveremos a hacer lo que todos los gobiernos hacen: separar a la gente y hacer que luche.

    Es todo lo que siempre quise evitar.

    Siento que nada valió la pena, porque no salí de una guerra para sumergirme de cabeza en otra contra mi mejor amigo. No dejé que mis hijas se marcharan para esto, y ahora estoy aterrado porque la lucha parece un bucle sin fin y me prometí que no volvería con ellas hasta acabarla.

      El problema es que no soy inmortal, pero la historia sí lo es.

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