XVI. Alianza
—¡Que nuestros lazos sean tan fuertes como la voluntad del Destino! —deseó el rey Claudio.
—¡Brindemos por ello! —exclamó Álvaro, tomando dos copas de la mesa que había preparado uno de los sirvientes.
Le entregó una de ellas al monarca y, a continuación, brindaron por su acuerdo de paz.
—Esa hembra vale su peso en oro —comentó el soberano viéndose en un clima de intimidad.
—No lo podríais haber dicho mejor, Su Majestad —sostuvo el hombre.
—¡Oh, Álvaro! Siempre supe que tu corazón era puro —reconoció el rey—. Te doy mi más sincero agradecimiento por haber protegido a una descendiente de Holem.
Fue en ese momento, en medio de la celebración, cuando entró Silvia, quien, tal y como dictaba el protocolo, se dirigió al monarca con una respetuosa reverencia.
—Su Majestad, os ruego que me disculpéis, mas mis miserables ojos todavía no se han creído que vuestra imagen sea real —habló.
—¡Acércate, hermosa doncella! —Al decir esto Álvaro intentó retener una traicionera risilla— Vuestros ojos bien pueden denegar esas sospechas con la ayuda de los otros sentidos.
El rey Claudio acarició los rubios mechones de la mujer.
—Ahora, dime, ¿comprenden ya tus ojos que el soberano de Holem está aquí, ante ellos? —preguntó él.
—Finalmente lo han comprendido y se han rendido a vuestros pies. Los he sentido arrodillarse y clamar vuestro nombre —afirmó Silvia.
—En tal caso, que tus oídos escuchen bien lo siguiente que te diré.
—Mis oídos solo quieren escucharos a vos, mi rey.
—El tratado de paz ha sido firmado. En verdad te anuncio que un día no muy lejano amanecerás en mi reino, rodeada de prosperidad y buenaventura —confirmó el soberano.
—¡Oh, por la gran diosa Tisia, que vela por la paz y la fraternidad! —exclamó la mujer, pronunciando el nombre de una de las divinidades más veneradas por los habitantes de Holem— ¡Es, sin duda alguna, una muy buena nueva, mi señor!
—Todo tu padecimiento forma parte del pasado. ¡Que la ira de Ter caiga sobre mí mismo si miento sobre tu floreciente futuro! —exclamó, nombrando a su dios de la guerra.
—Ciertamente no encuentro forma alguna de pagaros tal dicha. Lo justo será que mi vida repose en vuestras manos —añadió Silvia.
—No te preocupes por el trueque en este momento de alegría, linda flor. Álvaro, me retiro a mis aposentos. Ha sido un viaje largo y preciso descansar —le contó el monarca al enmudecido hombre.
—Por supuesto, Su Majestad. Aguardo veros en la cena de esta noche —comentó Álvaro, haciendo una leve inclinación.
—No lo dudes.
Tras decir esto, el rey Claudio abandonó el salón del trono. Por fin, Silvia y Álvaro se habían quedado solos después de la llegada del soberano.
La mujer tomó la copa que había dejado el monarca encima de la mesa y se sirvió una gran cantidad del vino que había sobrado.
—Bueno, Alvarito, parece que me debes un favor, después de todo. —Se insinuó guardando cierto disimulo.
—Has metido la pata, Silvia. En cualquier momento podría revelarle al rey Claudio toda la verdad y acabaría contigo para siempre —la amenazó este.
—Me parece que no estás usando esa cabecita tuya que tienes de adorno. Traicionarme no te conviene en absoluto; al contrario —. Colocó una mano en el pecho del varón—, te perjudicaría todavía más. Recuerda que eres cómplice de todas y cada una de mis mentiras.
—En cierto modo, puede que tengas razón —se amedrentó.
—Sabes que siempre la tengo. ¿Quién te animó para que actuaras de aquella manera? —inquirió Silvia con su ya conocido tono.
—Tú —se limitó a contestar.
—¿A quién le debes el hecho de que ahora tengas todo el poder y el control de Thys?
—A ti.
—Y, lo que es más importante, ¿por quién irías al mismísimo infierno? —siguió preguntando, al tiempo que ponía la mano en el mentón de Álvaro para acercarlo hacia sí.
—Por ti —Se inclinó para besarla, consciente de que, con aquel beso, le estaba vendiendo el alma.
Habían sellado el pacto que los uniría por siempre en el camino.
—Así me gusta. ¿Quieres que rematemos lo interrumpido?
El hombre asintió. Sin más demora, caminaron en dirección al dormitorio.
Silvia se había ocupado de ganarse su confianza costase lo que costase. Debía renunciar a su cuerpo si quería lograr que él rehusase de su alma.
Habían puesto en juego sus vidas montando un castillo de naipes. Habían arriesgado todo a una partida de ajedrez. Habían puesto todas sus expectativas en un entretenido cara o cruz.
¿Se derrumbaría su preciado castillo? ¿Conseguirían llegar al «jaque mate»? ¿La moneda jugaría en su favor?
A esas alturas, a ella no le importaba en absoluto, ya que había logrado unir todas las piezas del rompecabezas.
Le había llevado años; tiempo que le había costado sangre, sudor y lágrimas. Sin embargo, había merecido la pena cada maldito segundo.
Estaba sola y sola tenía que luchar. Desde que Simón la había abandonado cuando ella más lo necesitaba. Desde que aquel malnacido de Marco le había arrebatado la única familia que le quedaba.
Cordelia supondría una gran fuente de ingresos, una subida a la cima del poder.
Le daría a su hijo todo cuanto le habían quitado las demás personas: su hermano el primero.
A diferencia de ella, su retoño viviría siempre bajo el amor de su madre. Era algo que había jurado por todas las deidades mundanas, fruto del miedo y del sentimiento de derrota.
Una vez hubo finalizado el concúbito, reveló las novedades a su pareja, mientras estaban todavía acostados en la cama.
—Ah, por cierto, se me olvidaba. He visto a la princesa Cordelia.
Álvaro se volvió, completamente desprevenido.
—¡¿Dónde?! ¡¿Cómo?!
—No tan a prisa, monada. No te lo pienso decir tan fácilmente —aclaró—. Primero, déjame hacer mi trabajo. Tengo un plan.
—¿Insinúas que debo mantenerme al margen ahora que se han confirmado mis sospechas acerca de su condición?
—Más te vale si tanto deseas tenerla bailando sobre la palma de tu mano —respondió la mujer.
—¡Lo sabía! ¡La tiene oculta tu hermano! —sintetizó él.
—Si eso es lo que crees, búscala allí, aunque te aconsejo que encuentres una buena excusa. No creo que al rey Claudio le haga mucha gracia que te ausentes durante el desayuno porque la hija de aquellos opresores sigue con vida debido a tu inutilidad —dejó caer Silvia.
—Tú ganas, bruja —se rindió Álvaro—. Pero, si yo mismo me la encuentro, no esperaré por ti. La próxima vez me aseguraré de que su cabeza ruede por los suelos y de que su cuerpo se desplome al momento, totalmente inerte. No descansaré hasta que yo mismo la vea sangrar delante de mis narices.
—Lo que tú digas, cariño. Mientras tanto, yo estoy al mando.
Le dio la espalda al hombre y cerró los ojos de inmediato, cayendo en un ligero sueño. O, quizá, fabricando nuevas telas de araña.
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