Capítulo X

Mercy

      Muchos se hacen llamar precavidos, pero lo que verdaderamente son es desconfiados. Completa, consciente y voluntariamente desconfiados.

     Yo no tengo problema en admitirlo.

     Antes solía darle el beneficio de la duda a las personas, pero dejé de hacerlo a causa de un periodista. Antes de que el país fuera aplastado bajo el peso de cientos de voces diferentes que no sabían cómo escucharse la una a la otra y, por ende, terminaran aniquilándose con el objetivo de alzarse sobre la otra... bueno, yo asistía a la escuela.

      Recuerdo que papá nos pegaba el grito desde la cocina. Si no te levantabas para la segunda vez que abría la boca serías la encargada de sacar la basura por el resto de la semana. Para el tercer grito era mejor que te hubieran tragado las sábanas porque el hombre te iba a buscar.

      En la cocina siempre nos esperaba el desayuno servido, que consistía en té y medio emparedado de queso para cada una. Él solo tomaba café por la mañana. Uno pensaría que por vivir en un barrio residencial y tener empleados nos agasajarían a cada salida del sol con un banquete, pero no era así.
      A nuestro padre le gustaba hacer las cosas con sus propias manos, y además sostenía que el desayuno era uno de los pocos momentos que podíamos disfrutar en familia dado que trabajaba hasta entrada la madrugada. Le gustaba la idea de que seamos solo nosotros tres.

      El canal de noticias siempre estaba a volumen medio. Ni Enora ni yo nos adueñábamos del mando del televisor por la mañana. Mirábamos lo mismo que él y nos sentíamos en la piel de un adulto por cinco minutos, leyendo todos esos titulares importantes. Siempre estaba el mismo hombre en la pantalla. Años y años mirando al periodista antes de ir a la escuela y todavía no sabía cómo se llamaba.

    Reconocería su voz en cualquier sitio y su rostro estaba más presente en mi memoria de lo que lo estaba el de mi madre.

     Un martes, lo recuerdo porque tenía examen de biología ese día y había estado simulando estudiar con los libros de texto abiertos frente a mí en la cama mientras escuchaba música, el señor de la noticias contó algo sobre un decisión económica, pero añadió:

     «Yo no me alarmaría. El gobierno está haciendo lo correcto, estaremos bien».

     Todo lo que ese periodista decía hasta ese entonces era real. Nunca se equivocaba y, aunque no debería, daba algunas apreciaciones personales que siempre estaban en lo correcto.

     Si lo decía el hombre de la televisión era verdad incuestionable. Por algo lo ponían frente a millones de personas, ¿verdad?

    Sin embargo, el miércoles por la mañana mi padre no me despertó.

     El periodista me demostró que no puedes depositar tu confianza en nadie, sin importar quién sea, a qué se dedica, cuál es su posición socio-económica o cuantos oyentes o televidentes tenga. Las figuras públicas no son de fiar, nadie lo es.

    Karsten, a pesar de su historia, tampoco.

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