XII. Artimaña
Silvia se dirigió hacia el guardia con paso firme. Estaba dispuesta a sacarle hasta los ojos a ese canalla si era preciso.
Después de todo, había sido criada como un cuervo.
—Déjame pasar, cretino. Sabes muy bien que Álvaro desea verme.
—No tan rápido —exclamó el vigía—. Mi trabajo es notificar al señor. Me temo que vas a tener que esperar fuera quietecita.
—Y mi trabajo se basa en el movimiento, precisamente. Así que no me apetece quedarme quieta, ¿sí?
El guardia gruñó, pero a la mujer no le importó lo más mínimo. Él no pagaría por sus servicios, por lo que no podía obligarla.
Antes de que uno de los dos pudiera tomar la iniciativa, Silvia contempló algo descolocada que Álvaro salía del castillo.
Su cara de consternación la hizo sonreír.
—¿Qué estás haciendo aquí de nuevo? —inquirió.
Parecía molesto. Sin embargo, aquella fémina experta en hombres sabía muy bien que no lo estaba en absoluto.
—Tenía ganas de verte —se limitó a responder.
—Pues me da a mí que hoy no va a poder ser. Tengo una importante reunión con el rey Claudio —afirmó.
—Oh, ¿el rey de Holem va a venir en persona? Dime, ¿podrías presentármelo?
Silvia se había puesto los nudillos sosteniendo el mentón y había iniciado su juego de los ojitos: parpadeaba durante unos instantes en señal de súplica.
—¡Ni hablar! Una fulana como tú frente a Su Majestad. ¡Ni harto de vino! —negó él rotundamente.
—¿Su Majestad? Alvarito, creo que tu idea de lo que es una república dista un poco de la realidad —acertó a decir con su usual tono sensual.
Se apartó los rubios cabellos del rostro. Entonces, se inclinó hacia el hombre, con cierta pretensión.
—Silvia, ¡he dicho que ahora no!
—Venga, tonto, solo será un ratito. Te prometo que me iré en cuanto llegue el rey, ¿de acuerdo?
A continuación, le entregó un beso. Había sido uno largo, uno especial. Se aseguró de hacerlo lo más perfecto que pudo: esos nunca fallaban.
—¿No se suponía que odiabas al reino de Holem por la muerte de tu hermano? —quiso saber Álvaro, una vez cesó el beso.
—Eso es agua pasada. Yo tenía ocho años, ni siquiera me acuerdo. Además, el poder está por encima de cualquier vida, ¿me equivoco, gran señor? —soltó de manera intencionada.
Ya lo tenía en la tela, ahora solo le faltaba caminar con sus ocho patas hacia el insecto.
—Está bien, pero debes prometerme que antes de que llegue el rey te largarás sin rechistar.
Punto para la araña.
Le dio su palabra. ¡Pobre ingenuo! Si tan solo hubiese sabido que la palabra de aquella mujer era de todo menos fiable.
A continuación, entraron en los aposentos del nuevo señor de Thys que anteriormente eran el dormitorio del rey Carlo y de su esposa, la reina Mara.
Silvia hizo lo que tenía que hacer: encargarse de entretener a Álvaro hasta que llegase el soberano de Holem.
Sería un escándalo encontrar al regente del país vecino manteniendo relaciones esporádicas con una furcia como ella o quizá no.
Después de todo, aquel hombrecillo de pelo negro fácil de manipular que era un intento de revolucionario no era el primer hombre de poder que reclamaba sus servicios; y podría no ser el último. Todo dependería de la actitud del rey Claudio.
Apenas habían finalizado cuando alguien llamó a la puerta del cuarto.
—Señor, su visita ha llegado.
La mujer nunca había visto a Álvaro así de apurado después del acto, se había levantado de un salto y, de un modo torpe y gracioso, trataba de ponerse los pantalones.
—¡Maldición! —musitaba al tiempo que se vestía.
—Tranquilo, mi querido señor, yo no saldré de esta habitación si así lo deseas —añadió ella, que todavía no había salido de la cama ni se había puesto los ropajes.
—¡Bruja miserable! —la insultó— Me lo habías prometido.
—Es que cuando estoy a tu lado pierdo la noción del tiempo, ¿sabes? —se excusó ella mientras se erguía con toda la tranquilidad del mundo.
—¡Vístete de una buena vez! —soltó él, sumido en una profunda desesperación.
—Como desees. Pensaba que te haría feliz disfrutar de las vistas un instante más.
Entonces, empezó a ponerse su vestido rojo carmesí.
El hombre había salido a toda prisa por la puerta.
