XX. Premura
De pronto, Cordelia se encontraba de nuevo en aquella taberna donde había empezado todo. El lugar en el que había visto por vez primera a su acompañante.
El dueño del local les atendió al momento; seguramente debido a la presencia de aquel muchacho.
—¡Trueno Sombrío, siempre es un honor vuestra visita a esta humilde taberna! —dijo nada más llegar a la mesa.
La muchacha se había dado cuenta de que la había pasado completamente por alto en un principio, mas, al finalizar la frase, le dirigió una mirada de extrañeza.
—¿Vas a seguir intimidándola con la mirada o nos vas a tomar nota de una maldita vez? —preguntó el molesto joven.
—Por supuesto, Trueno Sombrío, disculpad mi desvergüenza —se excusó—. ¿Qué os sirvo por aquí?
—Yo quiero una cerveza bien fría —pidió el muchacho —¿Tú?
—Yo... esto... un zumo de manzana, por favor.
—Muy bien. ¡Marchando! —El propietario no tardó en marcharse.
—¿Solo vas a tomar eso? —inquirió Trueno Sombrío.
—La verdad es que... ando escasa de dinero —confesó Cordelia.
—Ah, entiendo. En ese caso, has elegido bien. El zumo vale muy poco últimamente.
—¿Cuánto? —quiso saber, desesperada por tan solo contar con tres monedas.
—Dos monedas —concluyó el muchacho.
La joven lanzó un suspiro de alivio.
—Salvada. ¿Y la cerveza?
Lo cierto era que tenía ganas de invitarle como agradecimiento por la ayuda de antes.
—La cerveza son ocho. Tranquila, soy partidario de que cada uno pague lo suyo —añadió.
—Menos mal.
—Eres de lo que no hay —comentó antes de soltar una carcajada.
La muchacha había comenzado a acostumbrarse a aquella seca y marchita risa.
El camarero avanzó hacia la mesa rápidamente y dejó allí las bebidas.
Cordelia prefería pagar de inmediato y quitarse eso de encima. De repente unas imágenes acecharon su cabeza: las tres monedas que llevaba en la mano, la mesilla que tenía cerca de la cama en la habitación de la casa de Silvia, la irrupción de los guardias.
Se quedó más pálida de lo que ya era por naturaleza. No llevaba nada encima.
«¿Por qué siempre me tiene que pasar esto a mí?», se preguntó a sí misma.
Sin que ella lo esperase, el joven sacó una bolsa del zurrón y se la entregó al dueño.
—Ahí van diez monedas —afirmó.
—Gracias, Trueno Sombrío —se limitó a decir el hombre antes de alejarse.
Cordelia nunca había deseado con tanta fuerza que la tierra la tragase como en aquel momento.
—¿No habías dicho hace unos instantes que...? —trató de preguntar.
—Tu cara de pececillo desesperado me lo ha dicho todo.
La joven obvió aquella ofensiva comparación.
—Lo siento mucho —se disculpó.
—Parece que ahora estamos en deuda —comentó Trueno Sombrío.
—Así parece —concordó ella.
El zumo no le supo demasiado bien aquel día.
—Es hora de que nos larguemos —soltó él una vez hubieron acabado ambos.
La muchacha asintió.
Caminaron hacia la salida del local. El muchacho iba un par de pasos por delante de Cordelia, de manera que él salió antes que ella.
Justo en la puerta principal, la mujer se cruzó con un cliente que estaba entrando. Se fijó en que guardaba un puñal todavía con restos de sangre en el cinto.
«Será mejor que salga de aquí cuanto antes», pensó la joven.
Y eso hizo. Fue entonces cuando vio a Trueno Sombrío profiriendo gemidos de dolor.
Cordelia se atemorizó al descubrir que sus manos se hallaban apoyadas a la altura del riñón.
—¡Trueno Somb...! —se escandalizó, pero el joven la cortó enseguida.
—¡Shhh!
Se acercó a él y contempló con horror que tenía las manos empapadas en sangre.
—¡Diablos! Vale, tranquilo. Siéntate con cuidado —le ordenó en un tono suave y lo suficiente bajo como para no molestarlo.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó él con recelo.
—Tú solo déjame ver —le pidió ella.
