XXIV. Mortal

Nada más llegar donde se encontraba Cordelia, Marco le dio un fuerte abrazo cargado de sentimiento.

—Creo que alguien me debe una buena explicación —comentó Simón con su singular voz.

—Sí, la verdad es que tenemos muchas cosas de las que hablar —convino la joven.

—No sabes cuánto te he echado de menos —aseguró Marco tras dejar de abrazarla.

—Yo también te he extrañado —afirmó la muchacha.

—Flora, ¿necesitas que te deje a solas? —preguntó Trueno Sombrío, que no pretendía entrometerse en los asuntos de la joven.

—Gracias, realmente lo apreciaría. —Asintió.

El chico de pelo negro se marchó y Cordelia finalmente se sintió libre de hablar con total confianza.

—Bueno, desembucha —soltó el hercúleo varón.

—Te pido disculpas por haber desaparecido así sin más —se disculpó primero—. Debí haberme despedido, pero no me atreví a hacerlo. Algo me decía que tenía que partir para hallarme a mí misma.

—Veo que no te ha faltado tiempo de conocer gente nueva —agregó el joven de cabellos rubios.

—Si vosotros supierais... No sé ni por dónde empezar.

—¿Has recordado algo u obtenido alguna pista? —inquirió Simón.

—Lo único que sé es gracias a los rumores de la gente. Algunos opinan que la familia real era déspota y autoritaria y otros, contrarios a Álvaro y a su régimen, la defienden —contó ella.

—En fin, para gustos están los colores —pensó en voz alta el maestro.

—Silvia me ha acogido en su casa y he elaborado un brebaje para la gripe para una niña pequeña. Por cierto, Simón, le hablé de ti.

—¿En serio? Me llenas de orgullo, pequeña —admitió el hombre con una gran sonrisa.

—Y un señor me ha dicho que...

Cordelia había estado a punto de mencionar lo que le había pasado con el anciano que oía la voz de la luna, mas optó por omitir aquella información. Simón todavía no sabía lo de la luna y así debía seguir, al menos por el momento. Lo más conveniente para todos sería aguardar la respuesta de la suave voz.

—¿Qué? —preguntó Marco, al ver que había parado de hablar.

—...que lo mejor era no seguir órdenes de ningún tipo —finalizó, contando de ese modo una media verdad.

—¿Y quién era ese tipo tan borde? —quiso saber el muchacho.

Cordelia se percató de que su amigo había fruncido el ceño.

—Es Trueno Sombrío, un chico algo... tímido —informó—. Me ha ayudado mucho estos últimos días, aunque no le he dicho mi verdadero nombre. Él cree que me llamo Flora.

—¿Flora? Sí que les has cogido cariño a las plantas... —apuntó Marco.

—Sin embargo, la niña a la que traté conoce mi nombre. Considero que es de confianza.

—Ten cuidado con confiar en nadie, pequeña —le advirtió Simón—. Oye, ¿seguro que estás cómoda viviendo con mi hermana?

—Estoy muy a gusto, en verdad. Es un encanto —opinó Cordelia.

La muchacha continuó narrando sus aventuras y desventuras a lo largo de su viaje en busca de su identidad. Si bien evitó hablar de alguna que otra cosa, les confesó la mayor parte.

Se sintió todavía más liberada. Habría deseado ser capaz de contarle todo aquello a Trueno Sombrío.

Cierto, a partir de aquel momento podría llamarlo por su nombre real. Se le antojaba un privilegio divino...

Deseó cuidar y proteger aquel secreto como si de un tesoro se tratase. A fin de cuentas, no se distinguía demasiado de uno.

—¡Ha debido de ser muy duro para ti, Cordelia! —dijo Marco una vez esta hubo acabado el relato.

—Bueno, no siempre. Comunicarme contigo cada noche a través de la luna me ayudó bastante —confesó.

El muchacho sonrió de oreja a oreja.

Una voz masculina los sorprendió.

—¡Esa voz! ¿Princesa Cordelia? ¿Sois vos?

La joven miró hacia atrás, no sin miedo. ¿La habían descubierto? ¿Qué debía hacer?

Un hombre de pelo negro y corto y ojos marrones estaba de pie a sus espaldas. Tenía un delgado bigote que le resaltaba el rostro.

A la muchacha le resultó familiar aquel semblante. Tenía la sensación de haberlo visto antes, pero su imagen parecía salida de un sueño, pues no era para nada nítida.

El médico y su aprendiz se pusieron alerta.

—¿Quién eres? —le preguntó Cordelia en un tono que se mostraba confuso a la par que desafiante.

—No temáis, Alteza. ¡Oh, benditos dioses que me habéis otorgado la oportunidad de contemplarla una vez más! —exclamó aquel hombre— Sabía que no habíais muerto. ¡Lo sabía!

—¡Responde a la pregunta, bigotes! —ordenó Simón, desconfiado.

La joven hizo un gesto con la mano para indicar a sus amigos que se tranquilizaran.

—Te he preguntado quién eres.

El desconocido frunció el ceño.

—¿No os acordáis de mí, Alteza? Soy Alberto, el mayordomo de vuestros padres —afirmó él.

—¿Mayordomo? —repitió ella, todavía confundida.

—Princesa, yo he servido siempre a la familia real. ¡No sabéis la dicha que me provoca admirar vuestro rostro una vez más! ¡Por el cielo, que noche tan horrible! ¡Qué trágico final para Sus Majestades!

—Si tan unido estabas a ellos, ¿cómo es que no te mataron aquel día? —inquirió el maestro, dejando ver cierto recelo.