La mujer sacó un cepillo del bolso y empezó a desenredarse la fina cabellera frente al espejo. Luego se retocó el maquillaje, sobre todo, los labios color carmín.
—Lista —dijo en voz alta al acabar.
Caminó hacia la puerta, extendió el brazo y la abrió.
Lo más probable era que Álvaro se encontrase en la sala del trono, así que allí fue a dónde se dirigió.
Había dado en el clavo.
Desde la entrada lateral pudo observar al varón de pie, alejado del trono.
«Embustero», rio Silvia para sus adentros.
A unos pasos de distancia, se hallaba el rey de Holem. Era algo obeso, pero no demasiado. Su pelo, bigote y barba eran grises, casi blancos.
Era la primera vez que la mujer lo veía en persona. Había oído hablar mucho acerca de él, pero nunca había tenido el placer de mirarlo a la cara.
Saboreó el momento y después avanzó a paso firme.
—¡Cariño! —Corrió a los brazos de Álvaro y le dio un beso en la mejilla.
Este se había quedado completamente pálido. Silvia pensó, por un breve instante, que había fallecido en el acto.
La confusión del monarca no fue menor, pero Silvia sabía muy bien lo que hacía.
—Vaya, ¡vos debéis de ser el gran rey de Holem! Mi señor, permitidme que bese vuestros sagrados pies.
Antes de obtener respuesta alguna, se inclinó e hizo lo que había dicho.
—Por favor, levántate, mujer —. Ella obedeció—. Me honras con semejantes palabras. ¿Puedo preguntar quién eres tú?
—No soy más que una humilde servidora de Su Majestad. No sabéis el honor que siento al estar aquí, ante vos. Mi padre era oriundo de vuestro reino, pero murió en la guerra, luchando por su tierra.
—¿Es eso cierto? —Dirigió una mirada de desconfianza hacia Álvaro, pero este hacía ya un largo tiempo que se había quedado sin palabras.
—Tan cierto como el amor de la princesa Vitrila.
Silvia había conocido la mitología y las leyendas del reino de Holem gracias a una compañera de profesión proveniente del lugar.
Existía una leyenda popular que contaba la historia de una hermosa muchacha de la realeza que se enamoraba perdidamente de un noble caballero. Para su lamento, este debía luchar por su amor en una gesta en la que fue herido de muerte. Vitrila, la princesa, se volvió loca al verlo sin vida en la arena.
Tras aquella tragedia, ella se negó a casarse con el que se había declarado ganador. Para convencer a sus padres de que su decisión era definitiva, dejó de comer.
Unos días después, afirmó que su difunto amado la visitaba cada noche en su alcoba para hacerla compañía. Nadie la creyó, lo que desencadenó en una grave crisis. Se volvió extremadamente violenta y atacaba a toda persona que se le acercara.
La joven terminó siendo encerrada en una de las torres más altas del castillo, donde acabaría muriendo, totalmente sola.
Algunos cuentan que al final logró vivir feliz junto al caballero en el otro mundo; otros, sin embargo, afirman lo contrario, que nunca pudo hallar la felicidad debido a sus malas acciones.
A Silvia, personalmente, no le importaba cuál de las dos versiones era la correcta. Sencillamente, odiaba aquella historia. Y, más aún, a su protagonista.
«Sufrir por amor, ¡qué tontería!», pensaba ella.
—Yo fui obligada a vivir como esclava del rey Carlo, ¡oh, gran señor! —continuó— No podéis ni imaginaros todo el sufrimiento que padecí. Por fortuna, Álvaro me salvó de mi condena en la Luna de Sangre. Mi sueño es regresar a la tierra de mi padre y cumplir así con su última voluntad —finalizó.
No había olvidado dejar caer una lágrima para darle el toque sentimental necesario a la historia.
—No hay duda de la sinceridad de tus palabras, mujer. Ha debido de ser muy cruel tu estancia en este lugar —dijo el rey, creyendo su mentira.
—Majestad, os lo ruego, llamadme Silvia, a su servicio. —Hizo una reverencia.
—Silvia, es un nombre precioso. Álvaro, has demostrado ser un hombre digno del gobierno de Thys —afirmó, clavando su mirada en la del hombre.
—No... no es para tanto, Su Majestad —dijo él, volviendo en sí.
—En cuanto a ti, Silvia, has sobrecogido mi delicado corazón. Me quedaré unos días más de lo previsto para conocer el territorio. Si tanto lo deseas, puedes volver a Holem en mi carruaje cuando parta —le ofreció el rey Claudio.
Silvia se cubrió la boca con las manos en un gesto de asombro. A continuación, dio saltos de alegría como una niña pequeña.