Terminó por hacerle caso. Cordelia examinó la herida: no tenía pinta de ser un corte muy profundo. Lo más probable era que el causante lo hubiese hecho a toda prisa, sin siquiera darle tiempo a pensar.
Eso podría jugar en su favor.
La muchacha entró de nuevo en la taberna, rauda y veloz.
—¡Necesito agua y un trapo, por favor! —exclamó.
—Pues te esperas como todo el mundo, niña —espetó aquel al que había visto entrar con el arma.
No había duda de que había sido él.
—¡Es urgente! ¡Trueno Sombrío está herido!
La desesperación de la joven iba en aumento.
—¿Es muy grave? —le preguntó el propietario.
—Si no se le trata cuanto antes puede llegar a serlo —afirmó Cordelia, que todavía no llegaba a comprender por qué aquel hombre se demoraba tanto en darle lo que precisaba.
—¿Tienes pensado pagarlo, jovencita? —inquirió este.
—¿Qué? —Fue la única palabra que pudo articular la muchacha.
—Si no vas a pagar por algo que vas a consumir no eres más que una sucia ladrona —aseguró el camarero.
—Bien dicho, Jacinto —lo apoyó el cliente.
—No lo comprendo. Hace menos de cinco minutos estabas dispuesto a besar el suelo por el que pisaba Trueno Sombrío, ¿y ahora no eres quien de ofrecerte para ayudarlo? —La joven había rozado el punto más álgido de la exasperación, creía estar perdiendo un tiempo muy valioso.
—Lo único para lo que sirve es para atemorizar al pueblo. Si se muere, bien por él; se lo tiene merecido —finalizó el dueño, quien se puso a charlar con el otro hombre, ignorando de tal modo a Cordelia.
—¡Sois de la peor calaña habida y por haber! —gritó ella, enfurecida por completo.
Abandonó la estancia adivinando que sería inútil continuar allí.
El muchacho seguía donde y como lo había dejado, apoyado sobre la pared de madera exterior del local.
—¿Crees que podrás aguantar a pie? —le preguntó algo esperanzada.
—¡Pues claro, ni que me estuviera muriendo! —habló con un hilo de voz.
La muchacha tuvo que tomar una difícil a la vez que drástica decisión; arrancó una de las mangas del preciado vestido verde que le había regalado su maestro. El último recuerdo de aquellos cálidos momentos en el bosque. Rodeó con él el vientre del joven, a modo de venda provisional.
—Bien, vamos —dijo al terminar.
Cordelia lo ayudó a incorporarse y cargó con él todo lo que pudo. Quería llegar a la casa de María, allí no dudarían en echarle una mano en todo lo que fuese necesario.
El camino fue duro y largo. Cada minuto contaba: era algo que sabía muy bien.
Simón solía repetir aquella frase al iniciar cada lección y aquellos quince minutos la habían puesto de los nervios.
Sin embargo, finalmente se hallaba justo ante la puerta. Llamó.
La recibió el padre de Nadia, desconcertado.
—Necesitamos su ayuda, señor —imploró la muchacha.
Sin darse cuenta, el tono de su voz se mostraba algo cortado.
—Pasad, pasad —dijo él al asimilar la situación— Nuestro dormitorio está libre. Al fondo a la derecha —les guio.
—¡Gracias! Necesitaré agua, un trapo, una hoja de aloe vera, aguja e hilo y, a ser posible, una infusión de tomillo. Ah, y si me puede traer unas vendas con un poco de miel se lo agradecería muchísimo —solicitó ella.
—¡Ahora mismo! —aceptó el hombre.
Mientras el esposo de la tendera se encargaba de lo pedido, Cordelia se centró en llevar a Trueno Sombrío a la habitación y dejarlo con cuidado sobre la cama. Entonces, quitó la manga del vestido.
El hombre apareció al poco con una jarra llena de agua, el trapo, la aguja y el hilo, las vendas y la hoja de aloe vera.
—Voy a preparar la infusión —anunció.
—Sí. Rápido, por favor —demandó una determinada Cordelia.
No tardó en ponerse manos a la obra.
Primero, levantó la parte de arriba de la vestimenta con sumo cuidado, procurando no hacerle ningún daño. Después, humedeció el trapo con el agua y lo deslizó con extrema precaución por la zona dañada. De todas formas, él se quejaba de cuando en vez.