—Alteza, si así lo deseáis, puedo contaros todo lo que preciséis saber sobre aquella noche. —Dirigió una mirada intimidante a Simón— A solas.

Cordelia no supo qué responder. Se encontraba muy cerca de las respuestas que necesitaba. Sin embargo, había algo extraño en aquel hombre. No sabía exactamente de qué se trataba, pero, simplemente, no le inspiraba confianza.

—No pienses que la vamos a dejar sola —agregó Marco.

—Princesa, la decisión es vuestra —se limitó a decir él, ignorando a los otros acompañantes.

—No os preocupéis, chicos —habló finalmente—. Estaré bien, os lo prometo.

—¿Estás segura? —quiso asegurarse el médico.

—Si algo he aprendido en todo este tiempo es que puedo apañármelas sola —afirmó ella.

—No nos alejaremos demasiado —contó Simón—. Si estás en problemas, grita.

—Te estaremos vigilando, bigotes —amenazó Marco, haciendo ademán de no quitarle la vista de encima con los dedos.

—¡No copies mis motes, Marco! —lo reprendió el varón.

—Perdón, maestro, es que me gustó mucho.

Echaron a andar en dirección opuesta. Entonces, se quedaron solos en aquel lugar Cordelia y un hombre que afirmaba haber sido el mayordomo real.

Seguía sin estar del todo convencida acerca de si podía confiar en él, pero no le quedaba otra; tenía que encontrar respuestas de cualquier manera.

—¿Y bien? ¿Qué tienes que decirme? —preguntó ella, dando inicio a la conversación.

—Princesa Cordelia, yo estimaba al rey Carlo con todo mi ser. Es una lástima que ya no esté entre nosotros...

—¡Qué buen actor! ¿Cuánto vas a tardar en llamar a los guardias? —Los sorprendió una voz grave y seca que la joven conocía muy bien.

—¡Trueno Sombrío! ¿Qué hacéis aquí? —quiso saber el desconcertado hombre.

—Así que tú eres la princesa perdida. ¡Qué vueltas da la vida! —exclamó él, haciendo caso omiso a la pregunta del mayordomo.

—Yo... —Cordelia quería expresarse, disculparse, darle una explicación, mas las palabras la habían vuelto a traicionar.

Y los hechos se habían vuelto contra ella.

—Escucha, Alberto, tu manera de actuar es muy sucia. ¿Hacerte pasar por el mayordomo leal y fiel que le va a contar toda la verdad? Lo único verídico de tu historia es lo de tu viejo puesto de trabajo.

—¡Trueno Sombrío, Álvaro la reclama! Lo sabéis mejor que nadie —intervino el hombre.

—¿A qué ha venido eso? —Su gélida mirada se clavó en los ojos de Alberto. La muchacha podría haber jurado que esta le había traspasado el alma.

—Yo... quise decir que... ¡Guardias! —gritó de pronto.

—¡Flora, huye! —mandó el joven, que se lanzó sobre el extraño y le agarró fuertemente el cuello.

Cordelia obedeció sin pensárselo dos veces. No tardó en ver cómo una manada de guardias comenzaba a perseguirla.

Sus piernas no podrían luchar contra siete vigorosos hombres que le pisaban los talones. Por fortuna, Marco y Simón se sumaron para ayudarla. No tenía por qué luchar sola.

—¿A dónde creéis que vais? —preguntó el rubio joven cuando les hubo bloqueado el camino.

—No me gustan nada los tramposos como vosotros —aclaró el médico.

La muchacha aprovechó aquella distracción para ganar ventaja, aunque fuera poca, sería vital.

Miró hacia atrás para comprobar que habían quedado algo lejos. Aun así, no se dejó vencer por la distancia. A continuación, se chocó contra alguien. Esta vez, cayó al suelo.

—¿Qué se supone que haces correteando por la calle?

La voz de Silvia se asemejaba a la de una diosa que acudía a su rescate o, al menos, eso le había parecido a la muchacha.

—Los guardias me persiguen. ¡Me han descubierto! —confesó.

Cordelia observó a la mujer quedarse totalmente boquiabierta.

—¡Vamos! —le dijo.

La tomó de la mano y la condujo a toda prisa. En ese momento, la joven se sintió peor que antes por aquellos a quienes había fallado: había metido a la hermana de su maestro en un enorme problema, lo mismo le había hecho a Simón y al chico al que amaba y, por si fuera poco, también había fallado a Trueno Sombrío, quien tanta confianza había depositado en ella.

¿Le volvería a hablar después de conocer su mentira? ¿Volvería a verlo siquiera? ¿Cómo podía ser tan cruel y egoísta? Lo justo sería que él no volviese a dirigirle la palabra nunca más.

Su mente evocó el primer encuentro con aquel misterioso muchacho. Había entrado a la taberna sin dinero. Allí había dos hombres que discutían acaloradamente: el primero había vociferado que él nunca le haría una cosa semejante a un amigo; el otro se había burlado de él. Eso casi dio inicio a una pelea seria, pero fue interrumpida por una daga.

Puede que ella no se diferenciase mucho de aquel siniestro joven de cabello y ojos negros: él trataba de acabar con todo aquello que lo incomodaba lanzando dagas que hiciesen daño; ella, en cambio, intentaba hacer todo lo posible por arreglar lo que estaba roto, sin darse cuenta de que lo estaba estropeando todavía más.

Había llegado a una conclusión: todo su ser era un potente veneno y estaba acabando con las personas que más le importaban.

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