Mercy
Enora es muy distinta a mí.
Cuando éramos pequeñas nos parecíamos más, nuestra cercanía era otra, pero cuando crecimos y el mundo comenzó a desmoronarse —o más bien nos dimos cuenta de que lo estaba haciendo— se abrió una grieta entre nosotras.
Asumí mi rol de hermana mayor más en serio cuando nos fuimos de casa, me volví más desconfiada y comencé a velar solo por los que me importaban. Ella permaneció fiel a su esencia de niña: cuando sale a hacer las compras a la Plaza del Arcángel nunca regresa con más de un tercio de la comida que logra comprar. Se la da a los niños que se acercan a los puestos de comida y miran hambrientos cómo se preparan los platos. Les hace trenzas a las niñas a pesar de tener el cabello sucio y grasiento, cosa que yo no haría. Se les acerca a los ancianos que piden limosnas en la calle y siempre les da algo: monedas, un billete, una manzana o incluso, cuando no tiene nada material para ofrecer, se sienta con ellos a hablar.
«Hacerles saber que todos estamos sufriendo y peleando cada día contra lo mismo es demostrarles que estamos juntos, que todavía hay esperanza, que podemos llorar o reír tomados de la mano», me dijo en una ocasión que la miré con desaprobación por comprarle un par de botas usadas –que salieron una fortuna– a un muchacho que andaba descalzo por la Plaza.
La cuido desde que tiene nueve y yo doce. Estamos por nuestra cuenta desde hace siete años, y cuando la desperté una noche y la obligué a salir de la cama le prometí que nada iba a pasarle mientras yo estuviera a su lado.
Pero ahora no lo estoy.
No sé dónde está.
Le devolví el puño de acero a Nisha, pero no me importa tener que golpearlo sin él. No me importa en absoluto que la piel de mis nudillos se esté rompiendo, que me sangren la manos y que mis gritos cargados de impotencia y odio se oigan hasta la Gruta de Eneida.
¿Y si la están privando de agua y comida desde hace tres días?
Cedo al frenesí. Mis puños repiten el movimiento una y otra vez, queriendo oír cada hueso romperse en un millón de pedazos.
¿Y si la están torturando?
No me alcanza con solo esto. Clavo mis uñas en sus hombros y estrello mi rodilla contra su estómago media decena de veces.
¿Y si ese Marcus la está violando?
—¡Mercy, detente! —Pasos veloces bajan por las escaleras del sótano.
¿Y si varios de ellos lo están haciendo? ¿Y si toman turnos?
Lo golpeo en el pecho, sobre el corazón. Quiero hacerle saber lo que se siente tener un corazón abatido y fragmentado.
¿Y si él se aprovechó de ella también?
—¡Clay, detenla! —suplica Letha.
Dos brazos me envuelven la cintura y me tiran hacia atrás. Lanzo patadas al aire y extiendo mis manos hacia el extraño, queriendo volver a alcanzarlo y usarlo como pararrayos de mi ira y pérdida.
—Creo que ya tuviste suficiente, Mer —gruñe Clay en mi oído una vez que su espalda toca la pared más alejana del lugar.
Me zafo de su agarre y pretendo volver a acercarme, pero me freno en seco al mirarlos.
Habían salido en búsqueda de medicina porque a Myko le dolía demasiado la mano y la sentía rota —otro motivo para volver a golpear al pelirrojo—; Letha, su melliza, se preocupó y quiso acompañarlo, y envié a Nisha con ellos por seguridad. Myko no podía defenderse completamente si se metían en problemas y Letha era una versión de Enora.
—Respira, chica —ordena en voz baja la morena de las trenzas, acercándose.
Estoy respirando, desigual y rápidamente, pero lo estoy haciendo. Bajo la mirada y no me sorprende encontrar un pecho que sube y baja en intervalos diferentes. Me miro las palmas y flexiono los dedos antes de volver a hacer puños. La piel está salpicada de rojo, incluso las mangas de mi camiseta están húmedas por la sangre.
Entonces nace la aprensión. Abro la boca para decir algo pero las palabras no salen, así que vuelvo a cerrarla, o eso intento dado que sigo jadeando agitada.
No me arrepiento de tomar venganza por Enora, pero eso no quita que me asuste ver qué tan lejos soy capaz de llegar por eso.
—¿Por qué dejaste que se le acercara, imbécil? —espeta Myko a Clay—. Se supone que nos esperarían.
Cuando me armo de coraje y levanto la cabeza veo al rubio con una muñequera puesta. Clay da un paso al frente y comienzan a discutir, Nisha me observa expectante, probablemente intentado descifrar qué estoy pensando y si debería acercarse más o no.
—Oye, ¿puedes oírme? ¿Me oyes? Por favor, respóndeme. —Horror tiñe la voz de Letha—. ¡Chicos, necesitamos el botiquín!
Cuando la miro correr hacia el extraño me arrepiento de no seguir teniendo la vista fija en mis manos manchadas. Ella le toma el rostro con cuidado, levantando su mentón para que la mire. Él parpadea tres veces, despacio, como si le costara acostumbrarse a una luz: hay sangre saliendo de su sien izquierda, nariz y boca; le chorrea y arruina la camiseta que me las he arreglado para romper en la costura de la manga, exponiendo su brazo, y también he cortada prácticamente por la mitad, que dejando al descubierto su abdomen lleno de moretones.
—Sí, te oigo.
La respuesta calla por completo la pelea entre Clay y Myko, hace que Nisha gire la cabeza y que mi estómago se revuelva.
Quiero vomitar toda la poca mierda que comí en los últimos días. Todos se sorprenden de que pueda ser capaz de decir tres palabras seguidas tras lo que le hice.
—Soy Letha —le dice ella con la misma voz que usa con los niños de la calle—, voy acurarte, ¿de acuerdo? —promete con su empatía extremista saliendo a flote—.¿Podemos quitarle las cadenas? —Se gira hacia nosotros con ruego en sus ojos verdes y su rostro de porcelana cubierto en ansiedad.
—¿Acaso te has vuelto loca? Él se llevó a... —comienza Clay.
—Quítaselas —ordeno retrocediendo, percatándome de algo importante a partir de un detalle—, él ni siquiera ha visto a Enora ni una vez en su puta vida —me percato.
El extraño, osado, me sostiene la mirada.
—No la conoces, ¿verdad? —susurro.
Recuerdo cuando estábamos en La Ratonera y él me hizo volar hasta que terminé en el piso sobre mi trasero: ahora sé que quedó esperando en la puerta para asegurarse de que no me hubiera lastimado realmente. En nuestra pelea jamás levantó una mano contra mí, solo se limitó a mantenerme lejos para no llegar a eso. Tampoco golpeó a Myko, simplemente lo esquivó. Dijo que Enora era linda y que un tal Marcus había estado con ella, pero en el fondo de mi conciencia, cuando lo miro sin la bruma de odio de por medio, tengo el presentimiento de que jamás hubiera dicho eso si supiera que ella solo tiene dieciséis recién cumplidos.
El martes aún tenía quince. ¿Cómo terminan los más pequeños involucrados en las batallas más grandes?
Y, por último, él ni siquiera se quejó o dijo algo cuando empecé a golpearlo.
Se aguantó la paliza como si lo mereciera.
Diablos.
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