XXVII. Irrupción

Silvia no esperaba regresar tan pronto al castillo, mas no le quedaba alternativa.

No le apetecía demasiado mirar a la cara a Álvaro tras enterarse de que había mandado a unos guardias a su casa en pos de la princesa. Debía confiar en ella misma si en verdad deseaba que todo saliese según lo planeado.

Cordelia estaba completamente destrozada y se las tenía que ingeniar como fuese con tal de garantizar que su complicado castillo de naipes no se derrumbase.

Esta vez, llevaba al bebé en brazos; el privilegio de tener una niñera había llegado a su fin.

—Esperemos que el temerario de tu padre no haga ninguna locura, Tristán —le dijo al retoño.

Así habían decidido llamarlo tras un arduo y polémico debate. A Álvaro le parecía un nombre digno de un heredero; por lo que a Silvia respectaba, no le había disgustado.

Como siempre, ahí estaba el mismo intento de guardia vigilando el portón.

—¿Otra vez por aquí? No puedes pasar hasta que llame al señor, ¡¿es que no te ha quedado claro?! —le reprochó el hombre.

—¡¿Y a ti todavía no te ha quedado claro que yo entro cuando me da la gana de todas formas?! —contraatacó la mujer.

—Es igual, pasa —se rindió el centinela, haciéndose a un lado.

¡Cómo no!

«El pobre Alvarito está rodeado de inútiles», se mofó para sí misma.

Se dirigió directamente al salón del trono. Ahí se encontraba Álvaro, que había dejado temporalmente la costumbre de ocupar aquel majestuoso asiento, por lo menos hasta la partida del rey de Holem. Arrodillado ante él se hallaba Alberto, la persona más rastrera que ella había conocido jamás. En una esquina se podía distinguir la silueta de Trueno Sombrío, quien estaba dándoles la espalda a aquellos dos.

«Tan sociable como siempre. Está en su línea», pensó Silvia.

—¡¿Se puede saber cómo has podido dejar que escapara?! —vociferaba un furioso Álvaro— Dejé cinco de mis mejores guardias a tu cargo, Alberto. ¡Cin-co! —enfatizó.

—Lo sé, gran señor, pero, en mi defensa, he de confesaros que fue Trueno Sombrío el único responsable. Él la ayudó a huir.

«Delatar a otras personas. Muy típico de él», comentó para sí misma la mujer.

Nadie parecía haberse dado cuenta de su presencia en aquel lugar. Estaban tan obstinados con el asunto de la princesa perdida que habían pasado por alto su entrada.

—¿Es eso cierto, Trueno Sombrío? —Le dirigió una mirada que pretendía ser intimidante.

«No te salen muy bien, que se diga, cariño».

El muchacho de moreno cabello no contestó.

—¿Por qué lo has hecho? ¡Teníamos un trato! —continuó Álvaro.

No hubo respuesta.

—¡¿Te has olvidado de lo que les sucedió a tus padres?! —inquirió el hombre, totalmente harto y encolerizado.

Trueno Sombrío terminó por voltearse.

—Era una trampa demasiado sucia para mi gusto —se limitó a decir.

—¡¿Me estás diciendo que has dejado escapar a la hija del rey y la reina porque te parecía una trampa demasiado sucia?! —Álvaro no cabía en sí de la rabia.

Se acercó a paso pesado hacia el joven.

En ese momento, la mujer recordó que ella había actuado de manera similar con su hermano. Él le había propuesto marchar juntos al bosque por su bienestar, pero ella se había negado rotundamente. A fin de cuentas, nada la aguardaba en un lugar tan aislado; y aunque continuó insistiéndole durante varios días, ella nunca cedió.

Al final, Simón se había ido con el pequeño ladronzuelo que había conocido hacía no mucho tiempo en su lugar y la fémina se había quedado completamente sola con tan solo quince años, sin recursos y sin conocimiento. A partir de entonces, el corazón de Silvia se volvió de piedra y su alma se tornó negra y retorcida. Comenzó a tejer telarañas y a desarrollar un plan para saciar su sed de venganza, lo que la llevó a interesarse por todo lo relacionado con el saber, de manera que había invertido tanto el cuerpo como la mente en su futuro.

No se arrepentía de nada, había merecido la pena el tiempo y el esfuerzo al fin había dado sus frutos. Se consideraba afortunada de encontrarse en el castillo donde habían vivido los difuntos reyes en aquel preciso momento.

