XVII. Logro

Al día siguiente, Cordelia salió de la casa de Silvia para hablar con la tendera sobre el estado de salud de Nadia.

Le sorprendió enterarse de que la hermana de Simón no había pasado la noche en la vivienda. Allí solo estaba la llamada Verónica cuidando del bebé.

«Supongo que el lugar está a petición del cliente», pensó, tratando de buscar una razón.

Se sentía culpable por abusar de su hospitalidad. Debía hallar un trabajo lo más pronto posible.

La tendera estaba en el puesto, lo cual era buena señal.

—Buenos días, ¿qué desea? —Parecía que aquella frase la llevaban siempre consigo, mecanizada por completo— ¡Oh, dioses, eres tú!

—Hola, señora. Verá yo... —intentó hablar la joven.

Enseguida fue interrumpida por una clienta.

—Disculpe, ¿me puede dar media docena de remolachas rojas?

—¡Faltaría más! Son quince monedas —comentó la vendedora.

—¡¿Quince monedas por seis remolachas?! ¡Qué barbaridad! —exclamó la molesta clienta.

La mujer trató de excusarse.

—Lo siento, señora, así están las cosas. Ya ha de saber qué clase de tiempos corren.

—¡No hay derecho! Yo pago mis impuestos, ¡no soy quién de ser víctima de semejante robo! —siguió quejándose la señora.

—No pongo en duda que contribuye al igual que todo el mundo, pero la remolacha subió de precio hace ya dos semanas.

—¡Ay, si el rey Carlo levantara la cabeza! —expresó la clienta.

—Si el rey Carlo levantara la cabeza se dejaría guiar por la harpía que tenía como esposa.

Cordelia se había sumado a la conversación y había opinado sobre el tema casi sin querer.

—Vaya —se sorprendió la mujer, que giró la cabeza para mirarla directamente a sus ojos azules—, así que, ¿eres republicana, niña?

La joven no respondió. Había decidido que era mejor que no continuase llamando la atención de tal manera.

Lo único que pudo hacer fue mantener la mirada firme en los ojos verdes de la señora, en medio de un completo e incómodo silencio tan solo afectado por el ruido del gentío que las rodeaba.

Al fin, la mujer volvió la vista a la tendera.

—Bueno, ¿y qué tal van los pimientos?

—Están de oferta: tres monedas el kilo —contestó.

—Música para mis oídos. Me llevaré uno, si es tan amable —terminó por decidirse la señora.

Una vez hicieron el intercambio, la vendedora le ofreció las tres monedas que había recibido a Cordelia.

—Ten —le había dicho—. No es mucho, pero es más que nada.

—Yo... no puedo aceptarlo —se negó la muchacha.

—Insisto. Tómalo como pago por haber tratado a mi hija.

—De eso mismo venía a hablarle. ¿Cómo se encuentra Nadia? —preguntó, evadiendo el tema del dinero.

—Muchísimo mejor —declaró ella—. Sin duda ese brebaje hace milagros. ¿Se puede saber quién ha sido el médico que te ha enseñado?

—Se llama Simón y es uno de los mejores en su oficio —presumió la joven.

—¡No me cabe la menor duda! Se nota que le guardas bastante aprecio.

—Bastante es poco. ¡Él me ha salvado la vida! —le contó Cordelia.

—Si algún día se pasa por aquí para comprar algo, se lo regalaré en agradecimiento por tu labor, ¿te parece bien?

—¡Muchísimas gracias, señora! —exclamó la alegre muchacha.

—Nada de «señora», jovencita —apuntó ella—. Llámame María.

—De acuerdo. En ese caso, María, puede llamarme...

En ese momento no supo qué contestar. Le había revelado su nombre a Nadia porque confiaba en ella, por lo que lo más lógico sería darles la misma respuesta a sus padres.

Sin embargo, sintió temor de que la reconociesen. ¿Podría tener fe en que no la delatarían? Tendría que arriesgarse para descubrir la verdad.

—Cordelia —soltó, finalmente.

La mujer había abierto los ojos, en un gesto de sorpresa. El miedo de la muchacha fue en aumento.

—¡Qué curioso! La princesa perdida y tú compartís el mismo nombre —resolvió.

—¿La princesa perdida? ¿Usted cree que todavía sigue viva? —inquirió ella, con cierta curiosidad.

—¡Vaya si lo creo! Lo afirmo. Su Alteza volverá para hacerse con las riendas del poder y nos sacará de la miseria en la que vivimos —explicó María.

—Pero, ¿acaso no eran los difuntos reyes severos y duros con el pueblo de Thys?

—El rey vivió eclipsado por la egoísta y caprichosa reina Mara, cierto. En cuanto al heredero, el príncipe Rodrigo, no podemos decir con total seguridad que fuese igual de déspota que sus padres, ya que era muy pequeño para comprender nada. Pero, si existe un hecho veraz es que el corazón de la princesa Cordelia estaba inundado de bondad y generosidad. ¡Era un ángel viviendo entre demonios! Tristemente, las fatídicas circunstancias condujeron a la mortífera noche conocida como Luna de Sangre. Ella se salvó, no tengo la menor duda. Su dulzura debió de haber enternecido al imperturbable sino —opinó la mujer.

