XIII. Verdades

Nada más entrar en la casa de Silvia, Cordelia se fijó en una joven de melena negra recogida en una coleta, la cual sostenía en brazos a un bebé que no paraba de llorar y trataba de tranquilizarlo.

—Verónica, ya he vuelto —anunció la mujer—. Gracias por hacerte cargo del niño.

La fémina a la que acababa de llamar Verónica se deshizo del retoño entregándoselo a su madre.

—No ha parado de llorar en todo el día. En fin, de tal palo, tal astilla —dijo ella, con una voz un poco grave.

—¿Cómo has dicho, bonita? —se indignó Silvia.

—Nada, que no ha sido para tanto. ¡Hasta otra!

A Cordelia no le dio tiempo ni siquiera a hablar con la amiga de la hermana de Simón. Era como si hubiese huido despavorida.

—¿No era tu...? —quiso preguntar.

—¿Amiga? —la cortó ella— Bueno, son cosas que se dicen. En esta profesión no existen las amistades. Celos, envidia y ajustes de cuentas. En eso se basa nuestro modus operandi.

—Ya veo... —se limitó a decir la joven.

—Ay, mi entrañable Cordelia, eres demasiado pura para este mundo —opinó Silvia, acariciándole el pelo—. Siéntate, anda. ¿Te apetece un trozo de pastel de manzana?

La muchacha se sentó en una silla que había cerca; próxima a ella se hallaba situada una mesa de madera. No distaba mucho del comedor de la cabaña.

—Sí, por favor.

La mujer sirvió a la joven un pedazo de tarta. Luego, dejó otro plato para comer ella misma.

El pastel estaba delicioso. A Cordelia le recordó a la macedonia que le había preparado Marco el día en que lo conoció.

—Oye, corazón —empezó Silvia—. Quería preguntarte una cosa, si no te hace sentir incómoda...

—No, claro. ¿De qué se trata?

—¿Entre tú y ese rubio estúpido... hay algo especial?

—Bueno, para serte sincera, Marco siempre me ha parecido un chico muy amable y atento.

—¡Ajá! —la interrumpió la mujer— Así que no me vas a negar que es estúpido. Me caes bien.

—¡No lo es! Silvia, sabes muy bien que él no tiene la culpa de lo que ocurrió tiempo atrás —lo defendió la joven.

—No me vengas con cuentos. Todos, incluso yo, tenemos la culpa de lo que nos pasa en el presente.

—Puede que tengas razón... —reflexionó Cordelia, recordando el motivo de su muerte.

—Siempre la tengo, cariño. Bueno, no te me deprimas ahora —intentó cambiar de tema—. Continúa.

—Una noche en la que estábamos solos en el bosque... nos besamos. ¡Fue tan romántico! —Cordelia dejó escapar un suspiro.

—No digas más. Mariposas en el estómago, emociones a flor de piel y la sensación de que él es el hombre de tu vida —al decir esto, llevó los dedos índice y corazón a su boca abierta y emitió un gemido ahogado.

—Eso mismo —confirmó ella.

—No creo que ese chico te convenga, cielo. Él es un miserable, una rata callejera, un...

—¿Alguna vez has estado enamorada? —preguntó Cordelia, que deseaba que Silvia dejase los insultos a un lado.

—¿Yo? ¿Enamorada? —Soltó una carcajada y se frotó los ojos— No me hagas reír.

—Pero, has conocido a muchos hombres. Quiero decir... —se apresuró a explicarse Cordelia, pensando que podía haberla ofendido en algo aquel inocente comentario.

—No te avergüences. Estás en lo correcto, he conocido a muchos hombres; demasiados, para mi gusto, por esa misma razón no creo en el amor.

—Vaya, eso es bastante triste —comentó la muchacha.

—¿Tú crees? Yo estoy bastante contenta. —Se levantó y abrió un cajón de un mueble del que sacó una pipa.

—¿Fumas?

Silvia se la llevó a la boca, confirmando las sospechas de Cordelia.

—Me relaja —confesó.

Hubo un breve silencio, que se vio cortado cuando la joven decidió hacer una pregunta más.

—¿Por qué haces eso?

—Ya te lo he dicho, porque me relaja.

—No, no me refiero a fumar. Quería decir, ¿por qué le das tanta importancia a tu apariencia física? ¿Qué sentido tiene maquillarte y pintarte los labios de carmín?

—Es obvio, porque todo eso les gusta a los hombres —fue su única respuesta.

—Y a ti, ¿qué te gusta? —continuó preguntando.

—Gustarles a los hombres, pero solo a aquellos con dinero o que me puedan aportar algún tipo de beneficio —matizó.

—Y qué hay de ti, ¿te gustas a ti misma?

—¿A qué ha venido eso? —soltó de pronto Silvia, totalmente desprevenida.

—¿Por qué motivo respondes con otra pregunta? ¿La estás evadiendo? —la interrogó Cordelia.

—Me gusta seguir con vida. ¿Te vale esa respuesta?

—La tarta estaba exquisita. ¡Muchísimas gracias! —aseguró, desviando la conversación.

—No hay de qué. Puedes pasar aquí la noche, si quieres —la invitó Silvia.

—¿De veras? ¡Mil gracias!

Al caer la noche, la joven muchacha se acostó en un catre lo suficientemente cómodo y cálido. Sin duda, era mejor que el duro y frío suelo.

Habló con Marco sobre todo lo nuevo que le había sucedido.

Sigues todavía en el lugar equivocado.

«Me da igual», respondió en su interior Cordelia.

Cerró los ojos azules y cayó en un profundo sueño. En él se encontraba con aquel misterioso chico. Empezaban a conversar sobre temas muy diversos; él o bien no respondía o bien daba respuestas breves y tajantes.

Entonces, se acercó a ella discretamente, aproximó sus labios a su oído y le susurró:

—Vuelve con Marco.

Y se evaporó en el aire.

La última imagen que contempló antes de despertar desconcertada fue la de la luna llena sobre su cabeza.

Se levantó sobresaltada. Le faltaba el aire. Se llevó la mano al corazón.

Una vez recobró el aliento, comenzó a toser.

Por un instante, pensó que estaba al borde de la muerte, pero esta no parecía tener muchas ganas de visitarla.

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