—Lo que pasa es que estás rodeado de cobardes y de ineptos —concluyó Silvia, revelando su presencia a los que estaban allí.

El hombre se volvió, airado y sorprendido a partes iguales.

—La que faltaba.

—Alvarito, ya los conoces, mi amor. Un estúpido mayordomo que vendió a su rey por diez míseras monedas y un huérfano sin sentimientos que busca vengarse mediante personas inocentes. ¿Qué más puedes esperar?

La fémina había clavado la mirada en cada uno de ellos a medida que los iba citando.

—Harpía —susurró Trueno Sombrío.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Silvia— Hablas tan bajo que pareciera que quisieras enterrar tus palabras junto a tus padres.

—¿Sabes a quién voy a enterrar? —amenazó el joven, tomando su daga y lanzándose sobre la mujer.

Silvia no se movió del sitio. Un guardia se había interpuesto entre ellos dos y consiguió frenar el ataque. Sonrió orgullosa. Compartir lecho con el regente de Thys tenía su recompensa.

El joven intentó zafarse del guardia para retomar lo interrumpido, en vano.

—¡Orden, Trueno Sombrío! —mandó Álvaro.

Se dio por vencido.

—Señor —agregó Alberto—, puedo daros información sobre la princesa. Está muy cambiada.

—Te escucho. —Álvaro asintió.

—Se ha cortado su hermosa cabellera y los ojos le han cambiado de color, ahora son de un gris extraño.

—¡Idiota! ¿Cómo va a ser capaz de modificar sus ojos? —argumentó Silvia.

—Es la verdad, mi señor.

—«Es la verdad, mi señor» —repitió la mujer a modo de burla—. Tan cierto como tu lealtad hacia Carlo, ¿no?

Hubo un incómodo, aunque breve, silencio.

—¡Os lo juro, gran señor! Vi sus ojos; ya no son de un bello ocre, sino de un portentoso gris —siguió defendiéndose el mayordomo real—. Esta bruja lo único que busca es engañaros.

—¿Insinúas que soy tan fácil de engañar, Alberto? —inquirió Álvaro, desafiante.

Alberto se había quedado tan pálido como la nieve.

—No quise decir eso, señor.

—Sin embargo, eso es justamente lo que has afirmado —apuntó él.

—Os ruego que me disculpéis si os he ofendido con mis palabras, Majestad —suplicó.

De repente, se llevó las manos a la boca: había pronunciado la palabra maldita.

—¿Qué acabas de decir? —preguntó el dueño de la tierra de Thys.

—Yo escuché un «Majestad» por ahí —advirtió Silvia—, ¿y tú, Trueno Sombrío?

Si las miradas matasen, Alberto habría asesinado a la rubia y atrevida mujer.

—Lo cierto es que yo no estaba prestando atención, aunque supongo que la opinión de un traidor como yo no se tomará en cuenta, ¿verdad?

—¡Tunantes! —exclamó el hombre, al borde de la desesperación.

—Largo de aquí, Alberto —ordenó Álvaro—. Considérate afortunado de seguir con vida.

—Sí, señor. Gracias, señor. Enseguida, señor.

El mayordomo obedeció al momento.

Silvia observó cómo Álvaro se llevaba las manos a la cabeza.

—¡Qué estrés! Voy a descansar un poco o si no acabaré por explotar.

—¿Te vas a acostar solo? —se insinuó la mujer.

—¡Totalmente! —contestó con entera convicción— No tengo tiempo para el placer ahora.

Y se fue.

En el salón del trono solamente quedaban Silvia, Trueno Sombrío y aquel guardia que la había protegido de la agresión. La fémina se dirigió a este último con decisión.

—Disculpa, ¿podrías dejar a Tristán en manos de una de las criadas? —Saboreó aquel nombre— Pesa un poco y me cansa sostenerlo durante mucho tiempo, ¿entiendes?

El hombre tardó un rato en contestar, como si estuviera cavilando la respuesta.

—Está bien —aceptó y tomó al bebé—. Volveré pronto.

A Silvia le había sonado a una advertencia, pero no le importó lo más mínimo; de todas maneras, él trabajaba para ella. El guardia abandonó la estancia.

En ese instante, se aproximó al muchacho con la intención de crear un ambiente de mayor intimidad.

—Me parece que le debes una pequeña visita —empezó.

—No sé qué ganas tú ayudándola, pero conmigo no cuentes, malnacida —se negó él.

—Escúchame bien, niño. ¡Ella es una proscrita! ¿Qué querías que hiciera? —la defendió Silvia.

