XXIX. Traición
Cordelia había sopesado la opción de echarse atrás y de volver al bosque. No quería causar más problemas.
De alguna forma u otra, siempre acababa huyendo.
Aquella tarde, tras la marcha de Trueno Sombrío, discutió con Marco sobre ello. El joven la había animado a seguir hacia delante, alegando que ella podía con todo lo que se propusiera y mostrando la inocente y tierna sonrisa que la muchacha tanto extrañaba.
Habían decidido quedar por la noche y hablar de las cosas que le habían ocurrido durante su trayecto. Sobre el infinito firmamento se posaba una enorme luna llena que los inundaba con su esplendor.
—Ella siempre ha estado ahí para ayudarme —le confesó Cordelia.
—Creo que no ha sido la única —agregó él—. Has hecho muchos amigos en tu viaje.
—Eso es cierto.
—¿Has conseguido recordar algo? —le preguntó Marco.
—No —contestó—, pero sí he logrado obtener información de sobra.
—Entonces, en lugar de regresar a la cabaña, ¿nos invitas a pasar la noche en tus aposentos, Su Majestad?
El joven hizo una torpe reverencia.
—¡Marco!
—Siempre tan aburrida... —se quejó él.
—¡Cállate, tonto! —lo reprendió la muchacha, dándole un empujón.
—¡Eh! —El chico se lo devolvió.
Ambos reían como dos niños pasándoselo bien; al fin algo de paz para el corazón de Cordelia.
Iba a echar de menos a Trueno Sombrío, pero agradecía poder conservar a sus otros seres queridos, en especial a Marco. Lo amaba con locura: él había sido la razón por la que había seguido adelante.
Lo tomó de la mano con decisión, ansiaba sentirlo cerca una vez más. Él parecía querer lo mismo. Sus labios se aproximaron despacio, muy lentamente, saboreando aquel deseado momento.
—¡No os puedo dejar a solas, tortolitos!
La voz de Simón los había sorprendido y los había obligado a separarse fugazmente.
—¡Maestro! —exclamó el muchacho— Nosotros solo...
—Tranquilos, es comprensible. Sois jóvenes y tenéis toda la vida por delante para disfrutarla.
Cordelia sonrió, se dirigió a paso ligero hacia donde se encontraba el hercúleo varón y lo abrazó con fuerza.
—¿Tú también? La garrapata de Marco es contagiosa, al parecer.
La muchacha lo soltó al instante. Estaba feliz, parecía que todos sus problemas habían quedado en el olvido, que formaban más parte del pasado que del presente y, en cierto modo, así era.
Aquellos dos sin duda habían sido su fuerza, sus pilares, su razón para seguir viviendo.
—La luna está preciosa —opinó Simón, sonriente.
Le resultaba muy extraño verlo sonreír de aquella manera. Sin embargo, como suele suceder en la rueda de la Fortuna que es la vida, cuando todo va bien, algo tiene que salir mal. Una voz que traía malos recuerdos a la memoria de la joven rompió la tranquila escena.
—¡Guardias! ¡A ella! —ordenó aquel hombre de perilla y pelo negros que había buscado a Cordelia en la cabaña.
De nuevo, eran cinco guardias; aun así, la muchacha no se sentía tan sola como aquella vez. Prefirió luchar por su vida a huir despavorida.
«No, no puedo escaparme de nuevo. ¡Tengo que acabar con esto y hacerle frente de una vez por todas!».
—«Ella» tiene un nombre —comentó—. ¡Es a mí a quién buscáis! Tenéis ante vosotros a la princesa Cordelia, hija del rey Carlo y de la reina Mara, hermana del príncipe Rodrigo y heredera al trono.
—¡Por encima de mi cadáver! —vociferó Álvaro.
Simón había sacado su arma y se lanzó en defensa de la joven; Marco hizo lo propio, aun sin armas. Cordelia no se inmutó, se quedó completamente quieta y erguida.
«Venga, muévete», se ordenó a sí misma. «No, mantente serena. No te amedrentes», pensó entonces.
Dos guardias terminaron por agarrarla de los brazos y Álvaro aprovechó que estaba indefensa para acercarse a ella a paso firme y seguro.
—No tienes escapatoria, niña —apuntó él.
La muchacha se limitó a soltar una estrepitosa carcajada como respuesta.
—¿Se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia? —preguntó el hombre, un tanto irritado.
—¡Quitadle las manos de encima! —exclamó el médico, que trataba de zafarse de uno de los guardias.
—Perdón, es solo que... no puedo evitar sentirme poderosa y halagada a partes iguales —admitió Cordelia.
Álvaro esbozó una media sonrisa que expresaba una clara victoria.
—¿Poderosa y halagada? —repitió— Estás inmovilizada y tienes delante a un antiguo soldado de tus padres que pretende matarte.
—¡Por eso mismo! —exclamó— Si no supusiese una amenaza para ti, vendrías tú solo. De todas formas, ¿qué puede hacer una joven indefensa como yo contra un guerrero armado?
—No me vas a engañar con esos trucos, piojo. Voy a acabar contigo con la espada que tenía que haberte dado muerte tiempo atrás. ¿No lo recuerdas? Era una noche de luna llena como la de hoy.
Al decir esto, Álvaro desenvainó la larga espada que tenía colgando del cinturón. Al ver la hoja desnuda, la mente de Cordelia evocó unas imágenes que se le antojaban difusas, pero que se iban tornando cada vez más nítidas.
Fue en ese mismo momento en el que recordó absolutamente todo: el asedio al castillo, los rostros de completa estupefacción de sus padres, a su padre, arrastrándose por los pasillos, llamándola con lo poco que restaba de su aliento para impedir que se acercara y a su madre escondiéndola junto a su hermano en un rincón.
Se vio a ella misma en uno de los corredores, obligando a sus piernas a avanzar. Ya no le quedaba nadie más. Tras ella, uno de los soldados más leales del rey caminaba a paso rápido.
Entonces, llegó a su memoria el sonido de su exclamación ahogada al sentir el frío hierro atravesándole las entrañas. Por último, llegó la oscuridad.
Los ojos pétreos de Cordelia centelleaban, enseñando una chispa de furia que había hecho retroceder a Álvaro.
Se hallaba cara a cara con el hombre que le había arruinado la vida.
Se encendió algo en lo más profundo de su alma que ella desconocía; algo que había llevado siempre consigo, pero que había permanecido apagado. En ese instante supo que, una vez se hubo encendido, no había vuelta atrás.
A continuación, el maestro hirió con el arma a los guardias que la tenían sujeta, lo que provocó que cayesen al suelo y se retorciesen de dolor; la muchacha había quedado libre y empezó a caminar a paso firme en dirección al varón, que retrocedía varios pasos hacia atrás.
Clavó su mirada en la suya, dejando escapar, casi sin querer, una mueca de odio.
El semblante de Álvaro irradiaba puro terror.
—¡Tú, sucio traidor! ¡Gran canalla! —lo insultó ella.
—¡Cordelia! —la llamó Simón.
Ella hizo ademán de silencio con la mano.
—Me has ayudado a recordarlo todo —continuó—. No sé cómo debería agradecértelo...
Entonces, se oyó la voz de Silvia a lo lejos.
—¡Mirad, Su Majestad! ¡Nos ha mentido a todos!
La mujer iba acompañada de un hombre algo obeso. Sus rasgos apenas se distinguían bien debido a la oscuridad de la noche, pero la joven reparó en la barba y el bigote.
Álvaro se había dado la vuelta, ignorando por completo la presencia de Cordelia.
—¿R...rey Claudio? —Su voz era casi imperceptible.
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