Aquellas palabras provocaron que la joven sacase su mejor sonrisa. La había tranquilizado escuchar que ella había sido buena antes de perder la memoria.

—Sin embargo, he oído que el nuevo regente de Thys ha prometido una gran recompensa por su cabeza —agregó Cordelia.

—Te diré una cosa, muchacha. Ese hombre solo atiende a su propio beneficio. Lo único que le importan son los vicios, más en concreto el de acostarse con una mujer de cualquier clase. Por culpa de sus actos las personas, ahora hambrientas y pobres, sufren. Pero hemos de soportarlo pues, si bien el tiempo tiene la última palabra, la princesa se encargará de que se haga justicia.

—¿El pueblo no puede luchar por sí mismo? ¿Es preciso que dependáis de una joven que no es más que un espectro? —preguntó Cordelia, un tanto agobiada por la presión que sentía caer encima de ella.

—Nadie mejor que ella para vengar sangre con sangre. Imagínate la ira y la cólera que residen entre sus venas. Ella también ansía venganza —aseguró la tendera.

—¿Y si no es así? ¡¿Y si ella lo único que desea es un hogar y una vida?! —Alzó la voz que tanto había combatido por controlar.

—Hablas como si la conocieses. No importa —abandonó el controvertido tema—; acepta estas monedas, anda.

Le tendió la mano en la que retenía las tres monedas que le había dado aquella escandalosa señora. Optó por tomarlas y no llevarle la contraria una vez más.

—Volvemos a vernos —la saludó una voz a sus espaldas.

Era una voz seca, muy seria y profunda. No le costó adivinar quién se encontraba justo detrás de ella.

Dio media vuelta solo para confirmar lo que le indicaba su instinto.

Allí estaba: el misterioso muchacho de cabello y ojos de color similar, negro como el carbón.

—Trueno Sombrío —lo nombró esta, a modo de saludo.

—Me gusta cómo suena cuando lo pronuncias tú. Le das el «toque» que requiere —comentó él.

—No... no entiendo a qué te refieres —admitió Cordelia.

—No es necesario que lo hagas.

—Para ser un personaje tan siniestro, paseas demasiado por la ciudad —apuntó la muchacha.

—Se podría decir que esta ciudad es mía. Bueno, todo Thys me pertenece, en realidad.

—Eso tampoco lo he comprendido —volvió a admitir la joven, confusa.

Él rio.

Su risa era extraña, casi lejana.

—¿Se puede saber de qué te ríes? ¿No tienes maleantes a los que atormentar? —preguntó ella, algo cansada de que la tratase como si fuese un bufón.

—Me pareces graciosa, nada más. Y no, me he quedado sin maleantes; prefiero martirizarte a ti esta vez.

—Al menos eres sincero —señaló la muchacha.

—Sí, ese es uno de mis pocos defectos.

A Cordelia ya le estaba empezando a irritar. Si bien era cierto que, al principio, le había parecido un joven con multitud de incógnitas y ninguna respuesta, ahora se le antojaba un niñato presuntuoso e inmaduro.

—¿Podrías decirme cuáles son los demás? —quiso saber la joven.

—La irascibilidad y que me llegue a interesar tanto una chica como tú —enumeró él.

A Cordelia la había dejado atónita el último que había mencionado. No esperaba aquella respuesta.

No sabía exactamente si lo que la había dejado estupefacta era el hiriente «como tú» o si, en cambio, se trataba del hecho de que él había afirmado que ella le interesaba.

—No te lo tomes a mal —añadió él, al ver su reacción—, sino como un cumplido. Eres tan especial como para llamar mi atención, lo que, sin duda, se te da especialmente bien.

—¡Piérdete, Trueno Patético! —se enfadó ella.

—¿Trueno Patético? Tienes agallas, es la primera vez que alguien se atreve a meterse conmigo con un insulto tan... infantil.

—No sé muy bien qué significa tener tu favor y me importa bien poco la verdad —admitió ella—. Solo te pido que dejes esa altanería cuando estés cerca de mí. Si crees que funciona déjame decirte que estás muy equivocado.

La princesa se había desahogado con aquel chico. Lo último que necesitaba oír era el tono repelente de una persona que se creía superior a los demás seres humanos.

—Parece que hoy no estás de buen humor, que se diga —apuntó él—. Me voy, entonces.

Dicho y hecho, Cordelia se quedó finalmente sola en las concurridas calles comerciales.

«¿Qué mosca le ha picado?», se preguntó.

En aquel instante, comprendió lo que significaba tener el favor de Trueno Sombrío y se arrepintió de habérselo ganado.

«Tenías que haber defendido a los otros dos, Cordelia», se dijo a sí misma.

Tenías que haber regresado a la cabaña del bosque, Cordelia.

Eso le había susurrado al oído aquella suave y melódica voz.

«Allí nunca encontraré mi identidad, luna».

Y estaba en lo correcto. Había logrado grandes avances: desde conseguir tres monedas hasta obtener información acerca de su «yo» pasado.

Había valido la pena haberse arriesgado de semejante manera.

No sabía a ciencia cierta cuál debía ser el siguiente paso, pero le entraron unas ganas inmensas de proteger a sus seres más queridos. Dejando o no rastro de sangre era una decisión ajena.

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