Una vez hubo terminado de limpiar bien la herida, pasó también la hoja de aloe vera, que, según su maestro, ayudaba a la cicatrización. A continuación, venía el paso más complicado: coser la herida.
Aquella sería la primera vez que Cordelia pondría en práctica algo que solamente conocía en teoría.
Tenía mucho miedo de hacerle el menor daño, por lo que trató de no pensar en ello y empezó a coser. Le temblaba la mano, pero muy poco. En ese sentido, no fue un obstáculo y, al final, consiguió cerrar el corte.
Luego le rodeó la cintura con las vendas impregnadas de miel que ayudarían a acelerar la cura y al rematar se limpió el sudor de la frente con la muñeca, profundamente agotada.
«Muy bien, Cordelia. Ahora, inhala... y exhala», dijo para sus adentros.
—¡Traigo la infusión! —informó el padre de Nadia.
—¡Justo a tiempo! ¡No sabe cuánto se lo agradezco! —se sinceró la muchacha, tomando el tazón.
Hizo que el joven se levantase un poco, lo suficiente como para poder beber.
—¡Sabe a rayos! —protestó él.
—¡Termínala de una vez, quejica! —ordenó Cordelia, cansada tras los últimos acontecimientos.
Este obedeció al instante, algo confuso por la resolución de la mujer. Se la bebió poco a poco, pero no dejó una sola gota.
—Buen chico —lo apremió ella.
—¡Esto es denigrante!
—¿El qué? ¿La idea de que te haya salvado una chica? —preguntó ella en tono burlón.
—El hecho de que me hayan salvado, simplemente.
A la joven se le borró la sonrisa del rostro al escuchar aquellas palabras. Recordó lo que había dicho el hombre de la taberna: «lo único para lo que sirve es para atemorizar al pueblo».
—No tienes por qué contarlo, podemos guardarlo como un secreto —propuso ella.
—No es eso, Flora. ¿Sabes qué? Olvídalo.
—Perdón si he dicho algo fuera de... —quiso disculparse.
—Gracias —la interrumpió el muchacho.
Cordelia se ruborizó sin saber exactamente el motivo. De todas formas, aprovechó el momento para burlarse de él como lo había hecho con ella.
—¿Has dicho algo?
El joven le dedicó la más gélida de las miradas, sin duda no le había hecho ni un poquito de gracia.
—¿En serio estás intentando ponerte a mi altura? Déjame decirte que no te sale, se necesitan años de práctica —apuntó este.
La princesa se echó a reír; al menos no había perdido el sentido del humor.
—Entonces, ¿no vas a repetir esa palabrita mágica? —inquirió con tono burlesco.
—No sigas por ahí, Flora, que mi favor tiene un límite... —amenazó de buen grado.
—No ha sido nada —soltó al fin Cordelia.
Tampoco le apetecía meterse con él en un momento tan vulnerable como aquel, ya tendría otra oportunidad de hacerlo (y no la dejaría escapar).
—Ahora soy yo quien está en deuda contigo —agregó Trueno Sombrío.
—No te preocupes por eso. No lo he hecho para que estés en deuda —aseguró la joven.
—Me da igual, es lo que he decidido —sentenció.
—Haz lo que te dé la gana, Trueno Patético.
Ahí estaba su nueva oportunidad. ¡Menuda suerte!
—¡Deja de llamarme así! —se quejó el muchacho.
—Hola, soy Trueno Patético y me ha salvado el pellejo una chica que no recuerda ni llevar dinero encima —se burló Cordelia, imitando de mala manera la voz del chico.
—¡Oye, yo no hablo así! —exclamó él.
—Yo no hablo así... —siguió burlándose.
—¡Flora, eres realmente mala cuando quieres! —se le escapó una risilla que le provocó cierto dolor.
—¿Estás bien? —preguntó Cordelia, alarmada.
—Quizá solo cuando quieres —apuntó el joven.
Sin darse cuenta, se habían quedado muy cerca el uno del otro. Se encontraban frente a frente, mirándose fijamente.
Sus ojos azules se habían clavado en los oscuros iris del muchacho. En aquel mismo momento, Cordelia sintió que había algo que los conectaba. Permanecieron así un rato más, disfrutando de aquella suerte de vínculo especial.
Entonces, habló aquella dulce voz e hizo que la muchacha volviese de pronto a la realidad.
¿Tan pronto te has olvidado de Marco?
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