—¡Oh, Su Majestad! ¡Eso sería maravilloso! Pero, todavía me preocupa una cosa.
—Cuéntame de qué se trata.
—Tengo un hijo, fruto de una noche junto al difunto rey Carlo, por supuesto contra mi voluntad. Álvaro, que en verdad es un gran hombre, me ha prometido que lo convertiría en señor de Thys a la hora de su muerte. No obstante, también quisiera llevarlo conmigo a Holem y dejar que conozca el lugar natal de su abuelo —le explicó.
—Te comprendo muy bien, Silvia —aseguró—. Un hijo debe estar con su madre. En ese caso, no te preocupes, llévalo contigo y yo mismo me encargaré de que no le falte de nada. Cuando la muerte venga en pos de Álvaro, mis hombres llevarán a tu hijo a Thys para que se cumpla la promesa.
—¡Majestad, no sé cómo podría pagaros tanto! ¡Oh, por el dios Kita! Sois un hombre gentil. —Silvia volvió a inclinarse para besarle los pies.
Kita era considerado el dios de la Buena Fortuna para los habitantes de Holem. Bendecía a todas aquellas personas que colmasen el día de buenas acciones.
—No es a mí a quien has de agradecer, sino a Álvaro —agregó el soberano—. Bueno, Silvia, si nos disculpas, tenemos un tratado que firmar.
Ella se levantó.
—Claro, Su Majestad. Disculpad si os he molestado.
Hizo una humilde reverencia.
—En absoluto, querida. Álvaro, tienes suerte de haberte hecho con una mujer como ella —agregó él.
—En efecto, Su Majestad, me puedo considerar afortunado. —Si las miradas matasen, Silvia habría estado muerta desde hacía ya un rato en aquel salón.
—Mi señor —intervino la mujer—, si me disculpáis, he de salir a hacer unos recados. Os auguro una grandiosa y eterna alianza.
—Descuida, Silvia. Ha sido un placer —concluyó el monarca.
Ella efectúo una última reverencia antes de irse.
Sabía que Álvaro la regañaría más tarde, pero se había asegurado un futuro para ella y para su hijo. Dejaría la prostitución, el lugar que tanto daño le había hecho y a su hermano atrás.
Su hijo sería el futuro gobernante de la República de Thys y contaría con el apoyo del reino de Holem. Recibiría la recompensa que le correspondía por haber atrapado a la princesa perdida y, al fin, podría disfrutar de su venganza: se las haría pagar a Marco. Le enseñaría lo que era el verdadero dolor, mas antes debía volver a casa junto a su pequeño. De lo contrario, Verónica se enfadaría por haberla hecho esperar.
«¡Que se fastidie! Me debía una».
Mantuvo la cabeza erguida como de costumbre.
—¡Silvia! —la llamó una voz a lo lejos.
Ella miró en todas las direcciones, buscando de dónde provenía.
Al frente, vio correr a la muchacha con la que se había chocado la mañana anterior.
¿Qué demonios quería de ella? Por lo general no atendía a mujeres, y mucho menos tan jóvenes.
—¿Te has perdido, pequeña? —inquirió cuando la tuvo a su altura, con ciertos aires de molestia.
—¡Soy yo, Cordelia!
Sus ojos se abrieron como platos al oír aquel nombre: Cordelia, su presa más preciada y otra adquisición para su tela de araña.
—¿Cordelia? —repitió— ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Te has cortado el pelo?
—Sí, para pasar desapercibida —admitió.
«Idiota», fue su primer pensamiento.
—Me parece que la prudencia no es tu punto fuerte —rio.
—¡Qué suerte haberte encontrado! —exclamó, con una gran sonrisa— Lo cierto es que no tenía a dónde ir. Llevo días dando vueltas por las calles y durmiendo en la intemperie.
—Oh, pobrecita. En ese caso, ven conmigo. Una —. Se le acercó al oído como si le fuera a contar un secreto— princesita como tú no debería vivir en la calle.
Ella aceptó encantada. Tenía que agradecer a los dioses su talento tejiendo hilos.
—¿Y dónde está el bebé? —inquirió Cordelia mientras caminaban.
—Una amiga me lo está cuidando mientras yo salía a arreglar unos asuntos.
Aquella debía de ser la única verdad de la que se desprendieron los labios de Silvia aquel día, pero solo poseía dos virtudes: la belleza y la labia.
Y, si la naturaleza la había obsequiado con semejantes dones, debía cultivarlos y potenciarlos. De lo contrario, estaría siendo muy desagradecida con la vida que se le había otorgado.
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