—No voy a caer en tu juego. Ella me engañó y, encima, es hija de esos déspotas.

—¿Acaso tiene la culpa de lo que hicieron sus padres? Ni siquiera se acuerda de ellos.

—¿Qué quieres decir? —El muchacho había fruncido el ceño.

—¡Ha perdido la memoria!, apenas conserva recuerdos previos a la Luna de Sangre. Mi hermano la encontró en el bosque y quiso cuidar de ella —confesó.

—Es raro que te muestres tan sincera. ¿Por qué razón ayudarías tú a nadie de manera desinteresada? —se extrañó él.

—¿Quién ha dicho que lo hiciese desinteresadamente? Simplemente pienso que Cordelia estaría mucho mejor contigo que con ese payaso —soltó Silvia.

—¿Hablas del chico rubio? Sí que tenía cara de idiota, a decir verdad —admitió el muchacho.

—¡Vaya, mira tú que cosas! —exclamó la mujer— ¡Estamos de acuerdo en algo!

—Sin embargo, no te voy a escuchar. No me conviene en absoluto hablar con ella; eso solo... me distraería.

—¿No crees que os debéis una despedida al menos? —insistió la fémina.

—¿A dónde quieres llegar con esto? —preguntó Trueno Sombrío.

—¿Sabes qué? Te voy a ser sincera, ¡qué demonios! Cordelia no ha dejado de llorar desde que llegó a casa. ¡Es insoportable! —se quejó ella— Me ha contado una y otra vez lo mucho que se arrepiente y que odia haber tenido que jugar con tus sentimientos.

—¿Está en tu casa? —quiso cerciorarse.

—¿Tienes pensado decírselo a Álvaro? —inquirió Silvia, entrecerrando los ojos.

—No podría hacerlo —afirmó él.

—La quieres, ¿verdad? —La fémina dejó mostrar una media sonrisa.

—Casi tanto como te odio a ti —se sinceró Trueno Sombrío.

—El sentimiento es mutuo —informó la mujer.

—¡Me halagas! —exclamó el chico.

—Hagamos lo siguiente, ¿vale? —ideó Silvia— Ven a mi casa y habla con ella, aunque tan solo sea para daros las explicaciones necesarias. Entonces, una vez hayas escuchado todo cuanto tenga que decirte, tú decides si esa es la despedida o no; con total libertad.

—Tengo una propuesta todavía más interesante —agregó él.

—¿Cuál es?

—Quiero comprobar que lo que me acabas de contar es verdad. Entiendes que no me fío un pelo de ti, por razones obvias... Así que tú hablarás con ella y yo escucharé vuestra conversación tras la puerta.

—Mezquino y ruin, justo como me gustan a mí los planes —opinó la fémina.

—No te confundas, bruja, yo no soy así; sin embargo, no confío en ti y esta es la única manera de confirmar que tus palabras son honestas —se excusó Trueno Sombrío.

—Me parece bien —. Silvia le tendió la mano—. ¿También quieres que te preste su diario, de paso?

—¡Controla esa lengua! —rugió él.

—¿Sabes qué? No me apetece lo más mínimo —sostuvo—. En fin, ¿hay trato o no? —preguntó, todavía tenía la mano extendida.

—Veamos si debajo de toda esa capa de maquillaje existen indicios de un posible corazón —comentó el joven antes de darle la suya y cerrar el acuerdo.

Desconocía cómo lo había conseguido exactamente, pero de pronto tenía una presa más atrapada en su tela de araña. Se le hacía la boca agua...

Ya habían separado sus manos cuando regresó el guardia al salón.

—Tu hijo está con Tiana — le informó.

—El hijo de tu señor —remarcó ella—. Más te vale no olvidar ese pequeño detalle. Por cierto, ¿dónde está el rey Claudio? —preguntó— No lo he visto todavía.

—Se ha ido hace dos horas a visitar los campos. Quiere hacer una inspección del sistema de cultivos para valorar el abastecimiento de la República —le contó el guardia.

«Lástima. Me apetecía continuar un poco más con la función antes de irme», se dijo a sí misma.

—¡Oh, qué pena! Bueno, en ese caso, tráeme de vuelta a Tristán; ya es hora de que me vaya —mandó la mujer.

El hombre hizo un sonido que expresaba cierto fastidio, pero no se negó, sino que dio media vuelta y salió una vez más del lugar.

Silvia se quedó esperando, observando toda la escena con sus múltiples ojos de araña.

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